Amaia.
Sostengo una copa de vino en cada mano mientras me abro paso entre los invitados. La mirada fija en Gael y en esa mujer que en definitiva sólo puede ser ella: La viuda García.
Es rubia, esbelta y elegante, quizá con doce años más que yo, pero aún joven y hermosa. Algo que no intenta ocultar con el vestido negro que se aferra a su figura. No se inmuta cuando me paro frente a ellos. Su mano se mantiene enganchada al brazo de mi esposo como si quisiera dejar claro cuál es su posición. Sonrió con frialdad.
—Es bueno compartir con los amigos los momentos importantes —digo con voz tranquila, pero lo suficientemente clara para que los oídos curiosos a mi alrededor escuchen—. Compartir la felicidad de un matrimonio o la tristeza de la viudez es fundamental —agrego.
Extiendo una de las copas de vino hacia ella. Arquea una ceja, como si analizara mi movimiento. Sin embargo, con una sonrisa de burla toma la copa sin soltar a Gael. Él sólo nos observa.
—Estoy de acuerdo, compartir entre dos personas que se entienden a la perfección es lo mejor —musita antes de dar un sorbo sin dejar de mirarme.
Intento evaluar la expresión de Gael, pero es impenetrable, carente de cualquier emoción, me impide saber qué es lo que está pensando. Paso saliva, pero continúo aquí frente a ellos.
—Es estupendo que algo bueno quede de la antigua nobleza —vuelve a hablar la viuda, aunque con una falsa dulzura—. Al menos su apellido aún puede servir para salvarlos de la ruina a usted y a su familia.
Aprieto la copa, aunque no permito que mi sonrisa desaparezca.
»Quién diría que terminaría teniendo un propósito transaccional después de todo —añade.
Sostengo su mirada y ladeo la cabeza para encogerme de hombros restando importancia.
—Debe ser una ventaja, sin duda. Pero, supongo que lo mismo puede decirse de enviudar a tiempo para quedarse con la fortuna de un esposo —espeto mordaz.
La copa en la mano de la viuda se detiene a medio camino de sus labios, mientras que la mía llega a los míos para el primer sorbo satisfactorio de toda la noche. Sus labios se fruncen apareciendo la grieta en su máscara perfecta.
—Así que sabe sobre mí —dice mientras intenta recuperar su semblante—. Supongo que entonces también debe saber que no todo lo que dicen es verdad.
—Por supuesto —concedo—. Aunque también sé sobre los rumores que dicen que tuvo un amante cuando su esposo se debatía entre la vida y la muerte. Lo curioso es que las malas lenguas señalan al que ahora es mi esposo.
Por un instante creo que la música y los susurros de las otras conversaciones se han detenido y que mi voz se ha escuchado en todo el salón. No miro alrededor, pero puedo sentir el peso de las miradas curiosas.
La viuda García finge una sonrisa.
—Querida, la fidelidad es un concepto demasiado romántico en este mundo y aunque Gael y yo tenemos una historia, soy sólo una amiga.
Aclara mientras observa a alguien sobre mi hombro, como si esas palabras no fueran para mí. Al mirar de reojo noto que es al padre de Gael. Éste observa desde la distancia interesado en la conversación.
—No digo lo contrario, sólo recuerdo los rumores que nada los benefician a ambos, pero por supuesto que ustedes deben ser sólo amigos. No quiero imaginar lo que los demás dirían si pensaran que la viuda García ha sido tan atrevida y despiadada que se ha presentado a la boda de su amante.
Noto que aprieta la mano sobre Gael, pero deja que resbale para fingir que esconde un mechón de cabello tras su oreja.
»Quizá la sociedad esté cambiando —agrego—, pero hay situaciones que tardarán en ser aceptadas y la sociedad es un cruel verdugo —suelto fingiendo comprensión.
Jamás imaginé estar en esta situación, incluso contemplé la idea de negociar con el que sería mi esposo ante la idea de tener que aceptar a su amante, pero ahora... me resulta imposible. La cercanía de esta mujer con él y el desprecio de quien creí mi amigo me impiden ceder.
Gael carraspea, una de sus comisuras se estira para formar una media sonrisa que no sé si es de satisfacción o irritación. Acto seguido desliza su brazo sobre los hombros de la rubia, atrayéndola hacia él. Parpadeo.
—Si vas a jugar, esposa, al menos entiende las reglas —expresa con indiferencia mirando hacia la concurrencia—. No puedes pretender que de la noche a la mañana seas merecedora de respeto, cuando entre ambos somos extraños.
— ¿Extraños?
—Tú estás aquí porque mi padre lo quiso. Si fuera por mí, tu apellido estaría donde pertenece: en un museo, justo como lo que es, una pieza obsoleta.
Sus palabras son como un golpe, y no es porque yo misma no haya renegado de esta unión, pero me ofende que sea él quien lo exprese. Me obligo a parecer indiferente.
“No somos extraños Gael y no me quebraré frente a ti”
Recuerdo que ni siquiera me besó en la iglesia cuando fue el momento. Todo se trató de algo mecánico y vacío, una simple firma en un contrato sin alma. Al principio estaba tan aturdida que no le di importancia. Sin embargo, lo único que ahora percibo es una punzada de desafío crecer dentro de mí.
Sin pensarlo demasiado, avanzo un paso para acortar la distancia entre los dos. Él entrecierra sus ojos sobre mí, evaluándome, pero agradezco ser más alta que la rubia, puesto que puedo llegar a su rostro con más facilidad.
—Tal vez tengas razón —digo, luego deslizo mis labios para que él sea el único en escucharme—. Pero, mientras tengamos que cumplir con nuestro acuerdo, nos aseguraremos de que todos crean que somos la pareja perfecta.
No le doy oportunidad de reaccionar. Lo halo alejándolo de la viuda, atrapo su nuca con mis dedos y lo beso en los labios.
Él aunque no responde, permanece imperturbable. Es un acto inesperado, y quiero que entienda que no es un roce tímido por celos, sino una afirmación del poder que tengo sobre él, porque si estamos condenados a un matrimonio por obligación, espero que entienda que no permitiré que me deje en ridículo.
Los murmullos se esparcen a mis espaldas como pólvora. La viuda a nuestro lado jadea indignada y una voz masculina resuena con entusiasmo sobre la música:
— ¡Que vivan los novios!
Es el padre de Gael, no tengo duda. Me separo un poco sin dejar el contacto visual, quizá menos audaz que hasta hace un momento al reconocer lo impulsivo de mi acción, pero con el pulso acelerado. Sus ojos ofrecen un brillo peligroso.
De pronto, su mano derecha toma posesión de mi nuca y la izquierda se aferra con fuerza a mi cintura, como si quisiera recordarme que tiene el control. Me tenso y entonces me besa. Su boca atrapa mi labio inferior, lo succiona con lentitud antes de delinear el superior con su lengua en un roce exasperante y calculado.
Un escalofrío me recorre y mi respiración se detiene por un instante, pero antes de que pueda protestar me suelta con la misma precisión con la que se acercó.
—Si querías nuestro primer beso, podías pedírmelo en privado —susurra con esa voz grave que se desliza como aceite caliente sobre mi piel—. ¿O es que disfrutas de los espectáculos?
Su tono es casi tan frío como su mirada. Empero, no puedo ignorar que me hormiguean los labios y la piel justo en donde me ha tocado. El recuerdo borroso de aquel amigo se confunde con la imponencia que destila este hombre. Ignoro el calor que sube a mis mejillas.
—Lo único que disfruto es demostrar que no soy la mujer dócil que compró tu padre para ti —respondo en el mismo tono, fingiendo que no me ha afectado.
—Ya lo veremos, esposa. —Su tono es tan afilado como un cuchillo—. No olvides que ahora me perteneces y que tanto tú como tu familia están en mis manos.
La rabia se remolina en el estómago, y antes de que yo pueda responder, él ha decidido que la conversación ha terminado. Se aleja y la viuda García quien no sabe a quién mirar decide seguirlo.
Un resoplo brota de mí sin que pueda contenerlo. No pienso permitirles que me dejen atrás como una simple espectadora. Camino tras él y lo sujeto de la mano. Me observa sobre su hombro.
—No te atrevas a darme la espalda —suelto con firmeza.
— ¿Qué dijiste? —Se gira, quizá incrédulo ante mi acción.
—No permitiré que me trastes como una marioneta que actúa sólo cuando a ti te place —sentencio—. Y si considero que nuestra conversación no ha terminado no permitiré que me dejes atrás.
Por un momento creo que va a reírse, pero como si recordara algo sus ojos se desvían hacia la multitud. Estoy segura que hacia su padre, quien como muchos más no debe perder detalle de lo que sucede entre los dos.
—...Muy bien —expresa casi mascullando las palabras
Tensa la mandíbula, aprieta su mano para no dejar escapar la mía y tira de mí sin previo aviso.
— ¿A dónde me llevas? —exijo al tiempo en que me veo obligada a seguirlo, más cuando parece decidido a no detenerse.
—Al baño, esposa... y no me hagas repetirlo.
Mi corazón da un vuelco, y por primera vez temo que mi pequeña victoria haya sido el peor de los errores.
Gael.El golpe seco de la puerta resuena en el baño cuando la empujo hacia adentro. Mantengo mi agarre firme sobre su mano, al punto que sé que puede ser doloroso, pero ella se resiste a quejarse. La empujo atrapándola entre la pared y mi cuerpo. Sus ojos color miel se clavan en los míos sin dejar ir ese brillo desafiante.— ¿A qué estás jugando? —cuestiona con voz tensa.Intenta alejarse, pero la acorralo contra la pared, una mano se apoya con firmeza a su lado bloqueando su escape.—Esto no es un juego —asevero con tono áspero—. Quiero que entiendas algo desde ya y es que este matrimonio es de papel. No hay nada entre nosotros y nunca lo habrá.Sostiene mi mirada, pero algo en su expresión parece de dolor. No obstante, parpadea y cambia de inmediato su postura, para verse más erguida y como si se preparara para la batalla.—Qué alivio. —Una fina línea se curva en sus labios—. Creí que tendría que lidiar con un esposo devoto.Suelto un risa seca, sin ningún rastro de humor. Atrapo su
Amaia.La casa, testigo de un linaje que la levantó con orgullo, ahora se desmorona conmigo, su última heredera, con un destino ya sellado: venderme para salvarlo todo.—...O te casas con él, o nos hundimos para siempre —sentencia mi padre.El peso de sus palabras bien podría aplastarme por completo.— ¿Por qué no te casas tú? El blanco siempre ha sido tu color.—Amaia...Aprieto las cuentas de cobro en mi mano, suman millones de dracmas que desde luego no tenemos.—No hay otra salida —asevera.Mis ojos se hipnotizan con el movimiento de sus labios, pero aun así no puedo aceptarlo.—Todo esto es tú culpa —suelto.— ¡Amaia!— ¡Eres tú quien ha despilfarrado el dinero! Tú y tus malos negocios, tú y tus malas decisiones ¡Eres el responsable de nuestra desgracia!Desde la habitación de al lado, la tos de Diara frena mis palabras. Esa tos áspera, continúa y agónica que me recuerda en todo momento que ella necesita tratamiento y que de no recibirlo podría empeorar hasta... no me atrevo a pe
Amaia.Camino por los jardines delanteros del hospital. Es otoño y los árboles desnudan sus ramas mientras el frío se incrementa y se acompasa al pesado temor en mi pecho... Diara es lo único que tengo, el último recuerdo de mamá y de la felicidad que un día conocimos. Ella lo es todo para mí.—Señorita Mountbatten.La enfermera que atiende a mi hermana se acerca con tranquilidad.»La señorita Diara ha despertado y quiere verla.Vuelvo a respirar.—Gracias.—El doctor hablará después con usted.Asiento.»Debería regresar a casa, usted también necesita descanso.—Es muy amable, pero no me gusta dejar sola a mi hermana.—Ella será medicada y dormirá toda la noche. Así que puede ir a casa y regresar temprano en la mañana.Me abrazo para darme un poco de calor.»Si usted también se enferma ¿quién cuidará de ella? —intento hablar, pero no puedo—. Es una buena hermana, pero también es humana y necesita reposo.—Está bien, me iré después de hablar con ella y mañana regresaré antes de que des
Amaia.El aire esparce el aroma a hojas secas, acompañado de un viento gélido que se filtra poco a poco entre los árboles cada vez más desnudos, con tapetes dorados a sus pies.—Es hora.Anuncia mi padre en el momento en que la luz del atardecer se refleja melancólica sobre el camino de piedra que conduce a la iglesia.— ¿El dinero? —indago.—Luego de la boda.—Lo primero son las facturas del hospital y el nuevo tratamiento. ¿Lo sabes, verdad?—Lo sé Amaia, no soy el hombre desalmado que tú imaginas.Aprieto el ramo de dalias burdeos y anaranjadas entrelazadas con rosas blancas y hojas de eucalipto. El sudor humedece la cinta color vino que lo ata.—Diara no puede enterarse aún.—Se enterará.—Pero, no aún —insisto.—Haré lo posible.Un sonido extraño retumba en los oídos, pero no sale de la iglesia, sino de mi pecho.»Estarás bien. —No hables sobre lo que no sabes.—Tampoco es fácil para mí.—Debe ser difícil vender a una de tus hijas. —Soy sarcástica.Pero, más que furia es la tr
Amaia“Odio hasta que la muerte nos libere”La música resuena por el salón de eventos de la mansión de Los Belmonte, mientras continúo escuchando esa frase en mi cabeza y la copa de vino en mi mano me ofrece la única compañía de la noche. En definitiva, las risas, bailes y conversaciones de los demás no son reflejo del abismo que existe entre él y yo... mi querido amigo de la infancia, mi esposo.No pierdo detalle de él a través de la multitud. Está con su padre y algunos socios bebiendo whisky con una expresión impenetrable, incluso no me ha devuelto ni una sola mirada desde que salimos de la iglesia... cada uno por su lado.Puedo entender que no estuviera de acuerdo con este matrimonio, aunque fue algo que no consideré hasta ahora y desde luego que comprendo que tenga cierto resentimiento hacia mí por casarse con alguien que de forma evidente no ama... Mi pecho duele ante esta nueva realidad, pero... aún así, no he sido yo quien lo propició, fue su padre, ¡debería ser a él a quien m