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Capítulo 2: Matrimonio legítimo y absoluto

Amaia.

Camino por los jardines delanteros del hospital. Es otoño y los árboles desnudan sus ramas mientras el frío se incrementa y se acompasa al pesado temor en mi pecho... Diara es lo único que tengo, el último recuerdo de mamá y de la felicidad que un día conocimos. Ella lo es todo para mí.

—Señorita Mountbatten.

La enfermera que atiende a mi hermana se acerca con tranquilidad.

»La señorita Diara ha despertado y quiere verla.

Vuelvo a respirar.

—Gracias.

—El doctor hablará después con usted.

Asiento.

»Debería regresar a casa, usted también necesita descanso.

—Es muy amable, pero no me gusta dejar sola a mi hermana.

—Ella será medicada y dormirá toda la noche. Así que puede ir a casa y regresar temprano en la mañana.

Me abrazo para darme un poco de calor.

»Si usted también se enferma ¿quién cuidará de ella? —intento hablar, pero no puedo—. Es una buena hermana, pero también es humana y necesita reposo.

—Está bien, me iré después de hablar con ella y mañana regresaré antes de que despierte.

Al entrar en su habitación, una que casi que le pertenece, porque siempre regresa a la misma, Diara está con la mascarilla de oxígeno. Se apresura a quitársela cuando me ve.

—Amaia.

— ¿Qué haces? El médico te va a regañar.

—Estoy bien, te lo prometo.

Extiende la mano para que la tome y es lo que hago, me acomodo a su lado, para acariciarle el cabello.

»No debes hacer algo que no quieres.

—Hablemos sobre eso después.

—Hablemos ahora —Pausa para tomar aire—. Me opongo a ese matrimonio.

—Tú y tu vicio de escuchar tras las paredes.

—Esta vez no tuve que hacerlo. Sus gritos llegaron más rápido.

—...Lo siento.

—No quiero que te cases de esta forma. No conocemos a ese hombre y tú misma has dicho que tiene una amante.

—...Ya escuchaste a papá. Tal vez no sea verdad.

—Amaia.

Le sonrío.

—Estoy bien, no tienes que pensar en eso. Tu salud es más importante.

—Preferiría morir antes de aceptar que te cases con ese hombre.

— ¡Detente! —Me alejo enfadada— No vuelvas a decir algo tan horrible.

Una corriente de aire entra en la habitación consiguiendo que su cabello revolotee al igual que el mío, por lo que me apresuro a la ventana para cerrarla. El cielo está negro por completo y así es como se siente mi alma cada que ella dice algo como eso.

— ¿Aún lo recuerdas?

—No sé a qué te refieres.

—A ese... chico —lo dice con voz débil— Solías hablarme sobre él y durante mucho tiempo esperaste a que regresara —pausa— Una vez me dijiste que te irías de casa si él te lo pedía.

—Tonterías —Niego—. Cosas de niños. Me sorprende que aún lo recuerdes.

Ruedo los ojos.

—Te observo Amaia, siempre lo hago.

—Es porque soy muy bonita —sonrío—, pero no tan bonita como tú.

Vuelvo a acercarme, para ocupar mi lugar.

» ¿Debería trenzarte el cabello?

— ¿De verdad lo has olvidado?

—Por supuesto, fue hace años. Ni siquiera recuerdo su nombre.

—Solías llamarlo por un apodo.

—Ya, Diara, eso fue hace mucho tiempo, ahora soy una adulta. Tengo veintidós años. Sería una tonta si aún lo recordara. Estoy segura que incluso si lo encuentro en la calle no lo reconoceré.

Suspira.

—Aun así, no quiero que te cases con ese hombre.

—No es momento de hablar sobre eso, lo más importante es que te recuperes para regresar a casa.

—Prométeme que no lo harás.

Sonrío y ella me toma de las manos. 

»Prométemelo de verdad —insiste y sé que no lo dejará pasar.

—Sí, ya pensaré en algo. Nadie me obligará a hacer lo que no quiero. ¿Lo sabes, verdad?

Ella asiente y parece más tranquila. Le acomodo la mascarilla y la enfermera ingresa para colocarle una vía en el brazo.

—Descanse señorita Diara y sueñe con algo bonito.

Ella me mira.

—Entonces soñaré con Amaia.

La enfermera me mira y asiente.

—Será un sueño hermoso.

Ruedo los ojos y sólo me marcho cuando me aseguro de que mi hermana está dormida por completo.

Al entrar en casa voy de inmediato al despacho de mi padre. Entre los papeles apilados sobre el escritorio reúno las facturas médicas, las cuentas de cobro del banco y descubro que también tenemos deudas con varios prestamistas.

Me dejo caer en la silla y al meter la mano en el bolsillo de mi abrigo me entero de que me he quedado con uno de los inhaladores de Diara.

—Debe haber alguna forma... pero ¿cuál?

Mis atención va al techo, tan alto y tan necesitado de pintura nueva y varios arreglos. Ya no da cuenta de la opulencia de antaño.

—El matrimonio con Gael Belmonte es la única opción.

Levanto la cabeza para encontrarme con el responsable de todo este desastre.

— ¿No deberías preguntar por la salud de tu hija?

—Es la única opción —Reitera al tiempo que extiende unos papeles, pero no los recibo.

Sus ojos no abandonan los míos. Tiene unos surcos negros que atenúan la claridad de sus cristalinos azules y profundizan las arrugas.

—Podríamos vender la empresa... Sé que es el legado de la familia, pero podríamos empezar de nuevo.

— ¿Crees que no he hecho cuentas? Incluso si vendemos todo y nos quedamos con la ropa que tenemos puesta no alcanzaría para pagar todas las deudas.

—Tu habilidad para el desastre es sorprendente.

Arrebato los papeles para leer.

—Aunque no lo creas he intentado encontrar otras soluciones, pero ésta es nuestra única salvación.

Leo los detalles:

—El matrimonio será legítimo y absoluto. Sin excepción, en caso de divorcio, si quien lo solicita de manera irrevocable es la esposa, la familia Mountbatten no sólo deberá reembolsar cada centavo recibido, sino que también pagará una multa equivalente al doble de la suma inicial.

Enarco una ceja.

—El señor Belmonte de verdad quiere esta unión para su hijo.

—El padre, pero ¿y si el hijo es quien solicita el divorcio?

—Sigue leyendo —insta.

Vuelvo los ojos a los papeles.

—Parágrafo primero: Si es el esposo quien exige el divorcio de manera irrevocable, la familia Belmonte sólo lo concederá bajo dos condiciones inquebrantables: Primera, que la pareja haya compartido mínimo un año entero bajo el mismo techo y que haya nacido un hijo o haya sido concebido. El infante heredará el apellido de la madre, pero estará bajo la tutela de la familia Belmonte.

Mi ceja se eleva cada vez más al mirar a mi padre.

—Al menos si me divorcio no me exigen tiempo y un hijo —Me burlo.

—En realidad... continúa.

Se frunce mi entrecejo, pero de nuevo me concentro en el documento.

—Parágrafo segundo: Si la esposa solicita el divorcio y no cuenta con los medios para reembolsar la suma exigida ni pagar la multa, podrá saldar la deuda de otra manera: Deberá convivir con su esposo durante mínimo dos años y concebir un hijo. El niño llevará el apellido de la madre, pero quedará bajo la tutela absoluta de la familia Belmonte.

Lanzo los papeles sobre el escritorio.

—Estoy sentenciada... y, a los ojos de ellos, no soy más que una hembra destinada a engendrar su legado —protesto.

—Si lo ves bien no es un mal acuerdo.

Me froto los ojos.

— ¿No es más fácil venderles el apellido? Firmo un papel y que se lo den a todos sus descendientes.

—Las leyes de Velmaria no lo permiten, menos si se trata de un apellido noble.

—Pero éste ya no es un imperio, las leyes deberían cambiar, así como ha cambiado la sociedad.

—Ahora pueden aparecer nuevos ricos como la familia Belmonte, pero ni por todo el oro que posean, podrá comprar un apellido ancestral, menos uno tan importante que fue ligado a la realeza.

—Es una estupidez.

—El apellido sólo puede ser otorgado a los hijos, ni siquiera los cónyuges pueden adquirirlo.

Mis palmas caen sobre el escritorio.

—Estoy condenada —reitero y el teléfono de mesa suena.

Dejo caer la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados, intentando hallar otra solución. Papá contesta. Son monosílabos, por lo cual no presto atención. Los acreedores no respetan horarios para hacer sus cobros.

— ¿La infección se ha complicado doctor?

De inmediato toda la atención va en dirección a los gestos de mi padre. Él asiente mientras me observa.

— ¿Diara? —pregunto con temor. Él asiente y le arrebato el teléfono.

— ¿Qué sucede con mi hermana?

—Señorita Mountbatten, la condición de Diara no está mejorando, acaba de tener otra crisis.

—Iré de inmediato.

—Espere —me detiene el médico al otro lado de la línea—. Hay un nuevo tratamiento, está en fase experimental, pero podría estabilizarla.

—Lo haremos —afirmo.

—Es costoso, muy costoso.

Un suspiro áspero escapa de mis labios mientras la pintura desvencijada de las paredes grita que hace mucho tiempo no hay dinero.

—Entiendo —Es lo único que puedo decir.

—No es necesario que venga, ha sido intubada y continuará sedada. Sin embargo, sus crisis aumentarán si no probamos algo más.

El teléfono resbala por mi pecho mientras enfoco la atención en mi padre en medio de la agonía que supone que mi hermana siga sufriendo.

— ¿Cuándo recibirías el dinero de los Belmonte? —indago sin demasiada emoción.

—Cuando te cases. —Traga saliva.

No vacilo. Diara me odiará, pero... pero no hay nada en el mundo que me importe más que ella, ni siquiera yo.

—Entonces llámalos —digo con voz inquebrantable—. Si quieren su matrimonio, que sea mañana mismo.

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