CAPÍTULO 4: LAS APARIENCIAS ENGAÑAN, JEFA

Michael

Amanezco la mañana siguiente con el sonido de mi celular reventándome los oídos. Estoy a punto de apagarlo, pero al ver el número contesto de inmediato.

—Axel, ¿tienes la información que te pedí?

—Por supuesto, pero a tu padre no le gustó nada que dieras señales de vida después de todos estos meses.

Chasqueo la lengua, no tengo tiempo para preocuparme por mi padre ahora mismo.

—Solo dímelo.

—Está bien. El nombre que me diste es de un tipo condenado a muerte, se encuentra en la prisión estatal esperando el día de la ejecución. Al parecer cometió un asesinato por omisión contra la hija de un fiscal importante de California.

—¿Asesinato? ¿Y qué relación tiene con los Dupont?

—Eso no lo sé, no se esclarece muy bien, pero todo este asunto está muy raro. El hombre no tiene ningún antecedente, simplemente de pronto apareció en el sistema.

—¿Sabes cómo fue el homicidio?

—Sobredosis.

—Bien, iré hoy mismo a la prisión a darle una visita al tal Cristhian Carter, prepara todo para mi llegada.

—Como ordene, señor.

Cuelgo la llamada y me apresuro a cambiarme por una ropa más formal. Hoy parece que será un día interesante. Me doy una ducha rápida, luego corro a vestirme con una camisa de cuello color blanco. Las mangas largas cubren mis tatuajes y me hacen parecer un importante hombre de negocios, una visión muy diferente de la que suelo mostrar en la oficina.

Una vez listo, salgo a toda prisa de mi pequeño departamento y tomo el auto que solo está agarrando polvo en el estacionamiento del edificio. Tenía la esperanza de no usarlo durante un buen tiempo, pero esto lo requiere.

Mientras conduzco de pronto recibo una notificación del banco. Los cinco millones se han depositado a mi cuenta a pesar de que ella ya me había dado un cheque. Acto seguido recibo un mensaje de Natalie.

“No hace falta que cobres el cheque, tu dinero ya está disponible”.

Una sonrisa se forma en mis labios. Mi adorada jefa debe estar muy desesperada si se atrevió a depositarme aun sabiendo que pude haber cobrado ese cheque en el mismo instante en que me lo dio.

Marco su número y dejo que repique en el altavoz. Ella contesta enseguida.

—Mi querida boss —le digo con un dejo burlón—, hoy no podré asistir, me siento un poco mal, ¿puede excusarme?

—¡¿Te sientes mal?! ¡¿Me crees idiota?! —grita. La verdad no me esperaba esa reacción explosiva.

—Es la verdad, me he enfermado —miento descaradamente.

—¡¿Enfermo?! ¡Sí, seguro! Por gastarte los cinco millones, ¡Arg! Eres un… ¡imbécil! —grita otra vez. De inmediato me cuelga la llamada sin siquiera dejarme argumentar algo.

Bueno, sabe que le estoy mintiendo, pero al menos no es para lo que está pensando. Ya después veré qué excusa me invento para justificarme. Acelero hasta el límite permitido de velocidad y unas cuantas horas después estoy llegando a la prisión.

Estaciono donde me indican y me bajo del auto. Un minuto después, una limusina negra se detiene frente a mí. De ella baja un hombre de traje y edad marcada. Su cabeza semi calva está surcada a los lados por cabello tan blanco como la nieve. A pesar de ese aspecto, el hombre está lejos de verse como un indefenso anciano. Se quita los lentes negros y sus ojos verdes me observan con intensidad.

—Señor Reid, qué gusto volver a verlo.

—Ahórrate las presentaciones John, necesito entrar a la prisión y hablar con ese hombre.

—Por supuesto, señor Reid. Ya hice todos los arreglos para usted.

—¿Y las cámaras?

—Estarán apagadas en ese momento. Venga por aquí.

John me guía por la entrada principal del recinto, donde algunos guardias nos observan con recelo y curiosidad. No obstante, nadie dice nada al respecto de lo que sucede; y más les vale que sea así. Ninguno aquí es inocente.

Atravieso varias compuertas y rejas que me hacen sentir claustrofóbico hasta que nos detenemos en una habitación cuadrada, gris y lúgubre. No me gustaría estar en el pellejo de los pobres diablos que terminan aquí.

—Espere aquí un momento —me indica un guardia.

John se queda afuera esperándome en caso de que sea necesario; lo dudo.

Otro par de minutos transcurren y entonces el sujeto entra a la sala. Un hombre que no parece muy mayor, de hecho, estoy seguro de que es menor que yo. Lleva un traje típico de prisión color anaranjado y las manos y pies esposados a cadenas. Su mirada está cargada de tristeza, arrepentimiento, pero sobre todo, a mí no me parece que este sujeto sea capaz de asesinar a nadie.

Se sienta en la silla frente a mí y deja que el guardia lo espose a la mesa con tranquilidad. ¿Este es un hombre que aceptó la muerte? No lo entiendo.

—¿Eres Cristopher Carter? —pregunto.

—¿No se supone que debería saber eso? Es usted quien ha solicitado verme —contesta con frialdad.

—Solo quería comprobarlo.

—Ellos lo enviaron, ¿no es así? —cuestiona de pronto.

—¿A quiénes te refieres con “ellos”?

—Los Dupont. Ellos lo enviaron aquí, ¿no es así?

Esto se pone cada vez más interesante. Entonces los Dupont sí que tienen que ver con este hombre. Es como un rompecabezas que tengo que armar, y a mí me encantan los desafíos.

—No Cristopher, ellos no me enviaron, pero quizá yo pueda ayudarte si me cuentas todo.

Él me mira con recelo, como una pequeña presa a la que le han hecho demasiado daño. De pronto se quiebra, comienza a llorar desconsolado, agacha la cabeza para no mirarme y se queda así por un buen rato. Espero con paciencia, si algo sé es esperar.

Cuando acaba, levanta el rostro y me mira con determinación.

—Primero dígame quién es usted.

—Soy tu ángel de la guardia, Cristopher.

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