El dolor necesario

Fernando 

El sonido de la puerta al cerrarse detrás de Valeria pareció sellar mi destino para la siguiente hora. Sentado en la silla de ruedas junto a la camilla, observé cómo ella organizaba los implementos necesarios para la sesión. Su postura era recta, sus movimientos precisos y calculados, como si nada en el mundo pudiera desviarla de su propósito.

Mi mandíbula se tensó al recordar la sesión del día anterior. Cada músculo de mi cuerpo seguía doliendo, recordándome lo lejos que estaba de ser el hombre que solía ser. Y, sin embargo, algo dentro de mí se había encendido. No era solo la frustración o el deseo de volver a caminar. Era la forma en que Valeria me miraba, como si viera algo en mí que yo había olvidado que existía.

—Hoy trabajaremos en fortalecer la parte baja de su espalda y la musculatura de las piernas —dijo, interrumpiendo mis pensamientos—. Este ejercicio es fundamental para recuperar el equilibrio y la estabilidad necesarios para caminar.

Su tono era profesional, pero no podía ignorar el leve matiz de determinación que siempre acompañaba sus palabras. Como si, de algún modo, estuviera tan comprometida con mi recuperación como yo debería estarlo.

—¿Y qué pasa si no tengo suficiente fuerza para lograrlo? —pregunté con un deje de amargura.

Ella se giró hacia mí y sostuvo mi mirada con la suya.

—Entonces trabajaremos hasta que la tenga.

Sus palabras fueron simples, pero en ellas había una certeza que atravesó la barrera de mi escepticismo. No había promesas vacías ni frases de consuelo. Solo un reto silencioso, esperando a que yo decidiera aceptarlo.

—Está bien —dije finalmente, apartando la vista—. Empecemos.

Valeria asintió y se acercó a mí, ubicándose a mi lado con naturalidad. La proximidad inevitable hizo que mi respiración se volviera un poco más profunda. Podía sentir el calor de su cuerpo a través de la delgada tela de mi camiseta deportiva, y el leve aroma a lavanda y cítricos volvió a envolverme, despertando una extraña mezcla de calma y tensión.

—Voy a ayudarlo a trasladarse a la camilla —dijo, colocando una mano suave pero firme en mi hombro.

—Puedo hacerlo solo —respondí de inmediato, sin mirarla.

No esperaba que ella retrocediera, pero lo hizo. Dio un paso atrás y cruzó los brazos, observándome con esa expresión impasible que tanto lograba desconcertarme.

—Adelante, entonces.

Apreté los dientes y coloqué las manos sobre los reposabrazos de la silla. La tensión en los brazos fue inmediata, recordándome el esfuerzo del día anterior. Respiré hondo y me impulsé hacia adelante, concentrándome en no perder el equilibrio. Fue más difícil sin el toque fugaz de sus manos, pero necesitaba hacerlo por mi mismo. Mis piernas apenas respondieron, y el dolor en la parte baja de la espalda se intensificó al tratar de estabilizarme.

Otra vez pensé que iba a caer, solo que esta vez, parecía ser real. Pero antes de que pudiera siquiera titubear, sentí nuevamete las manos de Valeria en mi cintura, firmes y seguras.

—No es ayuda —susurró junto a mi oído. Tan cerca, que sus labios casi rozaron mi piel—. Solo un apoyo para que no caiga.

La proximidad de su voz y el calor de sus manos hicieron que mi corazón se acelerara de una manera que no tenía nada que ver con el ejercicio. Tragué saliva y logré sentarme en la camilla, esforzándome por recuperar la compostura.

Ella se apartó en silencio, dándome espacio mientras preparaba las bandas elásticas y las pesas que usaríamos. Yo desvié la mirada hacia la ventana, tratando de ignorar el eco de su toque en mi piel.

Concéntrate, m*****a sea.

—Empezaremos con ejercicios de extensión lumbar —dijo, acercándose nuevamente—. Necesito que se acueste boca abajo.

Con un esfuerzo torpe, logré girarme y acomodarme en la posición indicada. La rigidez de la camilla contra mi pecho me resultó incómoda, pero no dije nada.

—Voy a colocar una banda elástica alrededor de sus tobillos para añadir resistencia —explicó mientras se agachaba junto a la camilla—. El objetivo es levantar las piernas hacia arriba, activando los músculos de la zona lumbar y los glúteos.

Sentí sus dedos rozar mi piel mientras ajustaba la banda por encima de los pantalones deportivos. Era vergonzoso estar en esa posición, y  más con el contacto fugaz que era suficiente para que mi respiración se volviera un poco más pesada, pero me obligué a concentrarme. Esto no era un juego. Era mi oportunidad de recuperar el control sobre mi cuerpo.

—A la cuenta de tres —dijo—. Uno... dos... tres.

Hice fuerza para levantar las piernas, pero apenas logré separarlas unos centímetros de la camilla antes de que el dolor y la falta de fuerza me hicieran temblar. El esfuerzo arrancó un gruñido involuntario de mi garganta, pero no me detuve. Entonces volví a setirla.

Sus manos tocaron mi espalda baja, presionando con suavidad.

—Bien —dijo Valeria—. Mantenga la posición durante cinco segundos. Cuatro… tres… dos… uno. Baje lentamente.

Mientras descendía mis piernas, Valeria acarició mi espalda baja. Y sabía que era un maldito movimiento terapeútico, pero había algo en sus manos y en la forma en que me tocaba que deshacía. Nadia, nunca, había hecho algo así. Mis piernas cayeron de golpe sobre la camilla, y el impacto hizo que soltara un suspiro entrecortado. El dolor irradiaba desde la base de mi espalda hasta los muslos, como un fuego abrasador que amenazaba con consumir cada parte de mi voluntad. 

Valeria se ubicó frente a mí, y extendió su cuerpo sobre el mío, masajeando mi espalda. Luego se movió, hasta poder presionar mis muslos para que se relajaran. Fue breve y profesional, pero mi entrepiernas no pensaba lo mismo.

—Otra vez —ordenó ella, sin darme tiempo para recuperarme.

Apreté los dientes y volví a levantar las piernas. Esta vez, el temblor comenzó casi de inmediato, pero aguanté los cinco segundos antes de dejarlas caer de nuevo, siempre con su mano presionando con suavidad justo en la curvatura que daba inicio a mi trasero. Una m*****a verguenza.

—Una más —dijo con voz firme.

—¿Te divierte verme sufrir? —solté entre jadeos.

—Me divierte ver de lo que es capaz alguien cuando deja de autocompadecerse —respondió sin titubear.

Su respuesta fue como un latigazo directo a mi orgullo. La rabia y la frustración se mezclaron con el dolor físico, impulsándome a levantar las piernas con más fuerza, desafiando los límites de mi resistencia.

—¡Así está bien! —exclamó Valeria, y por primera vez, su voz tuvo un matiz de entusiasmo.

Los cinco segundos parecieron una eternidad, pero logré mantenerme hasta el final antes de dejarme caer sobre la camilla, el pecho subiendo y bajando con cada respiración agitada.

—Muy bien, Fernando —dijo, y esta vez mi nombre sonó diferente en sus labios. Más cercano. Más real.

Me quedé inmóvil, sintiendo el sudor pegado a la piel, el latido acelerado en las sienes, y sus manos subiendo y bajando por la curvatura de mi espalda, con la presión suficiente que el tratamiento necesitaba. La habitación parecía más silenciosa ahora, como si todo el ruido del mundo se hubiera desvanecido, dejándonos solo a nosotros dos.

Sentí el leve roce de su mano en mi hombro, apenas un toque, pero suficiente para hacerme girar la cabeza hacia ella.

—Lo hizo bien —dijo, con una leve sonrisa que iluminó sus ojos marrones.

Abrí la boca para responder, pero las palabras se atoraron en mi garganta. Por un momento, todo lo que pude hacer fue mirarla, atrapado en algo que no terminaba de comprender.

Fue entonces cuando el sonido del teléfono interrumpió el momento.

El maldito teléfono.

Valeria se apartó con rapidez y yo giré la cabeza hacia la mesita donde había dejado el dispositivo antes de la sesión. El nombre que apareció en la pantalla fue como un puñetazo directo al pecho.

Isabel Domínguez.

El aire pareció volverse más denso mientras mi mente se dividía entre la necesidad de responder y el deseo de ignorar la llamada. Mi mano tembló levemente antes de que lograra estirarla hacia el teléfono, pero antes de que pudiera alcanzarlo, el sonido cesó.

Silencio.

Cerré los ojos, sintiendo la punzada de algo que no quería nombrar.

—¿Quiere que terminemos por hoy? —preguntó Valeria, su tono nuevamente profesional.

Negué con la cabeza y dejé caer el brazo sobre la camilla.

—No. Sigamos.

Ella no dijo nada más. Simplemente continuó con los ejercicios, como si nada hubiera ocurrido. Pero yo sabía que algo había cambiado. Algo dentro de mí había comenzado a romperse, dejando pasar una luz que no estaba seguro de querer ver.

Y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que el dolor ya no era mi mayor enemigo.

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