Valeria
El aire de la mañana tenía ese frescor característico de los inicios de otoño. El viento suave me acarició el rostro mientras caminaba hacia el edificio principal del centro de rehabilitación. A mi alrededor, las hojas caían lentamente de los árboles que bordeaban los jardines, pintando el suelo con tonos dorados y rojizos. Durante unos segundos, me permití disfrutar del paisaje antes de volver a centrarme en la carpeta que sostenía entre las manos.
Fernando Casteli.
Ese nombre se había vuelto un susurro constante entre el personal del centro durante las últimas semanas. Hijo de una de las familias más influyentes del país, su accidente había sido noticia en todos los medios. Pero detrás de los titulares sobre su fortuna y su posición social, yo solo veía a un hombre que había perdido más que la capacidad de caminar: había perdido la esperanza.
Pasé las páginas de su expediente, repasando los informes de los fisioterapeutas anteriores. Todos coincidían en lo mismo: resistencia al tratamiento, actitud negativa y una falta de cooperación que dificultaba cualquier progreso. Algunos habían renunciado tras pocas sesiones, incapaces de lidiar con su carácter difícil. Otros habían sido apartados por la familia Casteli, impacientes ante la falta de resultados inmediatos.
Me detuve al leer las notas del último terapeuta:
“El paciente muestra signos de frustración y rechazo emocional. Su estado de ánimo afecta directamente su motivación para realizar los ejercicios. Recomendación: enfoque gradual y reforzamiento positivo para reconstruir su confianza en sí mismo.”Suspiré y cerré la carpeta. Sabía que este caso no sería fácil. Lo había aceptado precisamente por eso.
Desde la muerte de mi hermano, había dedicado mi carrera a ayudar a quienes enfrentaban lesiones similares. Cada paciente que lograba recuperar su independencia era, de algún modo, una pequeña victoria contra el dolor que aún cargaba en el pecho. Pero Fernando Casteli... Él no solo luchaba contra las secuelas físicas de su accidente, sino también contra las cadenas invisibles de su orgullo y su miedo.
Al llegar a la puerta de su habitación, golpeé suavemente y esperé unos segundos.
—Adelante —respondió una voz áspera desde el interior.
Giré el pomo y entré con paso firme, manteniendo la compostura profesional que tanto me costaba algunos días. La habitación estaba iluminada por la luz natural que entraba a través de la ventana, proyectando sombras suaves sobre las paredes blancas. El aire olía a los desinfectantes típicos del centro, mezclado con un leve aroma a madera proveniente de los muebles.
Y allí estaba él.
Sentado en su silla de ruedas junto a la ventana, con la mirada perdida en el horizonte. Su perfil destacaba contra la luz del sol: mandíbula marcada, pómulos definidos y el cabello castaño oscuro cayendo de manera despreocupada sobre su frente. Pero lo que más me impactó fueron sus ojos verdes. No porque fueran hermosos —que lo eran—, sino por lo que reflejaban. Dolor. Frustración. Vacío. Y algo más profundo, casi como si una parte de él hubiera decidido rendirse.
—Buenos días, señor Casteli —dije, manteniendo la voz firme pero amable—. Soy Valeria Cruz, su nueva fisioterapeuta.
Él giró la cabeza lentamente hacia mí, y nuestros ojos se encontraron por un breve instante antes de que su expresión se endureciera.
—¿Otra terapeuta? —Su tono estaba cargado de sarcasmo—. ¿Cuánto tiempo piensan seguir enviando gente que no puede hacer nada por mí?
Ignoré el veneno en sus palabras. No era la primera vez que un paciente reaccionaba así.
—No estoy aquí para hacer milagros —respondí sin titubear—. Estoy aquí para ayudarlo a dar el primer paso. Pero eso depende de usted.
Sus cejas se fruncieron, y vi cómo sus dedos se cerraron con fuerza sobre los apoyabrazos de la silla. Durante un segundo, pensé que me pediría que saliera. Pero en lugar de eso, soltó una risa amarga.
—¿Y si no quiero dar ese paso?
Di un paso más hacia él, manteniendo la mirada fija en la suya.
—Entonces no lo dará —respondí—. Pero si sigue esperando a que alguien lo convenza de que vale la pena intentarlo, quizás nunca vuelva a caminar.
La tensión en la habitación era casi palpable. Podía sentir la lucha interna reflejada en sus ojos: la necesidad de aferrarse a su orgullo para no admitir el miedo que lo consumía. Sabía lo que era sentirse así. Mi hermano había pasado por lo mismo tras su accidente. Y aunque nunca lo diría en voz alta, parte de mí seguía sintiendo que no había hecho lo suficiente para ayudarlo.
—¿Por qué te importa? —preguntó de repente, su voz más baja pero cargada de un desafío silencioso.
Tragué saliva y mantuve mi expresión neutral.
—Porque sé lo que es perder a alguien que no luchó lo suficiente.
Sus ojos se abrieron ligeramente, pero la expresión desapareció tan rápido como había aparecido.
Guardé la carpeta en mi brazo y di un paso hacia la puerta, dejando que mis palabras quedaran en el aire.
—Nos vemos mañana, señor Casteli.
Salí de la habitación antes de que pudiera responder.
El aire del pasillo parecía más ligero en comparación con la atmósfera densa que había dejado atrás. Caminé con pasos firmes hasta la estación de enfermería, donde Clara, mi compañera y amiga, revisaba unos expedientes.
—¿Y bien? —preguntó sin levantar la vista, con una sonrisa divertida en los labios—. ¿Sobreviviste al encuentro con el legendario Fernando Casteli?
—Apenas —respondí, dejando la carpeta sobre el mostrador—. Es tan terco como decían.
Clara soltó una risa suave.
—¿Y qué esperabas? Después de lo que le pasó, es normal que esté así. Imagínate pasar de tenerlo todo a depender de una silla de ruedas. No es fácil.
—Lo sé —admití—. Pero si no cambia de actitud, nunca va a progresar.
Clara asintió y volvió a su trabajo, pero yo seguí pensando en la mirada de Fernando. En ese instante fugaz en el que su coraza se había resquebrajado, mostrando al hombre vulnerable que se escondía detrás de su sarcasmo y su orgullo.
No sería fácil. Pero yo no estaba aquí para rendirme.
La noche cayó rápidamente sobre el centro de rehabilitación. Sentada en mi pequeño apartamento dentro del complejo, sostuve una taza de té caliente entre las manos mientras repasaba los ejercicios que implementaría con Fernando durante las próximas semanas. Fortalecimiento muscular, movilidad articular, coordinación... Cada movimiento sería un paso hacia su recuperación. Pero lo más difícil no sería el trabajo físico. Sería romper las barreras que él mismo había construido a su alrededor.
Dejé la taza sobre la mesa y abrí la carpeta una vez más, deteniéndome en la sección de antecedentes personales.
Relación sentimental actual: Isabel Domínguez.
Fruncí el ceño levemente. El expediente no especificaba más detalles, pero recordé el teléfono sobre la cama de Fernando y la forma en que parecía haber sido lanzado con frustración. Tal vez había algo más detrás de su actitud. Algo que iba más allá del accidente y la presión familiar.
Suspiré y cerré la carpeta. No debía involucrarme más de lo necesario. Era una regla básica para cualquier profesional de la salud. Mantener la distancia emocional para no comprometer el tratamiento.
Pero mientras apagaba la luz y me acostaba en la cama, no pude evitar preguntarme si sería capaz de seguir esa regla con Fernando Casteli. Porque, aunque apenas lo había conocido, algo en su mirada había despertado una chispa en mi interior. Y, por mucho que intentara ignorarlo, sabía que esa chispa no se apagaría fácilmente.
FernandoNo dormí bien esa noche. El rostro de Valeria Cruz aparecía en mi mente cada vez que cerraba los ojos. Esa mirada firme, libre de compasión, había dejado una impresión que no podía ignorar. Por más que intentara convencerme de que su actitud solo era parte de su trabajo, algo en su voz resonaba en mi pecho como un eco molesto.“Estoy aquí para ayudarlo a dar el primer paso. Pero eso depende de usted.”No podía sacarme esas palabras de la cabeza. Tal vez porque, en el fondo, sabía que tenía razón. Pero admitirlo significaba aceptar que, hasta ahora, yo mismo había sido el mayor obstáculo en mi recuperación.El sol apenas comenzaba a filtrarse por la ventana cuando el sonido de un golpe suave en la puerta interrumpió mis pensamientos.—¿Señor Casteli? —La voz de Valeria resonó desde el otro lado.Apreté los dientes y solté un suspiro antes de responder.—Adelante.La puerta se abrió, y ella entró con la misma expresión tranquila del día anterior. Llevaba el cabello recogido en
Valeria El sonido rítmico de mis pasos resonaba en el pasillo mientras salía de la sala de fisioterapia. Aún podía sentir el eco de las palabras de Fernando en mi mente, mezclado con la tensión casi palpable que había llenado el aire durante toda la sesión. No había sido fácil. Su resistencia inicial, su sarcasmo y esa mirada cargada de frustración y orgullo herido habrían desalentado a cualquiera. Pero yo no era cualquiera.Me detuve frente a la estación de enfermería y solté un suspiro, tratando de ordenar los pensamientos que se agolpaban en mi cabeza.—¿Cómo te fue con el señor Casteli? —preguntó Clara, levantando la vista de la pantalla de la computadora con una sonrisa curiosa.—Tan difícil como esperaba —respondí, apoyando las manos en el mostrador—. Es terco, orgulloso y está lleno de rabia... pero no se ha rendido. Todavía hay algo en él que quiere luchar, aunque no quiera admitirlo.Clara asintió con comprensión, entrelazando las manos sobre el escritorio.—Dicen que antes
Fernando El sonido de la puerta al cerrarse detrás de Valeria pareció sellar mi destino para la siguiente hora. Sentado en la silla de ruedas junto a la camilla, observé cómo ella organizaba los implementos necesarios para la sesión. Su postura era recta, sus movimientos precisos y calculados, como si nada en el mundo pudiera desviarla de su propósito.Mi mandíbula se tensó al recordar la sesión del día anterior. Cada músculo de mi cuerpo seguía doliendo, recordándome lo lejos que estaba de ser el hombre que solía ser. Y, sin embargo, algo dentro de mí se había encendido. No era solo la frustración o el deseo de volver a caminar. Era la forma en que Valeria me miraba, como si viera algo en mí que yo había olvidado que existía.—Hoy trabajaremos en fortalecer la parte baja de su espalda y la musculatura de las piernas —dijo, interrumpiendo mis pensamientos—. Este ejercicio es fundamental para recuperar el equilibrio y la estabilidad necesarios para caminar.Su tono era profesional, pe
Valeria El aire en la sala de fisioterapia parecía cargado de algo más que el simple esfuerzo físico. El sonido de la respiración agitada de Fernando aún resonaba en mis oídos mientras él permanecía acostado en la camilla, con el pecho subiendo y bajando lentamente mientras recuperaba el aliento. La última serie de ejercicios había sido intensa, pero había logrado más de lo que cualquiera —quizás incluso él mismo— habría esperado.Lo había visto en sus ojos. Esa chispa fugaz que brillaba cada vez que superaba un límite, aunque se negara a admitirlo. Y, sin embargo, algo había cambiado en el instante en que el teléfono sonó y el nombre de Isabel Domínguez apareció en la pantalla.Yo no debía haber prestado atención. No debía haberme permitido sentir esa punzada de incomodidad al ver la expresión en su rostro, mezcla de sorpresa y algo más profundo. Pero lo hice. Y, aunque él había optado por ignorar la llamada y continuar con la sesión, la tensión invisible que se instaló en el aire d
FernandoEl aire fresco de la noche aún parecía adherirse a mi piel mientras giraba las ruedas de mi silla para regresar a la habitación. Cada metro recorrido se sentía más pesado que el anterior, aunque el cansancio físico no era lo que más pesaba en mi pecho.Era ella.La forma en que su presencia había irrumpido en mi silencio sin pedir permiso. La manera en que sus palabras habían atravesado la armadura que llevaba meses construyendo a mi alrededor. Y, sobre todo, la mirada que me había dedicado antes de marcharse, como si en sus ojos marrones se ocultara la respuesta a una pregunta que yo aún no sabía formular.“Solo con los que me importan.”
ValeriaEl sonido de mis pasos resonaba en el pasillo mientras me alejaba de la sala de fisioterapia, pero mi mente seguía atrapada en el último instante que había compartido con Fernando. Su mirada seguía grabada en mi memoria: intensa, vulnerable y cargada de algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.“Valeria…”Su voz, pronunciando mi nombre de esa manera, había despertado algo dentro de mí. Algo que llevaba semanas intentando ignorar. Pero, por mucho que me esforzara en mantener la distancia, cada día que pasaba junto a él hacía que esa barrera invisible se volviera más frágil.Me detuve frente a la puerta de mi oficina y apoyé
FernandoCuando salí de la sala de fisioterapia, las piernas me temblaban y mi respiración aún era irregular. Había sido una de esas sesiones agotadoras que me dejaban sintiéndome más débil que nunca, pero también con una extraña sensación de logro. Había avanzado un poco más, me decía Valeria con su tono suave y esperanzador, pero en el fondo, sabía que mis progresos no eran lo que realmente me pesaba.Cada vez que la veía, algo se despertaba dentro de mí, algo que no sabía cómo manejar. La proximidad de su presencia, su forma de mirarme, me hacía sentir vivo de nuevo. Pero a la vez, esa misma cercanía me aterraba. Ella era mi fisioterapeuta, una profesional que estaba aquí para ayudarme a caminar, nada más. No debía confundirme.Al llegar a mi habitación, empujé la puerta con más fuerza de la necesaria, el sonido resonando en las paredes. Me dejé caer en la silla junto a la ventana, mirando el paisaje sombrío del jardín del hospital. No me sentía realmente en control de mi vida. El
ValeriaEl pasillo estaba en silencio. A esas horas, la mayoría de los pacientes ya estaban descansando, y las luces tenues le daban al centro de rehabilitación un aire casi fantasmal. Normalmente, este era el único momento del día en el que podía respirar, en el que podía sentarme en mi oficina con una taza de té caliente y olvidar, aunque fuera por unos minutos, el peso de todas las historias que cargaba con cada paciente.Pero esa noche, algo me llevó en otra dirección.Había terminado de revisar unos informes cuando, al pasar frente a la habitación de Fernando, escuché un sonido que me detuvo en seco.No eran voces. No eran los ruidos habituales del televisor o del movimiento de su silla de ruedas.Era un sollozo ahogado.Me quedé inmóvil por un instante, dudando en si debía entrar o no. Fernando no era alguien que compartiera su dolor abiertamente. Desde el primer día, había dejado claro que no quería mi compasión ni mi lástima. Pero esto… esto era diferente.Golpeé suavemente la