Clarisa sacude la cabeza con brusquedad. ¿Escuchó bien?
—¿Cómo me llamó? —intenta que su voz suene firme, pero un leve temblor la traiciona. Brígida sonríe, una risa áspera que no se molesta en ocultar. —Clarisa. Aunque, para ser precisos, debería llamarte Eleonora. Ese es tu nombre ahora. —Su mirada penetrante examina cada reacción de Clarisa—. Pero sería mejor que te acostumbres cuanto antes. Tu bien y tu seguridad dependen de ello —Su tono se endurece –Debes entenderlo de una vez: tu presente es tu pasado, y tu pasado es ahora tu presente. Clarisa no parpadea. Sus ojos recorren el rostro de la mujer con desesperación, buscando alguna señal de empatía. Quizá esta extraña pueda ayudarla. —Señora, ¡por favor, ayúdeme! No sé dónde estoy. Necesito regresar con mi hijo. Mi familia me espera. —La súplica en su voz es desgarradora. Brígida ladea la cabeza y, por un instante, su expresión se suaviza. —Esa vida ya no te pertenece —Sus palabras son un golpe seco –Tu alma eligió regresar a este lugar. Las deudas del alma no se pueden evadir. Antes de que Clarisa pueda responder, una agitada Julie entra en la estancia, jadeando. —Mi lady, ¡aquí está! La he buscado por todo el palacio. —Sí, está conmigo. Pensé que necesitaba aire fresco después de tantos días en cama —miente Brígida con tranquilidad –Por favor, prepara un carruaje. Daremos un paseo por el reino. Julie asiente rápidamente y desaparece. Clarisa guarda silencio, pero su mente trabaja frenéticamente. Esa salida podría ser su oportunidad para escapar. Aún está confundida, sin saber dónde está ni cómo llegó allí, pero algo en su interior le dice que esta mujer tiene las respuestas que necesita. Sin embargo, Brígida parece leerle los pensamientos. —No funcionará. —Su tono es frío, inapelable –Aunque logres escapar... ¿a dónde irías? Estamos en el siglo XVII. ¿A quién buscarías en esta época? Clarisa siente que el aire se le escapa de los pulmones. —¿Siglo XVII? —susurra. Brígida no se gira, pero la certeza en su voz no deja lugar a dudas. —No estoy bromeando. Las palabras de Brígida caen como un peso sobre Clarisa. Su mente se resiste a aceptar la realidad. Su cuerpo no es suyo, su tiempo tampoco. —No soy esta persona. —Las palabras salen atropelladas, teñidas de angustia –Soy una intrusa en el cuerpo de una joven a la que intentaron asesinar. No puedo seguir aquí. No hablo de este lugar, hablo de este cuerpo. Brígida se vuelve hacia ella, sus ojos destellan con algo parecido a la comprensión. —Hablar de estas cosas aquí no es seguro. —Hace un gesto para que Clarisa guarde silencio –Por mucho menos, queman a las personas en la hoguera. El carruaje llega, y ambas suben. Julie intenta acompañarlas, pero una mirada de Brígida basta para disuadirla. La doncella murmura algo sobre supersticiones y se retira rápidamente. El carruaje se detiene en una granja modesta pero vibrante. Animales corretean entre jardines llenos de hierbas medicinales y flores. Brígida guía a Clarisa hacia una pequeña cabaña que huele a madera, especias y misterio. En el interior, un laboratorio improvisado se despliega ante los ojos de Clarisa. Frascos, pociones y herramientas cubren cada rincón. Es el único lugar donde pueden hablar sin temor a ser escuchadas. Brígida le ofrece una taza de té. —Tómalo. Necesitarás calma para lo que voy a decirte. Clarisa obedece, aunque sus manos tiemblan. —Es crucial que aceptes que ya no eres Clarisa. Ahora eres Eleonora. Eso te mantendrá viva. Si pierdes esta vida, regresarás una y otra vez, atrapada en un bucle eterno. —¿Por qué estoy aquí? —pregunta Clarisa con frustración, dejando la taza sobre la mesa. Brígida la observa en silencio durante unos segundos que parecen eternos. —Por amor. Viniste en busca del hombre que amas. —Eso es absurdo. Estoy casada. —La respuesta de Clarisa es inmediata, aunque su voz pierde fuerza al final. Brígida ríe, una carcajada profunda y casi burlona. —¿Casada? Sí. ¿Pero lo amas? —Sus ojos brillan con un desafío –Puedes engañarte a ti misma, pero no a tu corazón. Clarisa abre la boca, pero no encuentra qué decir. —Ayúdeme a volver a casa. ¡Por favor, se lo ruego! –Su voz se quiebra, y las lágrimas amenazan con desbordarse. Brígida suspira, se levanta y camina hacia un estante lleno de velas y aceites esenciales. —Vamos a hacer una regresión. —Coloca los objetos sobre la mesa y enciende las velas –Solo así descubrirás toda tu verdad. Clarisa traga con dificultad, pero asiente. —Estoy lista. Las velas llenan la habitación con un aroma cálido y envolvente, mientras el suave crepitar de sus llamas parece sincronizarse con el murmullo de Brígida. La anciana aplica aceites esenciales sobre las sienes y las manos de Clarisa, trazando movimientos circulares con gran precisión. Sus labios recitan palabras en un idioma desconocido, gutural y rítmico, que resuena como un eco en las paredes. De pronto, el ambiente cambia. El aire se siente pesado, cargado de una energía tan palpable que eriza la piel de Clarisa. Sus párpados se cierran sin que pueda evitarlo, y la oscuridad la envuelve. Cuando abre los ojos, ya no es ella. Está en otra época, aún dentro del siglo XVII, pero no es Eleonora. Su reflejo mental le muestra a una joven diferente, más joven, quizás con apenas quince años. Su respiración es entrecortada, y un ronquido áspero vibra en su pecho. El calor de una fiebre sofocante quema su piel. Frente a ella, un muchacho de cabello oscuro, no más de dos años mayor, le toma la mano con desesperación. Lágrimas silenciosas ruedan por sus mejillas. —Antonia, no me dejes, por favor. Vas a ser mi esposa, lo prometiste. Seremos rey y reina juntos. Ese es nuestro destino. ¡Por favor, no puedes irte! –La voz de Alejandro está cargada de un dolor tan profundo que cada palabra parece desgarrarle el alma. —Alejandro... estoy cansada. Ya no puedo más —susurra la joven, su voz rota por la debilidad—. Pero volveremos a encontrarnos. En esta vida o en las que vendrán. Te lo prometo. Las lágrimas del joven caen sobre su mano mientras asiente frenéticamente. Sabe que no puede detener lo inevitable, pero se aferra a sus palabras como un náufrago a un pedazo de madera. Finalmente, Antonia deja de respirar. Su alma se libera del cuerpo, y Alejandro siente que el mundo se parte en dos. Clarisa despierta de golpe, jadeando, con el pecho dolorido y un vacío profundo que no logra entender. Aunque la visión no le pertenece, el dolor de aquella separación se siente tan real que le atraviesa como mil agujas. Brígida, tranquila, pero atenta, le da tiempo para recomponerse. Le acerca un cuenco de té caliente, que Clarisa toma con manos temblorosas. —Las promesas del alma son deudas que nunca se rompen. Siguen ahí, esperando ser saldadas —murmura Brígida con serenidad. Clarisa, aún con la cabeza llena de preguntas, se frota las sienes. —Pero... ¿por qué regresar al pasado? Si esas promesas son tan fuertes, ¿no deberíamos encontrarnos en el futuro? Brígida sonríe con paciencia, como si ya hubiera anticipado esa pregunta. —Ya lo han hecho, mi niña. Han compartido vidas en el futuro, pero siempre terminan separándose de nuevo. Por eso estás aquí. Este es el lugar donde todo comenzó. Un recuerdo fugaz atraviesa la mente de Clarisa como un rayo. Un joven de cabello rojo y sonrisa brillante. Su primer amor. Tenían quince años, y su amor era como un incendio que no podía apagarse. Pero entonces, él murió. Lo perdió. Y con él, perdió las ganas de vivir. Durante días quiso seguirlo, morir también, solo para estar a su lado. —¿Acaso era él? —susurra, más para sí misma que para Brígida. La anciana no responde de inmediato, pero su mirada parece confirmarlo todo sin necesidad de palabras. —En unos días podremos hacer otra regresión —dice Brígida mientras recoge las velas y apaga los restos del incienso –Las respuestas llegarán poco a poco. Pero recuerda: el maestro llega cuando el alumno está listo. No te desesperes. Clarisa se deja guiar hasta el carruaje, pero camina como si estuviera en una nube, con su mente atrapada en aquella visión. Todo lo que quiere ahora es regresar a la cabaña de Brígida, encontrar más respuestas, y, quizás, entender por qué su corazón siente que ha vivido esta historia antes.Julie espera expectante la llegada de Eleonora. Estas salidas con Brígida son recurrentes, al igual que el hecho de que nunca le permiten acompañarlas.—Mi lady, su baño está listo. Debe descansar. Solo faltan unos días para su boda, y debe lucir maravillosa —dice Julie con entusiasmo mientras prepara el agua perfumada.Eleonora la escucha en silencio, pero una emoción desconocida empieza a crecer en su interior. Por primera vez en esta vida, se siente ansiosa por su futuro esposo. La sensación es extraña, dulce, y a la vez inquietante.Sin decir nada, camina hacia su habitación con la certeza de que no podrá escapar de ese destino.Esa noche, después de cenar, se recuesta en su cama, pero los sueños la invaden una vez más. Esta vez, sin embargo, no son pesadillas.Dos niñas juegan en los prados del palacio. "Eleonora, siempre te voy a querer", dice una mientras abraza a la otra. Un perro cachorro corre a su alrededor mientras ambas recolectan flores.El sueño cambia de golpe. Ahora e
Alejandro también se prepara para el matrimonio que le ha sido impuesto. No siente amor por Eleonora. La conoce desde que eran niños y, aunque alguna vez fueron buenos amigos, esa conexión se ha desgastado desde el momento en que se les impuso el compromiso.En su corazón, solo hay espacio para Antonia, su verdadero amor. Con tan solo ocho años, fue él mismo quien pidió comprometerse con ella. En aquel entonces, estaba seguro de que pasarían toda una vida juntos. Antonia sería su reina, y juntos transformarían el reino en un lugar próspero y maravilloso. Pero ese sueño terminó abruptamente con la trágica muerte de Antonia."No hay rey sin reina", le dijo su madre tiempo después. "Tienes que casarte con una mujer que pueda darte descendencia y ser tu apoyo. Eleonora ha sido tu amiga, te conoce mejor que nadie, y tú a ella. No hay mejor elección". Esas palabras fueron como un golpe directo a su alma.¿Cómo podía casarse con la hermana de la mujer que había amado tanto? Aquello no solo p
Ocho doncellas llegan al palacio con el propósito de preparar a Eleonora para su boda. Su misión es dejarla impecable: maquillaje, peinado y vestimenta, todo cuidado hasta el más mínimo detalle. Estas mujeres han sido enviadas personalmente por la reina madre, quien, consciente de la tensa relación entre Eleonora y su madrastra, no permitiría que algo tan importante como este día quedara bajo el control de alguien que no busca su bienestar.Cuando las jóvenes entran en la habitación, Clarisa—ahora Eleonora– se siente invadida. No está acostumbrada a tanta atención, a tantas manos ajenas rozando su piel con delicadeza, pero sin pedirle permiso. La visten como si fuera una muñeca de porcelana, con movimientos precisos y mecánicos, siguiendo cada paso con absoluta perfección.La tela del vestido es exquisita: un marfil perlado que resplandece bajo la luz de los candelabros, bordado a mano con hilos dorados que recorren la falda como enredaderas de un bosque encantado. Su corsé, ajustado
La celebración se extiende hasta altas horas de la noche. La catedral ha sido testigo del juramento sagrado que une a Alejandro y Eleonora, y ahora el palacio se convierte en el escenario de un festín fastuoso en honor a los recién casados.El gran salón resplandece con la luz de cientos de candelabros y antorchas. Los músicos tocan melodías alegres, mientras los invitados brindan con copas de oro llenas de vino especiado. Nobles, duques y miembros del parlamento asisten con sonrisas bien ensayadas, observando cada movimiento de la nueva reina con disimulada curiosidad.Eleonora, o más bien Clarisa, se siente atrapada en una jaula de oro. Su vestido, tan hermoso como incómodo, pesa sobre ella como un recordatorio de la vida que ahora debe llevar. Cada palabra de cortesía que pronuncia es un esfuerzo. Cada sonrisa, un disfraz.A su lado, Alejandro se mantiene frío y distante. Es el centro de todas las miradas, pero apenas le dirige una a su esposa. Desde la ceremonia, solo ha intercamb
El sol aún no ha alcanzado a salir por completo cuando la reina madre cruza los pasillos del palacio con paso firme y decidido. Su vestido de terciopelo azul se desliza sobre el mármol pulido, reflejando la dignidad de una mujer que ha gobernado entre las sombras por años. Detrás de ella, un grupo de mucamas la sigue en silencio, con baldes de agua perfumada, sábanas limpias y cepillos de cerdas suaves.El destino de la comitiva es claro: los aposentos de la nueva reina.Nadie cuestiona su presencia. Es tradición que la reina madre supervise, al menos de manera discreta, la primera mañana de una pareja real recién casada. No es solo una cuestión de protocolo, sino de deber. La consumación del matrimonio es una prueba de que la unión ha sido legítima y que, tarde o temprano, se asegurará la descendencia del reino.Cuando la gran puerta se abre ante ellas, su mirada entrenada escanea la habitación con rapidez. La chimenea aún conserva brasas encendidas, las cortinas están ligeramente co
Los enormes ventanales del salón de reuniones del Parlamento dejan pasar la luz del mediodía, iluminando las largas mesas de madera noble donde se sientan los miembros más influyentes del reino. Nobles, ministros y consejeros, ocupan sus lugares con expresión solemne. Alejandro, el rey, se encuentra en la cabecera, su postura recta y mirada afilada, proyectando autoridad absoluta.No le agrada esta reunión, pero es un deber que no puede evitar. Desde que ascendió al trono, ha sabido que el Parlamento es un equilibrio necesario dentro de su gobierno. Un grupo de hombres que, si bien no tienen poder sobre él, sí ejercen una influencia considerable en la política del reino.El canciller, un hombre mayor con cabello blanco y mirada astuta, se aclara la garganta y rompe el silencio.—Majestad, es un honor tenerle entre nosotros en esta sesión. Hay asuntos de estado que requieren su atención, pero antes de abordar otros temas… —se detiene por un instante, como midiendo sus palabras– creemos
El sol apenas comienza a teñir el cielo con tonos dorados cuando Brígida cruza las puertas del Palacio Real. A pesar de su avanzada edad, su andar es firme y su presencia imponente. No es común que alguien como ella, una curandera y sanadora, sea recibida con tanta cortesía en la corte, pero Brígida no es una visitante cualquiera.Las doncellas la observan con curiosidad mientras avanza por los pasillos, hasta que una figura conocida aparece frente a ella: la Reina Madre.—Brígida —la saluda la reina con una leve sonrisa—, siempre es un placer verte por estos pasillos.—Majestad —responde la anciana con una inclinación de cabeza—, el placer es mío.Ambas mujeres se observan durante unos segundos, como si compartieran un secreto que nadie más pudiera comprender.—¿Vienes por Eleonora?—Así es —afirma Brígida—. He venido a llevármela por unas horas.La Reina Madre asiente, sin mostrar objeción alguna.—Es bueno que salga a tomar aire fuera del palacio.Brígida ladea la cabeza, observánd
El sol cae lentamente, tiñendo el cielo de un naranja suave mientras Eleonora regresa al palacio. El peso de lo que ha descubierto durante su encuentro con Brígida la hace caminar en silencio. La vieja cabaña de la curandera queda atrás, pero los pensamientos sobre sus vidas pasadas la persiguen sin descanso. Sin embargo, hay algo más, algo más profundo que la inquieta.Hay algo en Brígida que no logra entender. Sabe que no es solo una simple curandera, no solo una sabia en las artes de la sanación. Hay mucho más en ella, algo que Eleonora puede sentir, aunque no comprende del todo qué es. El misterio que la rodea es tan denso como el aire de la cabaña, y Eleonora necesita respuestas.Con pasos firmes y el alma cargada de inquietud, cruza la gran puerta del palacio y se dirige directamente a sus aposentos. El día ha sido largo y difícil, pero algo la impulsa a seguir buscando en su interior. Algo tiene que cambiar en su comprensión de todo lo que está sucediendo, y ella sabe que Brígi