Fernando
El aire fresco de la noche aún parecía adherirse a mi piel mientras giraba las ruedas de mi silla para regresar a la habitación. Cada metro recorrido se sentía más pesado que el anterior, aunque el cansancio físico no era lo que más pesaba en mi pecho.
Era ella.
La forma en que su presencia había irrumpido en mi silencio sin pedir permiso. La manera en que sus palabras habían atravesado la armadura que llevaba meses construyendo a mi alrededor. Y, sobre todo, la mirada que me había dedicado antes de marcharse, como si en sus ojos marrones se ocultara la respuesta a una pregunta que yo aún no sabía formular.
“Solo con los que me importan.”
Esas palabras seguían resonando en mi mente con la persistencia de un eco imposible de ignorar. ¿Qué había querido decir realmente? ¿Era solo una frase dicha al calor del momento o significaba algo más?
Apreté las ruedas con más fuerza, frustrado conmigo mismo por siquiera plantearme esas preguntas. No tenía tiempo para distracciones. No podía permitirme sentir algo por una mujer que, además de ser mi fisioterapeuta, representaba todo lo que ahora parecía inalcanzable para mí. Y, sin embargo, por más que intentara negarlo, la idea de verla cada día se había convertido en la única chispa capaz de atravesar la oscuridad que había invadido mi vida desde el accidente.
Al llegar a la puerta de mi habitación, la empujé con más brusquedad de la necesaria y la cerré tras de mí, dejando que el silencio del espacio me envolviera como un manto frío. La luz tenue de la lámpara de noche proyectaba sombras suaves sobre las paredes blancas, mientras el leve zumbido del aire acondicionado rompía el silencio de forma apenas perceptible.
Me deslicé hasta la cama y, con movimientos torpes, logré transferirme desde la silla hasta el colchón. La sensación del contacto con las sábanas limpias debería haber sido reconfortante, pero en lugar de eso, solo sentí el peso familiar de la frustración apretándome el pecho.
Apoyé la espalda contra el cabecero y pasé una mano por mi rostro, intentando calmar la tormenta de pensamientos que giraba en mi mente. Pero, justo cuando comenzaba a relajarme, el parpadeo de la pantalla del teléfono sobre la mesita de noche atrajo mi atención.
El nombre que apareció en la notificación hizo que la tensión volviera a apoderarse de mi cuerpo en un instante.
Isabel Domínguez
La respiración se me atascó en la garganta mientras tomaba el teléfono y deslizaba el dedo para abrir el mensaje.
Isabel: ¿Cómo estás? Perdón por no haber llamado antes. He estado ocupada.
El nudo en mi pecho se apretó con la misma intensidad que había sentido al ver su nombre durante la sesión con Valeria. Durante semanas, había esperado un mensaje como ese. Una señal de que aún le importaba. Pero ahora que lo tenía frente a mí, lo único que sentía era un vacío amargo difícil de explicar.
Mi pulgar se movió lentamente sobre la pantalla, como si las palabras que quería escribir se negaran a tomar forma. ¿Qué se suponía que debía responderle? ¿Que cada día en esta silla era una batalla contra mi propio cuerpo? ¿Que la imagen de su rostro se había desvanecido poco a poco desde la última vez que la vi? ¿O que, desde que Valeria había entrado en mi vida, algo dentro de mí había comenzado a cambiar de una manera que aún no lograba comprender?
Cerré los ojos y apreté el teléfono entre las manos, sintiendo la presión de una decisión que no estaba listo para tomar.
Cuando finalmente volví a mirar la pantalla, mis dedos se movieron casi por sí mismos.
Fernando: Estoy bien. Gracias por preguntar.
Presioné enviar antes de que la duda pudiera detenerme y dejé el teléfono sobre la mesita, como si al apartarlo pudiera alejar también los pensamientos que se arremolinaban en mi mente. Pero el nudo en mi pecho seguía ahí, recordándome que algunas heridas no se curan con palabras.
Suspiré y apagué la lámpara, dejando que la oscuridad me envolviera. Sin embargo, incluso con los ojos cerrados, la imagen de Valeria seguía ahí, grabada en mi memoria con una nitidez que me resultaba casi dolorosa.
Y, después de mucho tiempo, no supe si quería olvidarla o aferrarme a ella.
Los días siguientes transcurrieron en una rutina que, de algún modo, comenzó a sentirse menos asfixiante. Cada mañana, Valeria entraba en mi habitación con su carpeta en la mano y esa mirada firme que parecía desafiarme a superarme a mí mismo. Las sesiones de fisioterapia eran agotadoras, pero cada ejercicio realizado, cada músculo que volvía a responder, era una pequeña victoria que no podía ignorar.
Sin embargo, lo que más me desconcertaba no era el progreso físico, sino lo que sucedía entre nosotros en esos momentos de silencio entre un ejercicio y otro. Las miradas que se alargaban más de lo necesario. El roce accidental de sus dedos al ajustar una correa o corregir mi postura. La forma en que su voz parecía calar bajo mi piel de una manera que ninguna otra había logrado antes.
Y, pese a todo, ambos nos esforzábamos por mantener la distancia. Ella, por profesionalismo. Yo, porque el miedo a sentir algo por alguien que podía irse en cualquier momento seguía siendo demasiado grande.
Pero, por más que intentara negarlo, cada día que pasaba junto a ella hacía que esa barrera fuera más difícil de sostener.
Una semana después de aquel encuentro en el jardín, el destino decidió poner a prueba mi determinación de la forma más inesperada.
La sesión había terminado y, como siempre, Valeria se encontraba ordenando los implementos mientras yo recuperaba el aliento sentado en la silla. El sudor me empapaba la espalda y los brazos, pero el dolor en las piernas era más soportable que antes. Un avance pequeño, pero significativo.
—Has mejorado mucho —comentó ella sin levantar la vista—. Si sigues así, pronto podremos trabajar con las barras paralelas.
La idea de volver a ponerme de pie, aunque fuera con apoyo, provocó una mezcla de emoción y temor que no supe cómo procesar. Por eso, en lugar de responder, desvié la mirada hacia la ventana, donde el sol de la tarde se filtraba a través de las cortinas, proyectando patrones dorados sobre el suelo.
—¿En qué piensas? —preguntó Valeria, su voz más suave que de costumbre.
—En lo que viene después —respondí, sin mirarla—. Y en si seré capaz de lograrlo.
Ella se acercó lentamente hasta quedar frente a mí. La proximidad hizo que el aire pareciera volverse más denso, cargado de algo que ninguno de los dos quería nombrar.
—Lo lograrás —dijo, y en su voz no había lugar para la duda—. Pero tienes que quererlo. No por tu familia. No por lo que los demás esperan de ti. Sino por ti mismo.
Mis ojos se encontraron con los suyos, y en ese instante supe que ella entendía más de lo que decía. Que había visto más allá de mi fachada de sarcasmo y orgullo, y aún así había decidido quedarse.
El silencio que siguió fue demasiado largo. Demasiado peligroso.
—Valeria… —Mi voz salió más ronca de lo que esperaba.
Ella parpadeó, como si se diera cuenta del límite invisible que ambos estaban a punto de cruzar. Dio un paso atrás, rompiendo la tensión de golpe.
—Es todo por hoy —dijo, recuperando su tono profesional—. Descansa y nos vemos mañana.
Y, antes de que pudiera decir algo más, se giró y salió de la sala.
Me quedé allí, con el eco de su voz aún resonando en el aire y el corazón latiendo con un ritmo que nada tenía que ver con el esfuerzo físico.
Porque, aunque no quería admitirlo, una parte de mí ya había comenzado a desear lo único que sabía que no podía tener.
ValeriaEl sonido de mis pasos resonaba en el pasillo mientras me alejaba de la sala de fisioterapia, pero mi mente seguía atrapada en el último instante que había compartido con Fernando. Su mirada seguía grabada en mi memoria: intensa, vulnerable y cargada de algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.“Valeria…”Su voz, pronunciando mi nombre de esa manera, había despertado algo dentro de mí. Algo que llevaba semanas intentando ignorar. Pero, por mucho que me esforzara en mantener la distancia, cada día que pasaba junto a él hacía que esa barrera invisible se volviera más frágil.Me detuve frente a la puerta de mi oficina y apoyé
FernandoCuando salí de la sala de fisioterapia, las piernas me temblaban y mi respiración aún era irregular. Había sido una de esas sesiones agotadoras que me dejaban sintiéndome más débil que nunca, pero también con una extraña sensación de logro. Había avanzado un poco más, me decía Valeria con su tono suave y esperanzador, pero en el fondo, sabía que mis progresos no eran lo que realmente me pesaba.Cada vez que la veía, algo se despertaba dentro de mí, algo que no sabía cómo manejar. La proximidad de su presencia, su forma de mirarme, me hacía sentir vivo de nuevo. Pero a la vez, esa misma cercanía me aterraba. Ella era mi fisioterapeuta, una profesional que estaba aquí para ayudarme a caminar, nada más. No debía confundirme.Al llegar a mi habitación, empujé la puerta con más fuerza de la necesaria, el sonido resonando en las paredes. Me dejé caer en la silla junto a la ventana, mirando el paisaje sombrío del jardín del hospital. No me sentía realmente en control de mi vida. El
ValeriaEl pasillo estaba en silencio. A esas horas, la mayoría de los pacientes ya estaban descansando, y las luces tenues le daban al centro de rehabilitación un aire casi fantasmal. Normalmente, este era el único momento del día en el que podía respirar, en el que podía sentarme en mi oficina con una taza de té caliente y olvidar, aunque fuera por unos minutos, el peso de todas las historias que cargaba con cada paciente.Pero esa noche, algo me llevó en otra dirección.Había terminado de revisar unos informes cuando, al pasar frente a la habitación de Fernando, escuché un sonido que me detuvo en seco.No eran voces. No eran los ruidos habituales del televisor o del movimiento de su silla de ruedas.Era un sollozo ahogado.Me quedé inmóvil por un instante, dudando en si debía entrar o no. Fernando no era alguien que compartiera su dolor abiertamente. Desde el primer día, había dejado claro que no quería mi compasión ni mi lástima. Pero esto… esto era diferente.Golpeé suavemente la
Fernando Cada sesión con Valeria se estaba volviendo una prueba. No solo física, sino mental. Desde aquella noche en la que me permitió llorar en su hombro, todo parecía haber cambiado entre nosotros. No hablábamos de ello. No mencionábamos lo que pasó. Pero lo sentíamos. Y aunque ninguno de los dos lo admitiera, estaba ahí.Era algo que había comenzado de forma inocente, con ella solo como mi fisioterapeuta. Al principio, la relación se limitaba al ejercicio, al dolor, a los avances en mi movilidad. Pero después de aquella noche, después de que se rompiera algo dentro de mí, las cosas se volvían cada vez más difíciles de manejar.Hoy, en lugar de usar las barras paralelas o la camilla, me pidió que trabajáramos en el suelo. Estaba claro que ya no podíamos seguir con lo mismo de siempre, con los ejercicios que ya conocía. Valeria quería dar un paso más.—Quiero que hagamos ejercicios de estiramiento —explicó mientras colocaba una colchoneta—. Tu espalda baja aún está tensa, y necesit
Valeria Esa mañana, la ansiedad me estaba comiendo viva.Desde aquella sesión, en la que un toque, una simple caricia de mi mano sobre su piel, había alterado todo, algo dentro de mí había cambiado. No podía dejar de pensar en el peso de su cercanía, en el susurro del aire cuando nuestras miradas se encontraron. El roce accidental, la tensión que lo acompañó, el silencio que lo siguió… todo estaba atrapado en mi mente, como una pesadilla que no podía alejar.Mi corazón aún latía más rápido de lo que debería cada vez que lo veía. Y hoy no era diferente.Había algo en él que bloqueaba mi cerebro. Algo que no podía controlar. No solo sus ojos, tan intensos, sino la forma en que se volvía vulnerable, de manera tan inesperada, cuando bajaba la guardia. Era en esos momentos cuando, sin quererlo, me mostraba quién era realmente, mucho más allá de la fachada de hombre orgulloso que intentaba mantener.Me senté frente al escritorio en mi oficina, sintiendo cómo la ansiedad recorría cada rincó
Fernando El día había comenzado como cualquier otro. La misma rutina de siempre: las sesiones de fisioterapia, los movimientos repetitivos que intentaban devolverme algo de lo que había perdido, la misma mirada de Valeria cada vez que me pedía que empujara un poco más, que intentara un poco más. Era el tipo de relación que me había acostumbrado a tener con ella. Profesional. Directa. Sin rodeos.Pero ese día fue mi turno de cambiar.Todo comenzó cuando mi madre, como siempre, entró en la habitación sin avisar, con esa mirada de desaprobación que ya me era tan familiar. La había notado mirando el reloj constantemente, como si me estuviera presionando con cada segundo que pasaba. Sabía lo que iba a decir antes de que hablara.—Fernando, ¿cuánto tiempo más vas a seguir con estas tonterías? —dijo, con tono tajante.Valeria estaba de pie junto a mí, ayudándome a hacer los ejercicios de equilibrio. No dijo nada, pero pude ver cómo sus hombros se tensaron al escuchar las palabras de mi madre
Valeria Era una de esas mañanas cálidas en las que el sol entraba por las ventanas del centro de rehabilitación, bañando el pasillo en una luz suave que siempre me hacía sentir más tranquila. Después de semanas de trabajar con Fernando, de observar sus avances, sabía que hoy iba a ser un día importante. Había notado que su determinación estaba en su punto más alto, pero también veía la presión en sus ojos. Quería tanto superar esto, tanto volver a ser el hombre que había sido antes del accidente, que cada vez se forzaba más, como si tuviera que correr para alcanzar lo que había perdido.—Hoy quiero probar algo nuevo —dije mientras ajustaba las barras paralelas, preparándolas para el ejercicio. Sabía que había avanzado mucho, pero tenía que seguir empujándolo, aunque siempre con cuidado y paciencia. Toda la paciencia que Fernando necesitara.Fernando se sentó al borde de la camilla, mirando las barras con una mezcla de determinación y algo parecido al miedo. Mientras se trasladaba a su
Fernando Los días comenzaron a desdibujarse, uno tras otro, como si el tiempo ya no tuviera la misma consistencia que antes. Había algo extraño en la manera en que me sentía últimamente. Algo que dolí profundo en mi, pero que no era capaz de explicar, ni siquiera a mí mismo.Cada sesión con Valeria me dejaba con una sensación agridulce. Sabía que estaba avanzando físicamente, que mi cuerpo comenzaba a responder nuevamente a mis esfuerzos. Pero la verdadera lucha, la que me carcomía por dentro, no era la que se libraba en las barras paralelas o en la camilla. La verdadera batalla estaba en mi pecho, entre la necesidad de sanar y la creciente presión de no ser el hombre que solía ser.No era solo el dolor físico lo que me detenía. Lo que me ataba era el miedo. El miedo de que nunca volvería a ser el mismo, el miedo de que mis emociones, mi vulnerabilidad, no fueran suficientes para merecer algo más. Algo más allá de esta rutina, más allá de la rehabilitación que parecía ser la única res