Bajo la piel

Valeria 

El sonido rítmico de mis pasos resonaba en el pasillo mientras salía de la sala de fisioterapia. Aún podía sentir el eco de las palabras de Fernando en mi mente, mezclado con la tensión casi palpable que había llenado el aire durante toda la sesión. No había sido fácil. Su resistencia inicial, su sarcasmo y esa mirada cargada de frustración y orgullo herido habrían desalentado a cualquiera. Pero yo no era cualquiera.

Me detuve frente a la estación de enfermería y solté un suspiro, tratando de ordenar los pensamientos que se agolpaban en mi cabeza.

—¿Cómo te fue con el señor Casteli? —preguntó Clara, levantando la vista de la pantalla de la computadora con una sonrisa curiosa.

—Tan difícil como esperaba —respondí, apoyando las manos en el mostrador—. Es terco, orgulloso y está lleno de rabia... pero no se ha rendido. Todavía hay algo en él que quiere luchar, aunque no quiera admitirlo.

Clara asintió con comprensión, entrelazando las manos sobre el escritorio.

—Dicen que antes del accidente era un hombre muy diferente. Seguro que le cuesta aceptar su situación.

—Lo sé —murmuré, bajando la mirada.

¿Cómo no iba a saberlo? Había visto esa misma lucha en los ojos de mi hermano, Santiago, durante los meses que siguieron a su accidente. La diferencia era que, mientras Santiago se había dejado consumir por la desesperación, algo en Fernando me decía que aún había una chispa de esperanza escondida bajo toda esa amargura. Solo necesitaba alguien que lo ayudara a encontrarla.

—Bueno, al menos lograste que se presentara a la sesión completa —añadió Clara con una sonrisa—. Eso ya es un avance.

Le devolví la sonrisa con un gesto cansado antes de despedirme y dirigirme a mi oficina. Cerré la puerta tras de mí y me dejé caer en la silla, dejando la carpeta de Fernando sobre el escritorio. El silencio del pequeño espacio me envolvió, y durante un momento cerré los ojos, permitiéndome procesar todo lo que había ocurrido en la última hora.

Cada movimiento de sus músculos, cada tensión en su mandíbula, cada suspiro contenido mientras luchaba por no mostrar debilidad... Lo había sentido todo. Era imposible trabajar tan cerca de alguien sin percibir las emociones que vibraban bajo su piel. Pero lo que más había quedado grabado en mi mente era su mirada.

Esos ojos verdes, cargados de dolor y orgullo, habían chocado con los míos en más de una ocasión durante la sesión. Y cada vez que lo hacían, sentía que algo dentro de mí se estremecía de una manera que no quería reconocer.

Sacudí la cabeza y abrí la carpeta, obligándome a concentrarme en los aspectos técnicos del tratamiento. Repasé los ejercicios realizados y tomé nota de los ajustes que debía hacer para las próximas sesiones. Su movilidad era limitada, pero había potencial. Si lograba fortalecer los músculos de las piernas y reactivar la conexión neuromuscular, las probabilidades de que volviera a caminar eran reales.

Pero sabía que el verdadero desafío no era físico. Era emocional.

Fernando tenía que querer caminar. Y, por lo que había visto hoy, esa batalla aún no estaba ganada.

La tarde transcurrió entre sesiones con otros pacientes y reuniones con el equipo médico. A pesar de estar acostumbrada a las largas jornadas de trabajo, sentía un cansancio inusual que no lograba sacudirme de encima. Era como si la intensidad emocional del encuentro con Fernando hubiera dejado una marca invisible en mi cuerpo.

Cuando finalmente terminé mi turno, el sol ya comenzaba a teñir el cielo de tonos anaranjados. Me despedí de mis compañeros y salí del edificio, respirando hondo el aire fresco de la tarde. Caminé por los jardines del centro, disfrutando del crujir de las hojas secas bajo mis pies mientras intentaba despejar mi mente.

Pero, por más que lo intentara, la imagen de Fernando seguía ahí.

Lo recordaba esforzándose por trasladarse de la silla a la camilla sin aceptar mi ayuda. Recordaba la tensión de sus músculos mientras movía sus piernas, y la forma en que había contenido el dolor sin emitir un solo quejido. Y, sobre todo, recordaba la intensidad con la que me había mirado al final de la sesión, cuando logró regresar a la silla por sí mismo.

—¿Por qué te importa? —había preguntado él.

“Porque sé lo que es perder a alguien que no luchó lo suficiente.”

Esas palabras habían salido de mis labios antes de que pudiera detenerlas. Y, aunque no había dado más explicaciones, supe por la expresión en sus ojos que había entendido más de lo que yo quería admitir.

Me detuve junto a una fuente de piedra en el centro del jardín y me senté en el borde, dejando que la brisa fresca acariciara mi rostro. Mi mirada se perdió en el reflejo del agua mientras los recuerdos de Santiago regresaban a mi mente, tan nítidos como si hubieran ocurrido ayer.

Su sonrisa despreocupada. Sus bromas constantes. La forma en que solía alborotar mi cabello para molestarme. Todo eso había desaparecido el día de su accidente. Y, aunque había sobrevivido, nunca volvió a ser el mismo. La depresión lo consumió poco a poco, hasta que ni siquiera el amor de nuestra familia pudo alcanzarlo.

Yo había intentado ayudarlo. Había estudiado fisioterapia en parte por él, con la esperanza de devolverle la movilidad y la esperanza. Pero no había sido suficiente. Él había renunciado antes de que yo pudiera salvarlo.

—No voy a dejar que vuelva a suceder —murmuré para mí misma, apretando los puños sobre mi regazo.

No pude salvar a Santiago. Pero tal vez... solo tal vez, podía salvar a Fernando.

Cuando regresé a mi apartamento dentro del complejo, la luz del atardecer teñía las paredes de tonos cálidos. Me descalcé al entrar y dejé la mochila junto a la puerta antes de dirigirme a la cocina para prepararme una taza de té. El aroma a manzanilla se extendió por la pequeña estancia mientras vertía el agua caliente en la taza y me dirigía al sofá.

Me senté con las piernas cruzadas, sosteniendo la taza entre las manos para aprovechar su calor, y volví a abrir la carpeta de Fernando. Esta vez, no me detuve en los detalles médicos, sino en la sección de antecedentes personales.

Nombre: Fernando Casteli.

Edad: 32 años.

Estado civil: Soltero.

Relación sentimental actual: Isabel Domínguez.

Mis ojos se detuvieron en ese nombre. No había visto a ninguna mujer visitarlo durante los días que llevaba en el centro. ¿Sería una relación a distancia? ¿O tal vez ella no podía lidiar con la situación? No sería la primera vez que alguien se alejaba de un ser querido tras un accidente.

Sacudí la cabeza y cerré la carpeta con un suspiro. No debía involucrarme más allá de lo profesional. Esa era la regla número uno de mi trabajo.

Pero una parte de mí sabía que, en este caso, seguir esa regla sería más difícil de lo que quería admitir.

A la mañana siguiente, me desperté antes de que sonara el despertador. La ansiedad previa a una sesión importante me mantenía alerta, como siempre. Me vestí con mi uniforme de terapeuta, recogí el cabello en una coleta alta y revisé una vez más la tabla de ejercicios que había preparado para Fernando.

Hoy trabajaríamos en fortalecer la parte baja de su espalda y la musculatura de las piernas, un paso esencial para recuperar la estabilidad necesaria para caminar. Sabía que sería doloroso para él, y que probablemente intentaría ocultarlo detrás de su sarcasmo y su actitud defensiva. Pero yo no pensaba rendirme.

Al llegar al edificio principal, saludé a Clara con un gesto rápido y me dirigí directamente hacia la habitación de Fernando. El pasillo estaba en silencio a esa hora de la mañana, con apenas un par de enfermeras revisando los informes del día.

Me detuve frente a la puerta y golpeé suavemente.

—¿Señor Casteli?

Hubo un breve silencio antes de que su voz respondiera desde el interior.

—Adelante.

Giré el pomo y entré con paso firme, preparada para lo que estaba por venir.

Porque, aunque Fernando aún no lo sabía, yo no pensaba darme por vencida hasta verlo caminar de nuevo.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP