Esperanza en el desierto
Esperanza en el desierto
Por: Miss Angel
Débora

Débora se despierta con el animado sonido de la alarma de su celular, el ringtone "Praise" de Elevation Worship y Brandon Lake llenando la habitación con su melodiosa alabanza. Abre los ojos lentamente, dejando que la música le recuerde la grandeza de Dios. Extiende los brazos, estirándose sobre la cama, sintiendo el inicio de un nuevo día.

Se incorpora con cuidado, susurrando una breve oración de agradecimiento por el don de otro día. Con movimientos casi automáticos, Débora se desliza de la cama y se arrodilla en el suelo. Coloca sus rodillas sobre sus chanclas desgastadas, un hábito que ha adquirido para aliviar el dolor que solía sentir cuando pequeña por pasar tanto tiempo arrodillada orando. Sus rodillas amoratadas son una pequeña muestra de su devoción inquebrantable.

Cierra los ojos y comienza a orar. Las palabras fluyen con facilidad, un diálogo íntimo con su Creador. Ora por su familia, por su padre que aún se aferra a la vida en su pequeña casa en Queens, por los amigos que ha dejado atrás, y por los desconocidos a los que está a punto de ayudar en tierras lejanas. Ora por fortaleza, por sabiduría y por la oportunidad de ser una luz en medio de la oscuridad.

Terminado su momento de oración, Débora se levanta lentamente, sintiendo una renovada energía y paz. Su habitación es sencilla pero acogedora, un reflejo de su vida dedicada al servicio. Mira la foto enmarcada de su madre en la mesita de noche. Aún puede sentir la presencia de ella en cada rincón de su vida, guiándola y dándole fuerzas.

—Oh, cuánto te extraño mamá —murmura, rozando con su dedo índice la cara de su madre enmarcada en la foto.

Se dirige al pequeño escritorio donde su Biblia yace abierta. Había estado leyendo el Salmo 91 la noche anterior, buscando consuelo en sus promesas de protección y refugio. Pasa los dedos por las páginas, subrayando algunos versículos antes de cerrar el libro con cuidado.

Alza la vista y sus ojos se posan en el collage de fotos que tiene pegado en la pared. Es un mosaico de recuerdos, capturando todas las etapas de su vida. También hay fotos de su infancia en Colombia, de los días felices antes de que el conflicto armado los alcanzara. Recuerda los juegos en el parque de su barrio, las risas con sus primos y las fiestas familiares llenas de música y baile en plena calle, pero también están las fotos de su llegada a Estados Unidos, cuando tenía apenas cinco años. Sus padres, con los rostros marcados por la preocupación y la esperanza, habían decidido huir de Colombia para escapar de la violencia que había arrebatado la vida de tantos seres queridos, y fue así que la familia encontró refugio en Nueva York, donde comenzaron de nuevo con fe y determinación.

Débora creció en un hogar cristiano, donde la iglesia pentecostal siempre fue su segunda casa. Sus padres encontraron consuelo en la fe desde muy jóvenes, y ella, siguiendo sus pasos, desarrolló una relación profunda con Dios.

Ella recuerda cómo su madre, incluso en los momentos más difíciles, encontró la fuerza para orar y cantar alabanzas. Esa misma fuerza se convirtió en el pilar de su propia vida.

Una foto en particular llama su atención: una imagen de ella junto a su madre, tomada poco antes de que esta enfermara. El recuerdo de los últimos años con su madre es agridulce. A los quince años, cuando su madre fue diagnosticada con cáncer, su fe fue puesta a prueba como nunca antes. La pérdida fue devastadora, pero Débora encontró consuelo en la voluntad de Dios, aceptando que su madre ahora descansa en Su Presencia.

La depresión la acompañó durante tres largos años, pero fue en esa oscuridad donde su fe se fortaleció. Débora sintió el apoyo de Dios en cada momento, y esa cercanía la llevó a perseguir sus sueños con determinación. Logró obtener una beca completa para estudiar Medicina en la prestigiosa universidad de Nueva York, un logro que ve como un testimonio de la gracia divina en su vida.

Ahora, con veinticinco años, Débora se siente preparada para enfrentar cualquier desafío. Su espíritu aventurero y su deseo de servir la han llevado a aceptar como primer trabajo un puesto con la Cruz Roja, dispuesta a llevar ayuda y esperanza a quienes más lo necesitan. 

La misión en Afganistán es una oportunidad para poner en práctica no solo sus habilidades médicas, sino también su fe.

Débora, siguiendo las costumbres latinas de su familia, no se toma un baño antes de ir a desayunar, así que, tal cual se despertó, con pijama y todo, baja a la cocina para encontrarse con su padre, el cual está preparando unos exquisitos huevos “rancheros”, que no son nada más que huevos revueltos junto a trocitos de salchicha. 

─Buenos días, pá ─saluda Débora en su lengua materna. 

En casa, la familia siempre se ha comunicado en español. De hecho, Débora tuvo que aprender inglés en la escuela, ya que, cuando recién llegaron a Estados Unidos, sus padres a duras penas sabían leer y escribir. Nacieron en el campo, en donde el acceso a educación de calidad es prácticamente imposible.

─Buenos días, mi niña hermosa ─la saluda Ernesto, su padre, soltando un momento la sartén para mirar a su hija mientras esta se acomoda en uno de los taburetes de la cocina americana.

Ernesto suspira con melancolía al ver a su hija. Su única hija, y el rostro vivo de su fallecida esposa Isabel.

Débora, a ojos de Ernesto, es la viva imagen de su madre.

Con su largo y sedoso cabello negro, sus ojos chocolatosos, sus pómulos altos, su nariz chata y piel canela, Débora es una copia idéntica de Isabel, su hermosa esposa que ya no está hoy con él.

Buenos días, hija responde él, devolviendo la sonrisa con un toque de tristeza en sus ojos.

Ernesto, para ser sincero, no quiere que su hija se vaya a Afganistán. Intentó por todos los medios convencer a Débora de que no aceptara ese trabajo.

"Débora," le había dicho repetidamente, "es demasiado peligroso. Hay otros trabajos aquí, en casa, donde estarás a salvo."

Pero la oferta de salario ha sido muy jugosa para Débora, además, ella ha heredado el espíritu aventurero de su tía Ofelia, una mujer que, a sus cuarenta y cinco años, no se ha casado ni ha tenido hijos por andar de mochilera por todo el mundo. Débora siempre ha admirado a su tía, y en cierta medida desea seguir sus pasos, aunque con un propósito más enfocado en el servicio y la ayuda humanitaria.

—¿Ya tienes todo listo? —le pregunta Ernesto a su hija, refiriéndose a su equipaje.

—Sí, ya está todo listo —responde Débora, ansiosa y con un matiz de tristeza en su voz. Su viaje será en la noche, así que este día es el último que compartirá con su padre —. De todas formas, no es que pueda llevar mucho equipaje. Solo una maleta de no más de veinticinco kilos y una mochila.

—Algo complicado para las mujeres, ¿no? —toma el plato de Débora y se lo acerca mientras le da un beso en la frente —. Mi doctora aventurera.

Ambos se sientan a desayunar en silencio. Débora, mientras ve de reojo a su padre, nota cómo su cabello se vuelve cada día más gris. Ella entonces se pregunta mentalmente si su decisión de aceptar esa plaza en la Cruz Roja ha sido la mejor. Ernesto no ha dejado de expresar su preocupación por su seguridad y su bienestar, pero la verdad es que Débora no se ve como una simple médico general atendiendo pacientes hipocondriacos en un hospital público. Ella quiere algo más en su vida; algo que dé sentido a su existencia y que la saque de su zona de confort.

Desde que sufrió depresión tras la muerte de su madre, Débora ha buscado algo que la mantenga viva, aparte de su comunión con Dios. La misión en Afganistán representa esa oportunidad, una forma de poner su fe en acción y ayudar a quienes más lo necesitan. Es un desafío que la motiva y la hace sentir útil, algo que no encuentra en la rutina diaria de un consultorio.

Ernesto, consciente de las emociones que su hija enfrenta, intenta iniciar una conversación ligera. 

—¿Empacaste suficiente ropa? ¿Y qué hay de los libros? Sabes que siempre te gusta llevar alguno.

Débora sonríe.

—Sí, papá. Empaqué todo lo necesario, incluyendo mi biblia y unos cuantos libros para leer en los momentos de descanso. No te preocupes, estoy bien preparada para el viaje.

—Solo quiero que estés segura, Débora —dice Ernesto con un suspiro, dejando ver la profunda preocupación que siente. —No quiero perderte también.

Débora toma la mano de su padre, dándole un apretón reconfortante. 

—Lo sé, papá. Pero siento que Dios me está llamando a hacer esto. Es una oportunidad de servir y de crecer, de poner en práctica todo lo que he aprendido en la iglesia y en la universidad. Prometo tener cuidado y mantenerme en contacto contigo todo el tiempo.

Ernesto asiente lentamente, comprendiendo, aunque a regañadientes, la determinación de su hija. 

—Solo prométeme que regresarás a casa sana y salva.

—Lo prometo, papá —dice Débora, abrazándolo con fuerza —, y oraré todos los días por mi seguridad. Y por la tuya también, por supuesto.

Después de pasar todo un día juntos padre e hija, y tras un abrazo cálido de despedida, Débora se dirige al aeropuerto. El viaje a Afganistán será largo, pero está lista. Su corazón late con una mezcla de emoción y nerviosismo, pero, sobre todo, con una profunda fe.

Mientras espera para abordar, ve a algunas parejas que viajarán juntas. Parejas que parecen estar muy felices juntos.

Ella siente a su corazón arrugarse. Ella nunca ha tenido novio. ¿Por qué? Ni ella misma lo sabe. En la adolescencia, fue víctima de bullying por ser latina y por tener acné, y tras la muerte de su madre, formó una especie de caparazón alrededor de ella para sobrellevar su dolor y que nadie se le acercara.

En la universidad, que es en donde se supone que los jóvenes se ennovian cada semana con alguien diferente, ella tampoco tuvo la oportunidad de tener novio. Tenía una beca que mantener, y de por sí la carrera de Medicina es demasiado exigente, así que el poco tiempo que le quedaba, lo aprovechaba para ir a la iglesia.

Débora sabe que los tiempos de Dios son perfectos, y todo el mundo se lo dice, pero..., ¿cómo no se va a sentir triste, si ve que la mayoría de jóvenes de su edad tienen una relación estable, y otros incluso ya están casados?

Sus pastores, su padre y sus amigas de la iglesia no hacen sino repetirle que cada quien tiene sus tiempos, y que el hecho de que otros jóvenes de su edad estén viviendo un romance de ensueño y ella no, no significa que el de ella no vaya a llegar, pero Débora siente que nadie la entiende; y eso es porque precisamente todo el que se le ha acercado a darle un consejo, encontró al amor de su vida teniendo su edad o incluso menos.

Débora no entiende por qué nadie se fija en ella. Es una buena chica, es hermosa, no falta ni un domingo a la iglesia por más ocupada que esté, no fuma, no bebe, no va a fiestas, es una profesional muy dedicada..., no sabe por qué ningún hombre ha valorado eso.

—Basta, Deb, deja de pensar en cosas que realmente no son importantes —se murmura a sí misma —. Tienes que salvar vidas, no pensar en novietes.

Toma un momento para cerrar los ojos y orar una vez más. 

“Señor, úsame como Tu instrumento. Que pueda llevar Tu amor y Tu paz a aquellos que más lo necesitan." 

Con esa oración en su corazón, Débora sube al avión, preparada para enfrentar lo desconocido con la certeza de que no está sola.

La jornada de Débora apenas comienza, y con cada paso, siente la presencia de Dios guiándola, recordándole que, sin importar los desafíos, su fe es su mayor fortaleza.

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