Capítulo 2

Miranda

La mujer me sonríe antes de salir y es allí cuando pienso que todo este sacrificio vale la pena. Meto a mis niños en el coche doble que les regaló Aria al nacer y me preparo mentalmente para bajar, con el mayor cuidado, los cuatro pisos sin percances. Tomo los dos bolsos y empiezo mi travesía. Bajo lentamente, tomando un descanso en cada piso para ver que vayan bien. Ambos están dormidos y eso es bueno.

Al llegar al trabajo, Aria corre a abrirme la puerta y Kelly ríe burlándose de la pobre mujer. La entiendo un poco, sus hijos crecieron y se fueron sin mirar atrás. Aún me pregunto por qué. Los dejamos tras del mostrador y empiezo a trabajar mientras ellos descansan. Sus vidas son tan difíciles, complicadas y llenas de dilemas.

—Si quieres, yo los puedo cuidar mientras trabajas en el bar —propone Aria, con una enorme sonrisa ilusionada, y ruedo los ojos antes de mirarla.

—Gracias por el ofrecimiento, Aria. Sólo iré a avisar que no podré trabajar por un par de noches y nos vamos a casa.

Termino de alistar a los pequeños luego de darles de comer y me despido. No confío en ella. Así diga que fue chiste lo de darle a mi bebé, muy dentro de mí sé que no puedo confiar en ella. Camino las veinte calles de distancia hasta el muelle donde trabajo y suspiro por lo que será esta noche.

—Oh, por Dios —gruñe y jala sus cabellos largos, verdes y alocados, al verme entrar.

—Lo siento. No tengo quien los cuide esta noche.

—Gina no puede venir. No puedo atender solo este lugar, Miranda.

—Los niños no pueden estar aquí. Puedo meternos en problemas.

—Por lo menos, ayúdame a limpiar. Llamaré a ver si consigo a alguien.

Asiento, poco convencida, aunque un poco aliviada al saber que podré llevar algo más de dinero a casa. Le ayudo en lo que más puedo, pero siempre pendiente de mis hijos. Sé que mientras estén limpios y alimentados, todo irá bien. Al menos eso espero.

Al final, Milo no pudo encontrar a nadie más y me convenció diciendo que me pagará el doble si me quedo, además de llevarme hasta mi apartamento así vivamos a extremos opuestos el uno del otro. Eso me ayudaría a completar el pago del arriendo. Los niños están descansando en la oficina del dueño en el segundo piso, una oficina polvorienta y oscura que nunca nadie utiliza. El bar tiene nuevo dueño desde hace tres meses, pero él no está interesado en el lugar, solo quiere demolerlo para hacer una gran construcción en la bahía donde nos encontramos. Es de esos hombres progresistas que sólo piensan en construir y reconstruir los espacios que están «mal aprovechados». James Donovan viene pocas veces, observa el lugar mientras toma un par de cervezas y se va, a veces solo, otras no. Me gustaba cuando venía su amigo, Dante, me gustaba hablar con él, como si fuera su cantinera escucha-problemas, pero hace meses no viene. Lástima.

Es joven, poco menos de treinta, sólo eso sé, pero es bastante serio y algo gruñón, nunca lo he visto sonreír. Nunca hemos hablado más que para «Una cerveza, por favor» o un «Gracias, Miranda». Es una lástima que sea de esa forma, porque es un hombre de buen ver, a pesar de esa mirada oscura y dura como una piedra, sus provocativos labios que no se mueven más que para hablar lo necesario y ese gigantesco cuerpo de un berserker tan bien cuidado. Lo que hace el dinero en un hombre tan apuesto.

Lo dicho, lástima.

El bar está a reventar esta noche de jueves y no doy abasto, pero resisto lo más que puedo. Debo atender rápidamente y subir cada quince minutos para ver que los niños estén bien y cómodos. Aún faltan dos horas para cerrar y me siento demasiado agotada, además de preocupada por la hora en las que tengo que salir con mis hijos a la calle. Espero y Milo cumpla.

—Llegó el jefe —me dice Milo y miro hacia la puerta de entrada.

El señor Donovan entra con su inmensa presencia, con la misma seriedad de siempre y, al no haber mesas disponibles, se sienta en la barra donde Milo lo atiende rápidamente. El hombre me mira por un par de segundos, como siempre hace, y empieza su inspección de siempre. Miro la hora y subo corriendo las escaleras luego de recibir una rápida aprobación de Milo. Dylan está despierto, pero tranquilo a pesar de la fuerte música. Beso su cabecita pelinegra, le doy su chupo y bajo inmediatamente. Tendré que subir más seguido si está despierto. Si llega a llorar, despertará a Isis y eso será muy malo.

Bajo y sirvo los tragos de tres mesas a la velocidad del rayo, ganándome una mirada escrutadora del jefe con su ceño arrugado. Cada vez que hace eso, desde la primera vez que vino, me pone los nervios de punta. Es como si sintiera deseos de gritarme.

—Esas chicas —dice mi compañero, señalando una mesa con cinco mujeres que alcanzo a reconocer como clientes frecuentes—, han pedido que cantes.

—Está bien, pero deberé subir más seguido.

Asiente afanado antes de seguir sirviendo tragos y encargarse también de algunas mesas. Le gusta mantener a su clientela feliz aún si le toca doblar su trabajo. Subo a la tarima y tomo la guitarra acústica. Le afino tocando una a una las cuerdas tomándome mi preciado tiempo tratando de no sentirme nerviosa y las chicas gritan mi nombre mientras aplauden, cosa que me emociona, sonrío ampliamente agradeciéndoles y levantando la mano algo apenada.

¿Quién dijo Adele?

Acostumbro a cantar cuando me lo piden y eso me deja algunas buenas propinas, aparte de que es una de mis pasiones. Bueno, es más como un desahogo. Miro el piso de madera que improvisa la tarima, evitando mirar a las mesas que esperan en un silencio tenebroso a que empiece a cantar, para tomar algo de mi confianza y pegarla a mi frente, para ser la mujer segura que siempre he proclamado ser.

Empiezo con los acordes de Angel de Jack Johnson, y cierro mis ojos cuando empiezo a cantar. Entono las primeras letras para mis dos ángeles, los que derriten mi corazón día a día, por los que canto y respiro cada día, los que significan todo en mi vida...

Termino la canción y sé que ardo cuando me piden otra. Saben que me gusta complacerlas. Canto La Flaca del grupo español Jarabe de Palo y las chicas chillan emocionadas haciéndome sonreír. Aprendí a hablar español con la mujer de mi último hogar sustituto, Claudia era una colombiana muy amable que nos cuidaba bien y adoraba enseñarnos a pesar de ella no tener estudios.

Ellas cantan a la par mía, emocionadas, haciéndome sonreír, al punto de casi perder el ritmo y la letra, lo que los hace reír, disfrutando de un momento cómplice que se siente tan agradable. Entonces recuerdo. Termino con una gran sonrisa y me lanzan besos que correspondo. Ese es el público que vale la pena. Le hago señas a Milo, quien habla con el dueño del lugar, y subo las escaleras corriendo. Ruedo los ojos mientras me quejo al encontrar a mi niña cantando a todo pulmón junto a su hermanito.

«Un due parfait»

Caliento los biberones con mi leche, en el viejo horno microondas de la oficina, y se los doy mientras yacen en el coche doble. Sonrío cuando lo reciben y comen con ansias aplastando sus mejillas regordetas. Parece que me voy a demorar un poco en bajar, espero que Milo no se enoje. Igual, esto fue su idea. Cierro los ojos y tarareo una nana para ellos, para que se duerman cuanto antes.

—Miranda.

Levanto la mirada y los biberones se resbalan entre mis dedos temblorosos; caen sobre mis hijos cuando lo veo en la puerta con su mirada más dura que de costumbre.

—Señor Donovan… —empiezo, pero mis niños vuelven a llorar.

Les vuelvo a dar sus biberones y cierro los ojos resignándome a lo peor.  

—¿Son suyos? —Asiento sin mirarlo y trato de contener mis lágrimas. Esto no puede ir peor. Resopla antes de levantar la voz—. ¿Qué clase de madre es usted? Es una irresponsable. ¿Acaso no piensa?

—Pe-pero... 

Milo entra interrumpiendo y lo mira asustado.

—Miranda —dice mi compañero, entra y me mira preocupado al ver la situación en la que me encuentro. Sabe que en parte es su culpa—, hay un par de policías abajo. Dicen que recibieron un aviso sobre niños en el bar. Ya están subiendo.

Mis manos empiezan a temblar y lágrimas se asoman en mis ojos, tomo a mi pequeña Isis en mis brazos al ver que no deja de llorar y, en ella, busco mi propio consuelo. Mi día perfecto se ha ido a la m****a, todo por ser una irresponsable y no regresar a casa cuando debí. No quiero que mis hijos tengan que vivir lo que yo pasé, estando en hogares temporales, esperando a que mi madre se recuperara y regresara por mí. Ilusión que sólo duró un par de años, cuando al final, no la pude llorar, porque estaba feliz al saber que finalmente descansaría. A pesar de todo, sé que me amó como yo a ella. Así como amo a mis hijos, que lo son todo para mí.

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