Cap 6. La boda

Ocho doncellas llegan al palacio con el propósito de preparar a Eleonora para su boda. Su misión es dejarla impecable: maquillaje, peinado y vestimenta, todo cuidado hasta el más mínimo detalle. Estas mujeres han sido enviadas personalmente por la reina madre, quien, consciente de la tensa relación entre Eleonora y su madrastra, no permitiría que algo tan importante como este día quedara bajo el control de alguien que no busca su bienestar.

Cuando las jóvenes entran en la habitación, Clarisa—ahora Eleonora– se siente invadida. No está acostumbrada a tanta atención, a tantas manos ajenas rozando su piel con delicadeza, pero sin pedirle permiso. La visten como si fuera una muñeca de porcelana, con movimientos precisos y mecánicos, siguiendo cada paso con absoluta perfección.

La tela del vestido es exquisita: un marfil perlado que resplandece bajo la luz de los candelabros, bordado a mano con hilos dorados que recorren la falda como enredaderas de un bosque encantado. Su corsé, ajustado con precisión, realza su figura con una elegancia regia. La falda, pesada y majestuosa, se desliza con suavidad cada vez que ella se mueve, como si el mismo aire la acunara.

El espejo frente a ella le devuelve una imagen que le resulta ajena. ¿Esa es ella? Su reflejo muestra a una mujer de mirada intensa y porte imponente, pero en su interior, Clarisa aún siente la incertidumbre y el miedo de una joven que no comprende por completo su destino.

Las doncellas trenzan delicadamente su cabello y lo adornan con pequeñas perlas incrustadas entre los mechones. La tiara real, símbolo de su futura posición, descansa en una caja de terciopelo sobre la mesa. Cuando la colocan sobre su cabeza, siente el peso no solo del metal frío, sino de la responsabilidad que conlleva.

"Ahora es Eleonora", se repite en su mente, intentando convencerse de que este es su lugar.

Una de las doncellas le ofrece un perfume suave de jazmín y rosa, una fragancia delicada que impregna el aire y le trae recuerdos que no le pertenecen. ¿Fue este el aroma que usó en una vida pasada? ¿Lo reconocería Alejandro si se acercara lo suficiente?

El tiempo transcurre demasiado rápido. Antes de que pueda prepararse mentalmente, una de las doncellas le indica que es momento de partir.

El carruaje, magnífico y adornado con flores blancas, la espera en la entrada del palacio. Clarisa siente que su corazón late con fuerza mientras sube, como si estuviera cruzando un umbral sin retorno. Las riendas chasquean, los caballos relinchan y el vehículo se pone en marcha hacia su destino.

Desde la ventana, observa la ciudad iluminada con antorchas y faroles. Los ciudadanos se han reunido en las calles para verla pasar, vitoreándola con júbilo. Para ellos, es un día de celebración. Para ella, un paso más hacia un futuro incierto.

El palacio real se alza imponente ante ella, con sus enormes torres y cúpulas doradas brillando bajo la luz de la luna. Al llegar a la entrada principal, un séquito de sirvientes la recibe, ayudándola a descender con cuidado.

Sus piernas tiemblan cuando toca el suelo. Quiere convencerse de que es por la emoción del momento, pero sabe que es por el miedo.

Las puertas de la catedral se abren lentamente, dejando ver la inmensa nave central decorada con flores blancas y velas encendidas. El murmullo de los invitados se apaga cuando la ven aparecer.

Alejandro ya está en el altar. Su postura es firme, su expresión impenetrable, pero sus ojos ocultan una tormenta. Clarisa siente que el aire le falta. Una mezcla de emociones la embarga: una parte de ella, la más profunda y antigua, comprende que ese hombre es la razón de su viaje en el tiempo, el alma que ha amado por toda la eternidad. Pero otra parte, aún atrapada en la confusión, siente que está a punto de unir su vida a un completo desconocido.

Da un primer paso y la música comienza a sonar.

Cada paso es un latido.

Cada latido, una decisión.

Avanza lentamente, con la cabeza erguida, como se espera de una reina. Pero por dentro, su mente es un torbellino de dudas.

Al llegar a la mitad del pasillo, se atreve a mirarlo.

Un hombre alto, de porte elegante, con cabello negro y ojos azules profundos, la espera en el altar. Sus labios, esculpidos con una perfección que raya en lo irreal, parecen apretar una emoción que no puede expresar en público. Es imposible ignorar lo atractivo que es, pero Clarisa aún teme lo que podría encontrar en sus ojos.

“Los ojos son el espejo del alma.”

Una frase que siempre le ha parecido un cliché, pero ahora la siente como una verdad absoluta. Cuando finalmente reúne el valor para mirarlo, aunque solo por unos segundos, algo dentro de ella se detiene.

No son los ojos de Paolo.

Pero lo reconoce.

Su alma lo reconoce.

Una punzada profunda atraviesa su pecho. No solo ha reconocido a Paolo en la esencia de Alejandro, sino que su propia alma ha identificado a la única otra alma que siempre ha estado a su lado.

Un amor eterno.

Un amor condenado a encontrarse y separarse, vida tras vida.

Llega hasta el altar y Alejandro le ofrece su mano. Su toque es firme, pero frío. No hay ternura en el gesto, sino una resignación disfrazada de protocolo.

La ceremonia comienza. El sacerdote recita las palabras sagradas, pero Clarisa apenas las escucha. Su mente está atrapada en los recuerdos que no son completamente suyos, en promesas que no recuerda haber hecho, pero que siente en lo más profundo de su ser.

Alejandro pronuncia sus votos con voz solemne, pero sin emoción. Se nota que los dice por obligación, no por deseo.

Cuando llega su turno, siente la garganta seca. Sus ojos buscan los de Alejandro, intentando descifrar algo en ellos.

Y entonces, por una fracción de segundo, lo ve.

No al príncipe, no al futuro rey.

Ve al niño que una vez juró amor eterno a una niña.

Ve al hombre que ha esperado vidas enteras para reencontrarla.

Ve el dolor, la pérdida, el miedo.

Traga saliva y pronuncia las palabras.

"Sí, acepto."

Las campanas repican anunciando la unión.

La multitud estalla en aplausos.

El destino ha sido sellado.

Cuando Alejandro se acerca a besarla, Clarisa cierra los ojos y se entrega por un instante a la sensación de sus labios sobre los suyos. Es un beso breve, casi mecánico, pero dentro de ella despierta un eco lejano, un recuerdo olvidado de otros besos en otras vidas.

Cuando se separan, él la observa con intensidad.

Por un momento, ella cree ver un destello de reconocimiento en su mirada.

Quizás él también lo siente.

Quizás, en lo más profundo de su alma, también recuerda.

Pero si es así, no lo dice.

Toman sus manos y se dan vuelta para enfrentar al pueblo.

Son marido y mujer.

Rey y reina.

El destino ha comenzado a girar una vez más.

Y aunque aún no lo saben, esta vez, su historia está a punto de cambiar para siempre.

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