Las cicatrices que nos unen.

El despacho de la terapeuta olía a lavanda y tinta seca. Mónic se aferraba al borde del sofá de lino crudo, sintiendo cómo el reloj de pared contaba cada latido con el tictac de un juez implacable. Fuera, la lluvia arañaba los cristales como dedos fantasmas intentando entrar.

— Hoy hablaremos de Jhon — anunció la Dra. Varga, ajustando sus gafas de carey. Su voz era suave pero imparable, como la marea.

Mónic tragó saliva. Notó el peso del colgante de mariposa rozando su esternón, aún extraño contra su piel. "Renacer", había dicho Dominick. Pero en ese instante, solo sentía el vértigo de caer.

— Él… — la palabra se atascó en su garganta, afilada — Me hacía recoger vidrios rotos descalza. Decía que así aprendería a no quebrar cosas valiosas.

Una gota de sudor frío le recorrió la espalda. En el silencio que siguió, el zumbido del ventilador se convirtió en el runrún de aquel generador de la cabaña segura, aquel que sonaba cada vez que…

— Mónic — La voz de la Dra. Varga la trajo de vu
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