Valeria Las decisiones que duelen son, casi siempre, las que más importan.Esa fue la frase que se repitió en mi cabeza durante toda la mañana mientras me dirigía al despacho del director clínico. Caminaba como si el suelo temblara bajo mis pies, como si cada paso que daba me alejara de la seguridad que hasta hacía poco sentía dentro de esta institución.La clínica había sido mi casa durante años. Aquí aprendí lo que significaba cuidar, tratar, sostener. Aquí me convertí en la profesional que siempre soñé ser.Pero también fue aquí donde conocí a Fernando Casteli. Y ese encuentro lo cambió todo.Golpeé la puerta suavemente, y cuando escuché el “adelante”, supe que no había vuelta atrás.El director estaba solo, detrás de su escritorio, con una carpeta abierta frente a él. No me pidió que me sentara. Me ofreció una mirada seria, una de esas que no deja espacio para sonrisas.—Señorita Cruz —comenzó—. Recibimos una queja formal de la familia Casteli. En ella exigen su remoción inmediat
Fernando CasteliPasaban de las once y aún no lograba decidirme. Tenía la tablet sobre el regazo, la pantalla llena de búsquedas abiertas: restaurantes, cafeterías con terraza, lugares tranquilos cerca de la clínica. No quería un sitio demasiado elegante —no podía llevar traje ni caminar del brazo de Valeria aún—, pero tampoco algo tan simple que no mostrara el esfuerzo que estaba haciendo. Era nuestra primera cita. Nuestra primera oportunidad de ser algo más allá de estas paredes.No podía arruinarlo.Me detuve en una página que mostraba un restaurante con vista al lago, iluminación cálida y un menú sencillo pero con estilo. Sonreí. Podía imaginarla ahí, frente a mí, con esa mirada suave que usaba cuando estaba a punto de reírse. Podía imaginar el viento moviéndole el cabello, y yo conteniéndome para no acariciarla.Un golpeteo en la puerta me sacó del momento.—Señor Casteli, es hora de su sesión —dijo una voz seca, y se me congeló la espalda.Mariela.La terapeuta asignada tras el
ValeriaSentada junto a la cama de Fernando, con mis dedos entrelazados con los suyos, me sentí por fin en calma.Era la primera vez, en días, que podía respirar sin la presión de la clínica, sin sentir que estaba caminando por un campo minado. No tenía uniforme, ni reloj marcando mis horas de atención, ni jerarquías a las que responder. Solo estaba yo. Yo con él. Y eso me bastaba.Fernando me miraba en silencio, sus ojos fijos en mi rostro, como si buscara memorizar cada gesto. Sus pupilas, más suaves que nunca, se sentían como un hogar. No podía seguir callando.—Hoy entregué la carta —le dije en voz baja, como si el mundo fuera a cambiar otra vez con solo decirlo en voz alta.Él no respondió de inmediato. Apretó mis dedos, y eso fue suficiente para que me atreviera a continuar.—Fue la decisión más difícil que he tomado. Pero también la más honesta. No podía seguir allí fingiendo que tú no eras parte de mí, que mis sentimientos podían quedarse al margen mientras tú seguías luchando
Fernando A veces el silencio pesa más que cualquier grito. Y esa noche, el silencio me estaba ahogando.Estaba tendido en mi cama, con Valeria a mi lado. Su presencia era suave, reconfortante. Sentía su cuerpo pegado al mío, su mano acariciando con calma el dorso de la mía, como si pudiera leer todo lo que me estaba callando. Y era mucho.Desde que mis padres se marcharon con esa frialdad, no había dicho una palabra. Solo había escuchado mis propios pensamientos, dándome vueltas como cuchillos que no terminan de hundirse. Y ella había estado ahí. Sin pedir nada. Sin exigirme que hablara. Solo estando. Respirando a mi ritmo. Cuidándome.Ya no quería escuchar más a esa familia.Las palabras de mi madre seguían rebotando en mi mente como un eco cruel, y necesitaba que se detuviera, porque lo peor de todo no era lo que dijo, sino la forma en que lo dijo. Como si cada palabra fuera una verdad absoluta, como si me estuviera haciendo un favor al recordarme mi nuevo lugar en el mundo: debajo
Valeria La clínica estaba más silenciosa de lo habitual esa tarde. El pasillo que conducía a la habitación de Fernando tenía un aire distinto. No era exactamente calma… era concentración, como si el aire contuviera un leve zumbido de propósito. Toqué suavemente antes de empujar la puerta.—¿Fernando?No hubo respuesta inmediata, pero al asomar la cabeza, lo vi. Estaba sentado en su silla, frente a la pequeña mesa plegable que se instalaba junto a la ventana. Sobre la superficie, un computador portátil, varios documentos impresos y un cuaderno de anotaciones se esparcían como si el espacio ya no fuera una habitación clínica, sino una oficina improvisada.Lo observé unos segundos antes de anunciarme de nuevo. Sus dedos bailaban sobre el teclado con soltura, como si la rehabilitación y el dolor físico fueran solo una distracción menor comparados con lo que tenía entre manos. Entonces, me vio.—Valeria —susurró, como si mi nombre le aliviara el alma. Dejó a un lado el teclado y estiró un
El aire en mi habitación era más espeso que nunca. Como si cada molécula supiera lo que estaba a punto de ocurrir. El silencio pesaba. La tensión, incluso antes de que entraran, ya me tenía el estómago revuelto.Mi abogado, Gustavo Molina, estaba junto a mí, de pie, con sus papeles organizados, el rostro severo pero sereno. Yo estaba en mi silla, con las manos apoyadas sobre los reposabrazos, las piernas inmóviles, pero el corazón latiendo como si fuera a salir disparado.La puerta se abrió puntual, a las diez en punto. Mi madre fue la primera en entrar, impecable, el perfume caro impregnando el aire. Luego mi padre, serio, frío como siempre. Cerraron la puerta con cuidado, como si esto fuera una escena demasiado delicada para permitir testigos.—Fernando —dijo mi madre en tono formal, tomando asiento—. ¿Por qué nos citaste?Gustavo carraspeó, tomando la palabra.—Gracias por venir. El señor Casteli ha solicitado esta reunión para comunicarles una decisión definitiva respecto a su sit
ValeriaLa clínica tenía ese murmullo calmo de los fines de semana: menos pasos, menos voces, menos urgencias. Caminé por el pasillo con el corazón latiendo fuerte, sosteniendo mi bolso como si fuera un escudo. Había elegido un vestido sencillo, de tela suave y caída ligera, en un tono marfil que me hacía sentir bonita sin esfuerzo. El cabello suelto, un poco de rubor, brillo en los labios. Quería que Fernando me viera como soy. Sin uniformes. Sin barreras.Toqué la puerta de su habitación, y cuando la abrí, no estaba preparada para lo que vi.Fernando giró hacia mí desde la ventana, y por un instante, creí estar frente a otro hombre. Llevaba una camisa azul marino entallada, con el primer botón abierto y unas mangas arremangadas con precisión. Un reloj elegante en su muñeca izquierda. Pantalones oscuros, sin una sola arruga, y zapatos que no eran clínicos ni cómodos, sino refinados. La ropa no solo le quedaba bien. Le devolvía una presencia que, por momentos, creí olvidada.Y todo gr
Fernando El sonido del reloj era lo único que rompía el silencio ensordecedor de la habitación. Tic-tac. Tic-tac. Cada segundo pasaba con una lentitud insoportable, como una burla cruel del tiempo, recordándome lo que había perdido.Me quedé mirando mis piernas, inmóviles sobre el reposapiés de la silla de ruedas, como si esperara que en cualquier momento volvieran a moverse. Como si todo esto fuera una pesadilla de la que en algún momento despertaría. Pero no lo era.Mis manos se aferraron con fuerza a los reposabrazos de la silla, los nudillos blancos por la presión contenida. Sentía el cuerpo entumecido, como si ya no me perteneciera. Antes del accidente, mi vida estaba completamente bajo control. Me levantaba temprano, hacía ejercicio, cerraba negocios, tomaba decisiones importantes. Ahora no podía hacer ni lo más básico sin ayuda.El médico había dicho que aún había posibilidades de recuperación con rehabilitación intensiva. Pero nadie podía garantizarme nada. La posibilidad de