Ocho doncellas llegan al palacio con el propósito de preparar a Eleonora para su boda. Su misión es dejarla impecable: maquillaje, peinado y vestimenta, todo cuidado hasta el más mínimo detalle. Estas mujeres han sido enviadas personalmente por la reina madre, quien, consciente de la tensa relación entre Eleonora y su madrastra, no permitiría que algo tan importante como este día quedara bajo el control de alguien que no busca su bienestar.
Cuando las jóvenes entran en la habitación, Clarisa—ahora Eleonora– se siente invadida. No está acostumbrada a tanta atención, a tantas manos ajenas rozando su piel con delicadeza, pero sin pedirle permiso. La visten como si fuera una muñeca de porcelana, con movimientos precisos y mecánicos, siguiendo cada paso con absoluta perfección. La tela del vestido es exquisita: un marfil perlado que resplandece bajo la luz de los candelabros, bordado a mano con hilos dorados que recorren la falda como enredaderas de un bosque encantado. Su corsé, ajustado con precisión, realza su figura con una elegancia regia. La falda, pesada y majestuosa, se desliza con suavidad cada vez que ella se mueve, como si el mismo aire la acunara. El espejo frente a ella le devuelve una imagen que le resulta ajena. ¿Esa es ella? Su reflejo muestra a una mujer de mirada intensa y porte imponente, pero en su interior, Clarisa aún siente la incertidumbre y el miedo de una joven que no comprende por completo su destino. Las doncellas trenzan delicadamente su cabello y lo adornan con pequeñas perlas incrustadas entre los mechones. La tiara real, símbolo de su futura posición, descansa en una caja de terciopelo sobre la mesa. Cuando la colocan sobre su cabeza, siente el peso no solo del metal frío, sino de la responsabilidad que conlleva. "Ahora es Eleonora", se repite en su mente, intentando convencerse de que este es su lugar. Una de las doncellas le ofrece un perfume suave de jazmín y rosa, una fragancia delicada que impregna el aire y le trae recuerdos que no le pertenecen. ¿Fue este el aroma que usó en una vida pasada? ¿Lo reconocería Alejandro si se acercara lo suficiente? El tiempo transcurre demasiado rápido. Antes de que pueda prepararse mentalmente, una de las doncellas le indica que es momento de partir. El carruaje, magnífico y adornado con flores blancas, la espera en la entrada del palacio. Clarisa siente que su corazón late con fuerza mientras sube, como si estuviera cruzando un umbral sin retorno. Las riendas chasquean, los caballos relinchan y el vehículo se pone en marcha hacia su destino. Desde la ventana, observa la ciudad iluminada con antorchas y faroles. Los ciudadanos se han reunido en las calles para verla pasar, vitoreándola con júbilo. Para ellos, es un día de celebración. Para ella, un paso más hacia un futuro incierto. El palacio real se alza imponente ante ella, con sus enormes torres y cúpulas doradas brillando bajo la luz de la luna. Al llegar a la entrada principal, un séquito de sirvientes la recibe, ayudándola a descender con cuidado. Sus piernas tiemblan cuando toca el suelo. Quiere convencerse de que es por la emoción del momento, pero sabe que es por el miedo. Las puertas de la catedral se abren lentamente, dejando ver la inmensa nave central decorada con flores blancas y velas encendidas. El murmullo de los invitados se apaga cuando la ven aparecer. Alejandro ya está en el altar. Su postura es firme, su expresión impenetrable, pero sus ojos ocultan una tormenta. Clarisa siente que el aire le falta. Una mezcla de emociones la embarga: una parte de ella, la más profunda y antigua, comprende que ese hombre es la razón de su viaje en el tiempo, el alma que ha amado por toda la eternidad. Pero otra parte, aún atrapada en la confusión, siente que está a punto de unir su vida a un completo desconocido. Da un primer paso y la música comienza a sonar. Cada paso es un latido. Cada latido, una decisión. Avanza lentamente, con la cabeza erguida, como se espera de una reina. Pero por dentro, su mente es un torbellino de dudas. Al llegar a la mitad del pasillo, se atreve a mirarlo. Un hombre alto, de porte elegante, con cabello negro y ojos azules profundos, la espera en el altar. Sus labios, esculpidos con una perfección que raya en lo irreal, parecen apretar una emoción que no puede expresar en público. Es imposible ignorar lo atractivo que es, pero Clarisa aún teme lo que podría encontrar en sus ojos. “Los ojos son el espejo del alma.” Una frase que siempre le ha parecido un cliché, pero ahora la siente como una verdad absoluta. Cuando finalmente reúne el valor para mirarlo, aunque solo por unos segundos, algo dentro de ella se detiene. No son los ojos de Paolo. Pero lo reconoce. Su alma lo reconoce. Una punzada profunda atraviesa su pecho. No solo ha reconocido a Paolo en la esencia de Alejandro, sino que su propia alma ha identificado a la única otra alma que siempre ha estado a su lado. Un amor eterno. Un amor condenado a encontrarse y separarse, vida tras vida. Llega hasta el altar y Alejandro le ofrece su mano. Su toque es firme, pero frío. No hay ternura en el gesto, sino una resignación disfrazada de protocolo. La ceremonia comienza. El sacerdote recita las palabras sagradas, pero Clarisa apenas las escucha. Su mente está atrapada en los recuerdos que no son completamente suyos, en promesas que no recuerda haber hecho, pero que siente en lo más profundo de su ser. Alejandro pronuncia sus votos con voz solemne, pero sin emoción. Se nota que los dice por obligación, no por deseo. Cuando llega su turno, siente la garganta seca. Sus ojos buscan los de Alejandro, intentando descifrar algo en ellos. Y entonces, por una fracción de segundo, lo ve. No al príncipe, no al futuro rey. Ve al niño que una vez juró amor eterno a una niña. Ve al hombre que ha esperado vidas enteras para reencontrarla. Ve el dolor, la pérdida, el miedo. Traga saliva y pronuncia las palabras. "Sí, acepto." Las campanas repican anunciando la unión. La multitud estalla en aplausos. El destino ha sido sellado. Cuando Alejandro se acerca a besarla, Clarisa cierra los ojos y se entrega por un instante a la sensación de sus labios sobre los suyos. Es un beso breve, casi mecánico, pero dentro de ella despierta un eco lejano, un recuerdo olvidado de otros besos en otras vidas. Cuando se separan, él la observa con intensidad. Por un momento, ella cree ver un destello de reconocimiento en su mirada. Quizás él también lo siente. Quizás, en lo más profundo de su alma, también recuerda. Pero si es así, no lo dice. Toman sus manos y se dan vuelta para enfrentar al pueblo. Son marido y mujer. Rey y reina. El destino ha comenzado a girar una vez más. Y aunque aún no lo saben, esta vez, su historia está a punto de cambiar para siempre.La celebración se extiende hasta altas horas de la noche. La catedral ha sido testigo del juramento sagrado que une a Alejandro y Eleonora, y ahora el palacio se convierte en el escenario de un festín fastuoso en honor a los recién casados.El gran salón resplandece con la luz de cientos de candelabros y antorchas. Los músicos tocan melodías alegres, mientras los invitados brindan con copas de oro llenas de vino especiado. Nobles, duques y miembros del parlamento asisten con sonrisas bien ensayadas, observando cada movimiento de la nueva reina con disimulada curiosidad.Eleonora, o más bien Clarisa, se siente atrapada en una jaula de oro. Su vestido, tan hermoso como incómodo, pesa sobre ella como un recordatorio de la vida que ahora debe llevar. Cada palabra de cortesía que pronuncia es un esfuerzo. Cada sonrisa, un disfraz.A su lado, Alejandro se mantiene frío y distante. Es el centro de todas las miradas, pero apenas le dirige una a su esposa. Desde la ceremonia, solo ha intercamb
El sol aún no ha alcanzado a salir por completo cuando la reina madre cruza los pasillos del palacio con paso firme y decidido. Su vestido de terciopelo azul se desliza sobre el mármol pulido, reflejando la dignidad de una mujer que ha gobernado entre las sombras por años. Detrás de ella, un grupo de mucamas la sigue en silencio, con baldes de agua perfumada, sábanas limpias y cepillos de cerdas suaves.El destino de la comitiva es claro: los aposentos de la nueva reina.Nadie cuestiona su presencia. Es tradición que la reina madre supervise, al menos de manera discreta, la primera mañana de una pareja real recién casada. No es solo una cuestión de protocolo, sino de deber. La consumación del matrimonio es una prueba de que la unión ha sido legítima y que, tarde o temprano, se asegurará la descendencia del reino.Cuando la gran puerta se abre ante ellas, su mirada entrenada escanea la habitación con rapidez. La chimenea aún conserva brasas encendidas, las cortinas están ligeramente co
Los enormes ventanales del salón de reuniones del Parlamento dejan pasar la luz del mediodía, iluminando las largas mesas de madera noble donde se sientan los miembros más influyentes del reino. Nobles, ministros y consejeros, ocupan sus lugares con expresión solemne. Alejandro, el rey, se encuentra en la cabecera, su postura recta y mirada afilada, proyectando autoridad absoluta.No le agrada esta reunión, pero es un deber que no puede evitar. Desde que ascendió al trono, ha sabido que el Parlamento es un equilibrio necesario dentro de su gobierno. Un grupo de hombres que, si bien no tienen poder sobre él, sí ejercen una influencia considerable en la política del reino.El canciller, un hombre mayor con cabello blanco y mirada astuta, se aclara la garganta y rompe el silencio.—Majestad, es un honor tenerle entre nosotros en esta sesión. Hay asuntos de estado que requieren su atención, pero antes de abordar otros temas… —se detiene por un instante, como midiendo sus palabras– creemos
El sol apenas comienza a teñir el cielo con tonos dorados cuando Brígida cruza las puertas del Palacio Real. A pesar de su avanzada edad, su andar es firme y su presencia imponente. No es común que alguien como ella, una curandera y sanadora, sea recibida con tanta cortesía en la corte, pero Brígida no es una visitante cualquiera.Las doncellas la observan con curiosidad mientras avanza por los pasillos, hasta que una figura conocida aparece frente a ella: la Reina Madre.—Brígida —la saluda la reina con una leve sonrisa—, siempre es un placer verte por estos pasillos.—Majestad —responde la anciana con una inclinación de cabeza—, el placer es mío.Ambas mujeres se observan durante unos segundos, como si compartieran un secreto que nadie más pudiera comprender.—¿Vienes por Eleonora?—Así es —afirma Brígida—. He venido a llevármela por unas horas.La Reina Madre asiente, sin mostrar objeción alguna.—Es bueno que salga a tomar aire fuera del palacio.Brígida ladea la cabeza, observánd
El sol cae lentamente, tiñendo el cielo de un naranja suave mientras Eleonora regresa al palacio. El peso de lo que ha descubierto durante su encuentro con Brígida la hace caminar en silencio. La vieja cabaña de la curandera queda atrás, pero los pensamientos sobre sus vidas pasadas la persiguen sin descanso. Sin embargo, hay algo más, algo más profundo que la inquieta.Hay algo en Brígida que no logra entender. Sabe que no es solo una simple curandera, no solo una sabia en las artes de la sanación. Hay mucho más en ella, algo que Eleonora puede sentir, aunque no comprende del todo qué es. El misterio que la rodea es tan denso como el aire de la cabaña, y Eleonora necesita respuestas.Con pasos firmes y el alma cargada de inquietud, cruza la gran puerta del palacio y se dirige directamente a sus aposentos. El día ha sido largo y difícil, pero algo la impulsa a seguir buscando en su interior. Algo tiene que cambiar en su comprensión de todo lo que está sucediendo, y ella sabe que Brígi
La noche se cierra sobre el palacio como un manto de sombras pesadas. En los aposentos de Eleonora, la oscuridad es apenas interrumpida por el tenue resplandor de una vela que parpadea junto a su lecho. Su respiración es errática, agitada, y su piel arde con el fuego de una fiebre intensa.En su sueño, se ve a sí misma en otra vida, en un carruaje junto a Alejandro. La noche es fría, la carretera sinuosa. Él sostiene su mano con fuerza, sus ojos, llenos de amor y urgencia.—No me sueltes —le suplica ella.Pero el destino es cruel. Un golpe repentino sacude el carruaje y lo hace volcar. Gritos, crujidos de madera y el dolor desgarrador de la separación. Eleonora cae en la nada, su mano buscando desesperadamente la de Alejandro, pero no la encuentra. Solo el vacío.El sueño cambia. Ahora está en un salón de baile iluminado con candelabros dorados. Viste un hermoso vestido azul y Alejandro está frente a ella, pero no la mira con amor. Su mirada es fría, distante. Hay otra mujer a su lado
Eleonora lleva una semana escondiéndose de Alejandro. Se despierta tarde, se duerme temprano o al menos finge hacerlo. A veces, se encierra en la biblioteca o en los jardines traseros, lejos de los pasillos que él suele frecuentar. Ha perfeccionado el arte de la evasión, convirtiendo cada encuentro con él en un reto que logra sortear con astucia.Pero Alejandro no es un hombre fácil de engañar. Ha notado cada uno de sus movimientos, cada excusa torpemente disfrazada, cada ausencia en los momentos en los que antes se cruzaban con naturalidad. Y aunque cualquier otro hombre podría haberse enfurecido, él lo ha tomado con diversión.Sabe que su esposa no podrá esconderse toda la vida.Así que, por el momento, la deja ganar.Pero solo por ahora.Esa tarde, Alejandro decide llegar temprano a la cena, algo poco habitual en él. Quiere sorprenderla, atraparla antes de que pueda huir otra vez.Se sienta en la cabecera de la mesa con una expresión neutra mientras los sirvientes disponen los plat
Eleonora aún siente el ardor en su palma tras la bofetada. Su respiración es errática, y su pecho sube y baja con fuerza mientras observa cómo Alejandro, sin decir una palabra, se aleja de ella. La habitación se siente de repente demasiado grande, demasiado fría, demasiado vacía sin su presencia.Él no la enfrenta. No le devuelve la mirada con desafío. No le exige explicaciones ni intenta retomar lo que empezó con ese beso. Simplemente se va, con el ceño fruncido y una sombra de confusión en sus ojos.Ella aprieta los labios, intentando comprender qué acaba de suceder. Se suponía que debía estar furiosa con él, pero hay algo más en su interior, algo que la inquieta, que la hace sentir vulnerable.Y Alejandro… Alejandro está huyendo.En su propia habitación, el rey cierra la puerta tras de sí y apoya la frente contra la madera. Su pulso retumba en sus oídos. Su boca aún arde con el sabor de Eleonora, su piel aún recuerda la calidez de su cuerpo. Maldice en voz baja y se pasa una mano p