Entre sus pasos y mi corazón
Entre sus pasos y mi corazón
Por: S. Jung
Las cadenas invisibles

Fernando 

El sonido del reloj era lo único que rompía el silencio ensordecedor de la habitación. Tic-tac. Tic-tac. Cada segundo pasaba con una lentitud insoportable, como una burla cruel del tiempo, recordándome lo que había perdido.

Me quedé mirando mis piernas, inmóviles sobre el reposapiés de la silla de ruedas, como si esperara que en cualquier momento volvieran a moverse. Como si todo esto fuera una pesadilla de la que en algún momento despertaría. Pero no lo era.

Mis manos se aferraron con fuerza a los reposabrazos de la silla, los nudillos blancos por la presión contenida. Sentía el cuerpo entumecido, como si ya no me perteneciera. Antes del accidente, mi vida estaba completamente bajo control. Me levantaba temprano, hacía ejercicio, cerraba negocios, tomaba decisiones importantes. Ahora no podía hacer ni lo más básico sin ayuda.

El médico había dicho que aún había posibilidades de recuperación con rehabilitación intensiva. Pero nadie podía garantizarme nada. La posibilidad de quedarme así para siempre era real.

Aparté la mirada de mis piernas y la dirigí hacia la ventana. Afuera, los jardines del centro de rehabilitación se extendían como un recordatorio de todo lo que ya no podía hacer. Vi a un hombre de unos cincuenta años caminando con un bastón mientras una enfermera lo guiaba con paciencia. A su lado, otro paciente, más joven, intentaba dar un paso con ayuda de una prótesis.

Todos tenían algo en común. La esperanza.

Yo no quería esperanza. No quería vivir de ilusiones o falsas expectativas. Quería mi vida de vuelta.

El sonido de la puerta al abrirse interrumpió mis pensamientos.

—Fernando, ya es hora de que dejes de lamentarte —dijo mi madre, Victoria, entrando en la habitación con su andar elegante y una expresión severa.

Detrás de ella venía mi padre, Arturo, siempre con su postura rígida y la mirada calculadora de un hombre de negocios.

—Si sigues con esa actitud —continuó mi madre, con su tono condescendiente—, nunca vas a mejorar.

Inspiré hondo, sintiendo la rabia acumularse en mi pecho.

—¿Dejar de lamentarme? —repetí con una sonrisa amarga—. ¿Es eso lo que creen que estoy haciendo?

—Lo que creemos —intervino mi padre, cruzando los brazos— es que debes demostrar más voluntad. La empresa te necesita. No puedes permitirte...

Se detuvo.

Yo sabía lo que quería decir.

No puedes permitirte ser un inválido.

Mi mandíbula se tensó.

—No, por supuesto que no podemos permitirnos eso, ¿verdad? —solté con sarcasmo—. No importa si yo me siento como una m****a, mientras la empresa esté bien.

—¡Fernando! —exclamó mi madre, indignada.

Mi padre me dirigió una mirada fría antes de alisar las mangas de su traje.

—No conseguiremos nada si sigue así —dijo con voz firme, dándose la vuelta para salir de la habitación.

Mi madre lo siguió, cerrando la puerta tras de sí.

Y ahí estaba de nuevo. Solo.

Aparté la vista y miré el teléfono sobre la mesita de noche. Ninguna llamada. Ningún mensaje.

Deslicé el dedo sobre la pantalla hasta encontrar la conversación con Isabel.

Fernando: ¿Vendrás hoy?

Isabel: Lo siento, tengo trabajo. Tal vez mañana.

Tal vez mañana.

Pero el mañana nunca llegaba.

Habían pasado dos semanas desde la última vez que vino a verme. Al principio, entendí que necesitaba tiempo. Todo esto había sido un golpe para ella también. Pero cuando dejó de llamarme, cuando dejó de responder mis mensajes con algo más que frases cortas y sin emoción, lo supe.

Se estaba alejando.

Y yo no podía hacer nada para evitarlo.

Tiré el teléfono sobre la cama con rabia. Lo último que necesitaba era más pruebas de lo jodido que estaba.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el respaldo de la silla, tratando de ignorar la opresión en mi pecho. No tenía hambre. No tenía ganas de hablar con nadie. Ni siquiera tenía ganas de salir de esta habitación.

Un golpe en la puerta me hizo abrir los ojos.

—Adelante —gruñí.

La puerta se abrió lentamente y una mujer entró. No era una enfermera. Era alguien nuevo.

Su cabello castaño ondulado caía sobre sus hombros, y sus ojos marrones se posaron en mí con una mezcla de determinación y calidez. Vestía una bata blanca y llevaba una carpeta con mi nombre en la mano.

—Buenos días, señor Casteli —dijo con voz firme, dejando la carpeta sobre la mesa—. Soy Valeria Cruz, su nueva fisioterapeuta.

Su tono era profesional, pero había algo en su mirada que me molestó.

—¿Otra terapeuta? —bufé, con los brazos cruzados—. ¿Cuánto tiempo piensan seguir enviando gente que no puede hacer nada por mí?

Ella no se inmutó.

—No estoy aquí para hacer milagros, señor Casteli. Estoy aquí para ayudarlo a dar el primer paso. Pero eso depende de usted.

Hubo un silencio pesado entre nosotros.

Ella se quedó ahí, observándome con calma, sin rastro de compasión en sus ojos.

No como el resto.

Todos los demás me miraban con lástima. Mi familia, los médicos, incluso Isabel cuando aún venía a verme.

Pero Valeria no.

Ella no me veía como un hombre roto.

Me veía como un desafío.

Y por alguna razón, eso me molestó aún más.

Apreté la mandíbula y aparté la mirada.

—No voy a perder mi tiempo en esto.

Escuché el sonido de la silla moviéndose y pensé que se iría.

Pero no lo hizo.

—Eso es exactamente lo que está haciendo —dijo con serenidad—. Perder su tiempo.

Mi cabeza se giró bruscamente hacia ella.

—¿Disculpa?

—No le voy a mentir, señor Casteli. Su caso no es fácil. Su recuperación depende de muchos factores, pero lo más importante es su actitud. Y por lo que veo, usted mismo es su peor enemigo.

Me quedé mirándola, atónito.

Nadie me hablaba así.

Ni siquiera mi familia.

Valeria tomó la carpeta y la abrió, hojeando algunos documentos.

—Vamos a empezar con ejercicios básicos de movilidad. No será fácil, y probablemente lo odiará. Pero si quiere volver a caminar, necesita empezar ahora.

—¿Y si no quiero?

Cerró la carpeta y me miró de frente.

—Eso es decisión suya. Pero si sigue esperando a que alguien lo convenza de que vale la pena intentarlo, quizás nunca vuelva a caminar.

Mis dedos se crisparon sobre el apoyabrazos.

—¿Por qué te importa?

Ella me sostuvo la mirada por un instante.

—Porque sé lo que es perder a alguien que no luchó lo suficiente.

No esperé esa respuesta.

Algo en su expresión se suavizó, pero solo por un segundo antes de que volviera a su postura profesional.

—Nos vemos mañana, señor Casteli.

Dio media vuelta y salió de la habitación.

La puerta se cerró y me quedé mirando el espacio donde había estado, con un nudo extraño en la garganta.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que alguien me veía de verdad.

No como el hombre que había sido.

Ni como el inválido que temía ser.

Solo como Fernando.

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