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Cap 2. Reencarnación

Clarisa hiperventila. El aroma denso a hierbas la envuelve como un manto pesado y asfixiante, recordándole los funerales. Su cabeza da vueltas. No entiende nada. ¿Dónde está? ¿Quién es esa joven que la observa con el ceño fruncido y la cabeza gacha?

—Mi lady… ¿por qué quiso quitarse la vida? —La doncella habla en voz baja, como si temiera ser escuchada. No debería ser tan atrevida, pero necesita confirmar sus sospechas.

Un escalofrío recorre la espalda de Clarisa. ¿Quitarse la vida? Nunca lo haría. No ahora. No después de tanto luchar para convertirse en madre. Solo aquella vez, aquella terrible vez, había deseado morir. Aquella noche en la que él se fue.

—No sé quién eres, pero te aseguro que, aunque quisieran matarme, me aferraría a la vida como una garrapata a su presa —su voz suena firme, aunque temblorosa por el llanto—. No he hecho tal cosa.

La doncella asiente con convicción.

—Lo sabía. Fue su madrastra. Ella le dio ese té siniestro y…

—¿Madrastra? —Clarisa la interrumpe con el estómago revuelto—. No sé de qué hablas, no sé quién eres tú, no sé dónde estoy ni por qué. ¡Necesito ver a mi familia!

Julie la mira, confundida.

—Mi lady… soy Julie, su doncella. Está en el castillo de su familia. Su madrastra… la bruja… ¿de verdad no lo recuerda? Ella le ha hecho la vida imposible desde que se casó con su padre, en paz descanse.

Julie se santigua con respeto, pero Clarisa apenas la escucha. Su cabeza niega con desesperación. Cada palabra que oye la confunde más.

—Mi lady, lleva quince días inconsciente. Tal vez por eso está desorientada. Eso y… el té del demonio que bebió. Puede haber afectado su memoria. Lávese el rostro, quizás eso la ayude a despejarse.

Julie le acerca un cuenco con agua.

Clarisa lo toma con manos temblorosas, pero en cuanto ve su reflejo, el cuenco resbala de sus dedos y cae al suelo, hecho añicos.

—¡Un espejo! ¡Necesito un espejo! —grita con desesperación.

Julie, alarmada, corre a buscar uno y se lo entrega.

Clarisa lo sujeta con fuerza, sus ojos clavados en la imagen que refleja. Su respiración se vuelve errática. Su piel se hiela.

No es ella.

No es su rostro.

No es su cabello castaño y liso.

No son sus ojos marrones.

Tampoco es su voz.

El pánico la devora.

—Mi lady, no se asuste. Solo está un poco pálida por la falta de sol y alimentos… —intenta tranquilizarla Julie.

Clarisa no la escucha. Sus rodillas flaquean y se deja caer al suelo, cubriéndose la boca con ambas manos para ahogar un sollozo desgarrador.

Todo a su alrededor le resulta ajeno. El lecho con dosel, los pesados cortinajes de terciopelo, los muebles de madera tallada. Reconoce algunos objetos de los libros de historia… ¿historia?

—¿Quién soy? ¿Cómo me llamo? ¿En qué año estamos? —su voz suena frágil, como si temiera las respuestas.

Julie palidece.

—Mi lady… me está asustando.

El silencio se alarga antes de que la doncella se decida a hablar.

—Es usted la princesa Eleonora… la futura reina consorte. Contraerá nupcias la próxima semana con el rey Alejandro.

El mundo se derrumba ante los pies de Clarisa.

—¡No! ¡No me casaré con ese tal Alejandro! ¡Yo tengo un esposo! ¡Se llama Phillip! ¡Tengo un hijo! ¡Se llama Federico! No sé quién es Eleonora, pero no soy yo. ¡Soy Clarisa! ¡Mi nombre es Clarisa! –su voz se quiebra con cada palabra.

Retrocede con desesperación, buscando una salida, mientras Julie solloza, temblorosa.

—¡Mi lady, no diga esas cosas en voz alta! ¡Si alguien la escucha, podrían acusarla de herejía o incluso matarla!

Clarisa apenas registra la advertencia. Su cuerpo tiembla, sus pensamientos son un torbellino.

Julie intenta guiarla hasta la cama y, después de varios intentos, lo consigue. La doncella la arropa con ternura e intenta que coma algo, pero Clarisa no prueba la sopa que le ofrece.

Quiere dormir. Quiere despertar de esta pesadilla.

Los sueños la envuelven en un torbellino de imágenes aterradoras.

Está en la camilla de un hospital, el llanto de un bebé llena la sala. De repente, un líquido negro y viscoso comienza a brotar de su boca, nariz y ojos. Su hijo se aleja, Phillip también. Su madre intenta alcanzarla, pero no puede.

Lentamente ve como todo lo que conoce desaparece perdiéndose en la nada.

Se incorpora, queriendo correr tras ellos, pero un río lodoso se interpone en su camino. Mira su reflejo en el agua y ve el rostro de otra mujer.

—Ahora eres Eleonora —susurra un pez desde las profundidades.

—¡No! ¡Mientes! ¡No soy ella! ¡Soy Clarisa!

Despierta de golpe, empapada en sudor, el corazón latiéndole con fuerza.

Mira a su alrededor.

Sigue allí.

El castillo. La habitación desconocida. Todo es real.

Se levanta de la cama con el pulso acelerado. Tiene que escapar.

Se acerca a la puerta, pero al ver a los dos guardias apostados en la entrada, sabe que no será tan fácil. Busca otra salida.

La ventana. Esta parece una buena opción.

Se asoma. Está alto, pero no importa. No puede quedarse allí. No puede casarse con un desconocido.

Salta sin pensarlo.

El impacto le tuerce el tobillo, pero no se detiene. Con dolor, pero decidida, corre hasta un muro y lo escala con dificultad. Al otro lado, encuentra un jardín. Lo cruza sin dudar.

Allí, frente a ella, hay una puerta de madera. Su salida.

Está a punto de abrirla cuando una voz rasposa la detiene.

—¿A dónde crees que vas?

Clarisa se gira de golpe.

Es una mujer de unos cincuenta años, de mirada penetrante y sonrisa cálida.

—Lejos de aquí. No pertenezco a este lugar —responde con desafío.

La mujer sonríe con suficiencia.

—Ahora perteneces aquí, Clarisa.

Un escalofrío le recorre la espalda.

No hay forma de escapar.

No de su destino.

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