Clarisa hiperventila. El aroma denso a hierbas la envuelve como un manto pesado y asfixiante, recordándole los funerales. Su cabeza da vueltas. No entiende nada. ¿Dónde está? ¿Quién es esa joven que la observa con el ceño fruncido y la cabeza gacha?
—Mi lady… ¿por qué quiso quitarse la vida? —La doncella habla en voz baja, como si temiera ser escuchada. No debería ser tan atrevida, pero necesita confirmar sus sospechas. Un escalofrío recorre la espalda de Clarisa. ¿Quitarse la vida? Nunca lo haría. No ahora. No después de tanto luchar para convertirse en madre. Solo aquella vez, aquella terrible vez, había deseado morir. Aquella noche en la que él se fue. —No sé quién eres, pero te aseguro que, aunque quisieran matarme, me aferraría a la vida como una garrapata a su presa —su voz suena firme, aunque temblorosa por el llanto—. No he hecho tal cosa. La doncella asiente con convicción. —Lo sabía. Fue su madrastra. Ella le dio ese té siniestro y… —¿Madrastra? —Clarisa la interrumpe con el estómago revuelto—. No sé de qué hablas, no sé quién eres tú, no sé dónde estoy ni por qué. ¡Necesito ver a mi familia! Julie la mira, confundida. —Mi lady… soy Julie, su doncella. Está en el castillo de su familia. Su madrastra… la bruja… ¿de verdad no lo recuerda? Ella le ha hecho la vida imposible desde que se casó con su padre, en paz descanse. Julie se santigua con respeto, pero Clarisa apenas la escucha. Su cabeza niega con desesperación. Cada palabra que oye la confunde más. —Mi lady, lleva quince días inconsciente. Tal vez por eso está desorientada. Eso y… el té del demonio que bebió. Puede haber afectado su memoria. Lávese el rostro, quizás eso la ayude a despejarse. Julie le acerca un cuenco con agua. Clarisa lo toma con manos temblorosas, pero en cuanto ve su reflejo, el cuenco resbala de sus dedos y cae al suelo, hecho añicos. —¡Un espejo! ¡Necesito un espejo! —grita con desesperación. Julie, alarmada, corre a buscar uno y se lo entrega. Clarisa lo sujeta con fuerza, sus ojos clavados en la imagen que refleja. Su respiración se vuelve errática. Su piel se hiela. No es ella. No es su rostro. No es su cabello castaño y liso. No son sus ojos marrones. Tampoco es su voz. El pánico la devora. —Mi lady, no se asuste. Solo está un poco pálida por la falta de sol y alimentos… —intenta tranquilizarla Julie. Clarisa no la escucha. Sus rodillas flaquean y se deja caer al suelo, cubriéndose la boca con ambas manos para ahogar un sollozo desgarrador. Todo a su alrededor le resulta ajeno. El lecho con dosel, los pesados cortinajes de terciopelo, los muebles de madera tallada. Reconoce algunos objetos de los libros de historia… ¿historia? —¿Quién soy? ¿Cómo me llamo? ¿En qué año estamos? —su voz suena frágil, como si temiera las respuestas. Julie palidece. —Mi lady… me está asustando. El silencio se alarga antes de que la doncella se decida a hablar. —Es usted la princesa Eleonora… la futura reina consorte. Contraerá nupcias la próxima semana con el rey Alejandro. El mundo se derrumba ante los pies de Clarisa. —¡No! ¡No me casaré con ese tal Alejandro! ¡Yo tengo un esposo! ¡Se llama Phillip! ¡Tengo un hijo! ¡Se llama Federico! No sé quién es Eleonora, pero no soy yo. ¡Soy Clarisa! ¡Mi nombre es Clarisa! –su voz se quiebra con cada palabra. Retrocede con desesperación, buscando una salida, mientras Julie solloza, temblorosa. —¡Mi lady, no diga esas cosas en voz alta! ¡Si alguien la escucha, podrían acusarla de herejía o incluso matarla! Clarisa apenas registra la advertencia. Su cuerpo tiembla, sus pensamientos son un torbellino. Julie intenta guiarla hasta la cama y, después de varios intentos, lo consigue. La doncella la arropa con ternura e intenta que coma algo, pero Clarisa no prueba la sopa que le ofrece. Quiere dormir. Quiere despertar de esta pesadilla. Los sueños la envuelven en un torbellino de imágenes aterradoras. Está en la camilla de un hospital, el llanto de un bebé llena la sala. De repente, un líquido negro y viscoso comienza a brotar de su boca, nariz y ojos. Su hijo se aleja, Phillip también. Su madre intenta alcanzarla, pero no puede. Lentamente ve como todo lo que conoce desaparece perdiéndose en la nada. Se incorpora, queriendo correr tras ellos, pero un río lodoso se interpone en su camino. Mira su reflejo en el agua y ve el rostro de otra mujer. —Ahora eres Eleonora —susurra un pez desde las profundidades. —¡No! ¡Mientes! ¡No soy ella! ¡Soy Clarisa! Despierta de golpe, empapada en sudor, el corazón latiéndole con fuerza. Mira a su alrededor. Sigue allí. El castillo. La habitación desconocida. Todo es real. Se levanta de la cama con el pulso acelerado. Tiene que escapar. Se acerca a la puerta, pero al ver a los dos guardias apostados en la entrada, sabe que no será tan fácil. Busca otra salida. La ventana. Esta parece una buena opción. Se asoma. Está alto, pero no importa. No puede quedarse allí. No puede casarse con un desconocido. Salta sin pensarlo. El impacto le tuerce el tobillo, pero no se detiene. Con dolor, pero decidida, corre hasta un muro y lo escala con dificultad. Al otro lado, encuentra un jardín. Lo cruza sin dudar. Allí, frente a ella, hay una puerta de madera. Su salida. Está a punto de abrirla cuando una voz rasposa la detiene. —¿A dónde crees que vas? Clarisa se gira de golpe. Es una mujer de unos ochenta años, de mirada penetrante y sonrisa cálida. —Lejos de aquí. No pertenezco a este lugar —responde con desafío. La mujer sonríe con suficiencia. —Ahora perteneces aquí, Clarisa. Un escalofrío le recorre la espalda. No hay forma de escapar. No de su destino.Clarisa sacude la cabeza con brusquedad. ¿Escuchó bien?—¿Cómo me llamó? —intenta que su voz suene firme, pero un leve temblor la traiciona.Brígida sonríe, una risa áspera que no se molesta en ocultar.—Clarisa. Aunque, para ser precisos, debería llamarte Eleonora. Ese es tu nombre ahora. —Su mirada penetrante examina cada reacción de Clarisa—. Pero sería mejor que te acostumbres cuanto antes. Tu bien y tu seguridad dependen de ello —Su tono se endurece –Debes entenderlo de una vez: tu presente es tu pasado, y tu pasado es ahora tu presente.Clarisa no parpadea. Sus ojos recorren el rostro de la mujer con desesperación, buscando alguna señal de empatía. Quizá esta extraña pueda ayudarla.—Señora, ¡por favor, ayúdeme! No sé dónde estoy. Necesito regresar con mi hijo. Mi familia me espera. —La súplica en su voz es desgarradora.Brígida ladea la cabeza y, por un instante, su expresión se suaviza.—Esa vida ya no te pertenece —Sus palabras son un golpe seco –Tu alma eligió regresar a est
Julie espera expectante la llegada de Eleonora. Estas salidas con Brígida son recurrentes, al igual que el hecho de que nunca le permiten acompañarlas.—Mi lady, su baño está listo. Debe descansar. Solo faltan unos días para su boda, y debe lucir maravillosa —dice Julie con entusiasmo mientras prepara el agua perfumada.Eleonora la escucha en silencio, pero una emoción desconocida empieza a crecer en su interior. Por primera vez en esta vida, se siente ansiosa por su futuro esposo. La sensación es extraña, dulce, y a la vez inquietante.Sin decir nada, camina hacia su habitación con la certeza de que no podrá escapar de ese destino.Esa noche, después de cenar, se recuesta en su cama, pero los sueños la invaden una vez más. Esta vez, sin embargo, no son pesadillas.Dos niñas juegan en los prados del palacio. "Eleonora, siempre te voy a querer", dice una mientras abraza a la otra. Un perro cachorro corre a su alrededor mientras ambas recolectan flores.El sueño cambia de golpe. Ahora e
Alejandro también se prepara para el matrimonio que le ha sido impuesto. No siente amor por Eleonora. La conoce desde que eran niños y, aunque alguna vez fueron buenos amigos, esa conexión se ha desgastado desde el momento en que se les impuso el compromiso.En su corazón, solo hay espacio para Antonia, su verdadero amor. Con tan solo ocho años, fue él mismo quien pidió comprometerse con ella. En aquel entonces, estaba seguro de que pasarían toda una vida juntos. Antonia sería su reina, y juntos transformarían el reino en un lugar próspero y maravilloso. Pero ese sueño terminó abruptamente con la trágica muerte de Antonia."No hay rey sin reina", le dijo su madre tiempo después. "Tienes que casarte con una mujer que pueda darte descendencia y ser tu apoyo. Eleonora ha sido tu amiga, te conoce mejor que nadie, y tú a ella. No hay mejor elección". Esas palabras fueron como un golpe directo a su alma.¿Cómo podía casarse con la hermana de la mujer que había amado tanto? Aquello no solo p
Ocho doncellas llegan al palacio con el propósito de preparar a Eleonora para su boda. Su misión es dejarla impecable: maquillaje, peinado y vestimenta, todo cuidado hasta el más mínimo detalle. Estas mujeres han sido enviadas personalmente por la reina madre, quien, consciente de la tensa relación entre Eleonora y su madrastra, no permitiría que algo tan importante como este día quedara bajo el control de alguien que no busca su bienestar.Cuando las jóvenes entran en la habitación, Clarisa—ahora Eleonora– se siente invadida. No está acostumbrada a tanta atención, a tantas manos ajenas rozando su piel con delicadeza, pero sin pedirle permiso. La visten como si fuera una muñeca de porcelana, con movimientos precisos y mecánicos, siguiendo cada paso con absoluta perfección.La tela del vestido es exquisita: un marfil perlado que resplandece bajo la luz de los candelabros, bordado a mano con hilos dorados que recorren la falda como enredaderas de un bosque encantado. Su corsé, ajustado
La celebración se extiende hasta altas horas de la noche. La catedral ha sido testigo del juramento sagrado que une a Alejandro y Eleonora, y ahora el palacio se convierte en el escenario de un festín fastuoso en honor a los recién casados.El gran salón resplandece con la luz de cientos de candelabros y antorchas. Los músicos tocan melodías alegres, mientras los invitados brindan con copas de oro llenas de vino especiado. Nobles, duques y miembros del parlamento asisten con sonrisas bien ensayadas, observando cada movimiento de la nueva reina con disimulada curiosidad.Eleonora, o más bien Clarisa, se siente atrapada en una jaula de oro. Su vestido, tan hermoso como incómodo, pesa sobre ella como un recordatorio de la vida que ahora debe llevar. Cada palabra de cortesía que pronuncia es un esfuerzo. Cada sonrisa, un disfraz.A su lado, Alejandro se mantiene frío y distante. Es el centro de todas las miradas, pero apenas le dirige una a su esposa. Desde la ceremonia, solo ha intercamb
El sol aún no ha alcanzado a salir por completo cuando la reina madre cruza los pasillos del palacio con paso firme y decidido. Su vestido de terciopelo azul se desliza sobre el mármol pulido, reflejando la dignidad de una mujer que ha gobernado entre las sombras por años. Detrás de ella, un grupo de mucamas la sigue en silencio, con baldes de agua perfumada, sábanas limpias y cepillos de cerdas suaves.El destino de la comitiva es claro: los aposentos de la nueva reina.Nadie cuestiona su presencia. Es tradición que la reina madre supervise, al menos de manera discreta, la primera mañana de una pareja real recién casada. No es solo una cuestión de protocolo, sino de deber. La consumación del matrimonio es una prueba de que la unión ha sido legítima y que, tarde o temprano, se asegurará la descendencia del reino.Cuando la gran puerta se abre ante ellas, su mirada entrenada escanea la habitación con rapidez. La chimenea aún conserva brasas encendidas, las cortinas están ligeramente co
Los enormes ventanales del salón de reuniones del Parlamento dejan pasar la luz del mediodía, iluminando las largas mesas de madera noble donde se sientan los miembros más influyentes del reino. Nobles, ministros y consejeros, ocupan sus lugares con expresión solemne. Alejandro, el rey, se encuentra en la cabecera, su postura recta y mirada afilada, proyectando autoridad absoluta.No le agrada esta reunión, pero es un deber que no puede evitar. Desde que ascendió al trono, ha sabido que el Parlamento es un equilibrio necesario dentro de su gobierno. Un grupo de hombres que, si bien no tienen poder sobre él, sí ejercen una influencia considerable en la política del reino.El canciller, un hombre mayor con cabello blanco y mirada astuta, se aclara la garganta y rompe el silencio.—Majestad, es un honor tenerle entre nosotros en esta sesión. Hay asuntos de estado que requieren su atención, pero antes de abordar otros temas… —se detiene por un instante, como midiendo sus palabras– creemos
El sol apenas comienza a teñir el cielo con tonos dorados cuando Brígida cruza las puertas del Palacio Real. A pesar de su avanzada edad, su andar es firme y su presencia imponente. No es común que alguien como ella, una curandera y sanadora, sea recibida con tanta cortesía en la corte, pero Brígida no es una visitante cualquiera.Las doncellas la observan con curiosidad mientras avanza por los pasillos, hasta que una figura conocida aparece frente a ella: la Reina Madre.—Brígida —la saluda la reina con una leve sonrisa—, siempre es un placer verte por estos pasillos.—Majestad —responde la anciana con una inclinación de cabeza—, el placer es mío.Ambas mujeres se observan durante unos segundos, como si compartieran un secreto que nadie más pudiera comprender.—¿Vienes por Eleonora?—Así es —afirma Brígida—. He venido a llevármela por unas horas.La Reina Madre asiente, sin mostrar objeción alguna.—Es bueno que salga a tomar aire fuera del palacio.Brígida ladea la cabeza, observánd