Amaia
“Odio hasta que la muerte nos libere”
La música resuena por el salón de eventos de la mansión de Los Belmonte, mientras continúo escuchando esa frase en mi cabeza y la copa de vino en mi mano me ofrece la única compañía de la noche. En definitiva, las risas, bailes y conversaciones de los demás no son reflejo del abismo que existe entre él y yo... mi querido amigo de la infancia, mi esposo.
No pierdo detalle de él a través de la multitud. Está con su padre y algunos socios bebiendo whisky con una expresión impenetrable, incluso no me ha devuelto ni una sola mirada desde que salimos de la iglesia... cada uno por su lado.
Puedo entender que no estuviera de acuerdo con este matrimonio, aunque fue algo que no consideré hasta ahora y desde luego que comprendo que tenga cierto resentimiento hacia mí por casarse con alguien que de forma evidente no ama... Mi pecho duele ante esta nueva realidad, pero... aún así, no he sido yo quien lo propició, fue su padre, ¡debería ser a él a quien mirara con desprecio! Además, ¿cómo es que aquel amigo de mis memorias pudo cambiar tanto? Es él, no tengo duda. Sus ojos, su cicatriz es algo que nadie más podría tener.
Como ahora, aquel día también era otoño y el viento frío hacía que las hojas secas crujieran bajo los zapatos. Pasaba por mi parque favorito con el largo cabello chocolate trenzado feliz con mi nuevo abrigo de mi color preferido: rojo. Tenía doce años cuando lo conocí.
—Ga Ga tonto, Ga Ga cerdo —Se burló un adolescente alentado por las risas de tres más que lo acompañaban.
Él estaba ahí, quieto, mientras aquellos le lanzaban hojas secas y basura sobre su cabello ya revuelto. No se movía ni decía nada. Se veía muy solitario y débil. Fue entonces cuando agarré una rama del suelo y corrí hacia ellos.
— ¡¿Qué hacen?! —Grité, blandiendo la rama como si fuese una espada.
Ellos se sorprendieron, pero se rieron al verme.
—Mira eso, necesita que una niña lo defienda —dijo uno burlándose.
—Es patético —resopló otro.
Apreté la rama con más fuerza al ver que no se iban, y la levanté como si hubiera decidido hacerles daño.
— ¡Si no se van ahora mismo, los denunciaré! Mi papá conoce al jefe de la policía y los van a llevar a la cárcel por meterse con un niño más pequeño.
En lugar de asustarse rieron más fuerte. Sin embargo, uno de ellos codeó a los demás y les dijo algo en medio de un susurro. Volvieron sus ojos a mí y luego miraron alrededor. Supuse que había conseguido amedrentarlos.
—Contaré hasta tres —advertí.
—Que patético, Ga Ga —se burló el que parecía ser el líder antes de que se marcharan.
No solté la rama hasta que sus siluetas desaparecieron. Al volver los ojos al niño, él continuó ahí, inmóvil, con el cabello cubriendo parte de la cara y la que estaba al descubierto tenía manchas de polvo y algunos cortes pequeños en la mejilla. Sus rodillas estaban raspadas.
— ¿Estás bien? —Le pregunté, pero no respondió.
Así que me acerqué un poco más, recordé las curitas con figuras de ositos que guardaba en mi bolsillo para poner en la mano de mi hermana cuando estaba enferma. Saqué dos para entregárselas, pero no hizo ningún intento por recibirlas.
Se levantó del suelo con torpeza, sacudiendo la tierra que manchaba su pantalón. Fue en ese instante que descubrí que no era un niño pequeño, quizá tenía unos años más que yo, pensé que no tantos por su estatura. Sin duda era más bajo que los otros chicos y quizá por eso se aprovechaban.
— ¡No necesito tu ayuda! —exclamó enfadado.
En lugar de irme como quizá lo debí hacer, me indigné por su reacción y me crucé de brazos.
— ¡Vaya! Ni siquiera das las gracias aunque te salvé la vida.
—No me salvaste —negó con las cejas muy fruncidas.
— ¡Sí lo hice! Si no hubiera aparecido quizá te seguirían molestando.
Sus labios temblaron, pero no respondió, se dio la vuelta dispuesto a irse, pero aquel gesto me enfureció aún más y como decidí que no había terminado con él corrí para interponerme en su camino con los brazos extendidos, impidiendo que avanzara.
— ¡Espera!
Arranqué el papelito de las curitas y me acerqué. Me empiné un poco para poner una en su mejilla y me agaché para poner otra en la rodilla más lastimada.
— ¿Qué haces? No soy un bebé.
No le respondí hasta que contemplé mi trabajo, puesto que a pesar de su protesta no se las quitó. Di un gran suspiro, recordando las palabras de mi madre, quien siempre me pidió que no fuera impulsiva, en especial, porque no quería que me metiera en problemas. Así que Saqué de mi otro bolsillo el último dulce que me quedaba, uno con sabor a fresa y se lo extendí como ofrenda.
—Si lo tomas prometo que me iré y te dejaré en paz.
Dudó, me observó por lo que creo fue un largo rato, pero al final tomó el dulce con cierta exasperación. Lo desenvolvió y se lo metió a la boca.
— ¿Por qué se burlaban de ti? —pregunté.
Apretó los labios, pero no respondió.
»No puede ser tan terrible.
Él suspiró como si estuviera muy cansado, al final murmuró:
—Por mi apodo...
— ¿Cuál apodo?
—No finjas que no lo escuchaste —Tensó la mandíbula y me picó la mano para elevarla y limpiar su rostro delgado.
— ¿Ga Ga?
—...Mi mamá me lo dice como si aún fuera un bebé —admitió después de lo que pareció un momento de duda— y desde que ellos lo descubrieron no dejan de molestarme.
Mi corazón se apretó al imaginar a aquella madre, por lo que decidí consolarlo.
—El apodo no tiene nada de malo. Es bonito, a mí me gustaría tener uno.
Negó.
—Dicen que es el apodo de un enano... y que es por eso que no crezco como ellos.
Suspiré.
— ¿Cuántos años tienes?
Dudó en responder, pero volvió a ceder:
—Recién cumplí dieciséis...
Mis ojos se abrieron de más al entender. Quizá eran compañeros de clase y lo acosaban de forma constante.
—Creo que es un apodo dulce —me encogí de hombros—. Y si te lo dice tu madre es porque te ama, eso es lo que debería importar.
— ¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Mucho gusto Ga Ga —extendí la mano como lo hacía mi padre— Soy Amaia.
Sólo se quedó ahí mirándome. Luego se acomodó el cabello tras la oreja y pude notar lo particular de su ojo izquierdo. Quedé fascinada, sin saber que desde ese momento lo estaba convirtiendo en mi amigo, o por lo menos eso creí durante todo este tiempo.
La música de la fiesta me arrastra de vuelta a la actualidad. Parpadeo y vuelvo a encontrarme en el salón dorado de la mansión Belmonte. Lo busco entre la gente una vez más, pero él no está solo.
Una mujer de cabello rubio y corto hasta los hombros toca su brazo con demasiada familiaridad, incluso lo atrae a ella puesto que a pesar de sus altos tacones no lo alcanza por completo, le susurra al oído y no puedo ver la reacción que él tiene.
El cuello pica cuando varios pares de ojos saltan de ellos hasta mí como si estuvieran evaluando mi reacción en medio de risas burlonas. No tengo necesito que alguien me diga quién es ella o cuál es su relación.
¿Qué fue lo que convirtió a ese chico amable en este hombre tan distante que parece incluso cruel?
Hay una punzada en el pecho, pero tomo otra copa con la mano libre antes de dirigirme hacia ellos.
Amaia.Sostengo una copa de vino en cada mano mientras me abro paso entre los invitados. La mirada fija en Gael y en esa mujer que en definitiva sólo puede ser ella: La viuda García.Es rubia, esbelta y elegante, quizá con doce años más que yo, pero aún joven y hermosa. Algo que no intenta ocultar con el vestido negro que se aferra a su figura. No se inmuta cuando me paro frente a ellos. Su mano se mantiene enganchada al brazo de mi esposo como si quisiera dejar claro cuál es su posición. Sonrió con frialdad.—Es bueno compartir con los amigos los momentos importantes —digo con voz tranquila, pero lo suficientemente clara para que los oídos curiosos a mi alrededor escuchen—. Compartir la felicidad de un matrimonio o la tristeza de la viudez es fundamental —agrego.Extiendo una de las copas de vino hacia ella. Arquea una ceja, como si analizara mi movimiento. Sin embargo, con una sonrisa de burla toma la copa sin soltar a Gael. Él sólo nos observa.—Estoy de acuerdo, compartir entre do
Gael.El golpe seco de la puerta resuena en el baño cuando la empujo hacia adentro. Mantengo mi agarre firme sobre su mano, al punto que sé que puede ser doloroso, pero ella se resiste a quejarse. La empujo atrapándola entre la pared y mi cuerpo. Sus ojos color miel se clavan en los míos sin dejar ir ese brillo desafiante.— ¿A qué estás jugando? —cuestiona con voz tensa.Intenta alejarse, pero la acorralo contra la pared, una mano se apoya con firmeza a su lado bloqueando su escape.—Esto no es un juego —asevero con tono áspero—. Quiero que entiendas algo desde ya y es que este matrimonio es de papel. No hay nada entre nosotros y nunca lo habrá.Sostiene mi mirada, pero algo en su expresión parece de dolor. No obstante, parpadea y cambia de inmediato su postura, para verse más erguida y como si se preparara para la batalla.—Qué alivio. —Una fina línea se curva en sus labios—. Creí que tendría que lidiar con un esposo devoto.Suelto un risa seca, sin ningún rastro de humor. Atrapo su
Amaia.La casa, testigo de un linaje que la levantó con orgullo, ahora se desmorona conmigo, su última heredera, con un destino ya sellado: venderme para salvarlo todo.—...O te casas con él, o nos hundimos para siempre —sentencia mi padre.El peso de sus palabras bien podría aplastarme por completo.— ¿Por qué no te casas tú? El blanco siempre ha sido tu color.—Amaia...Aprieto las cuentas de cobro en mi mano, suman millones de dracmas que desde luego no tenemos.—No hay otra salida —asevera.Mis ojos se hipnotizan con el movimiento de sus labios, pero aun así no puedo aceptarlo.—Todo esto es tú culpa —suelto.— ¡Amaia!— ¡Eres tú quien ha despilfarrado el dinero! Tú y tus malos negocios, tú y tus malas decisiones ¡Eres el responsable de nuestra desgracia!Desde la habitación de al lado, la tos de Diara frena mis palabras. Esa tos áspera, continúa y agónica que me recuerda en todo momento que ella necesita tratamiento y que de no recibirlo podría empeorar hasta... no me atrevo a pe
Amaia.Camino por los jardines delanteros del hospital. Es otoño y los árboles desnudan sus ramas mientras el frío se incrementa y se acompasa al pesado temor en mi pecho... Diara es lo único que tengo, el último recuerdo de mamá y de la felicidad que un día conocimos. Ella lo es todo para mí.—Señorita Mountbatten.La enfermera que atiende a mi hermana se acerca con tranquilidad.»La señorita Diara ha despertado y quiere verla.Vuelvo a respirar.—Gracias.—El doctor hablará después con usted.Asiento.»Debería regresar a casa, usted también necesita descanso.—Es muy amable, pero no me gusta dejar sola a mi hermana.—Ella será medicada y dormirá toda la noche. Así que puede ir a casa y regresar temprano en la mañana.Me abrazo para darme un poco de calor.»Si usted también se enferma ¿quién cuidará de ella? —intento hablar, pero no puedo—. Es una buena hermana, pero también es humana y necesita reposo.—Está bien, me iré después de hablar con ella y mañana regresaré antes de que des
Amaia.El aire esparce el aroma a hojas secas, acompañado de un viento gélido que se filtra poco a poco entre los árboles cada vez más desnudos, con tapetes dorados a sus pies.—Es hora.Anuncia mi padre en el momento en que la luz del atardecer se refleja melancólica sobre el camino de piedra que conduce a la iglesia.— ¿El dinero? —indago.—Luego de la boda.—Lo primero son las facturas del hospital y el nuevo tratamiento. ¿Lo sabes, verdad?—Lo sé Amaia, no soy el hombre desalmado que tú imaginas.Aprieto el ramo de dalias burdeos y anaranjadas entrelazadas con rosas blancas y hojas de eucalipto. El sudor humedece la cinta color vino que lo ata.—Diara no puede enterarse aún.—Se enterará.—Pero, no aún —insisto.—Haré lo posible.Un sonido extraño retumba en los oídos, pero no sale de la iglesia, sino de mi pecho.»Estarás bien. —No hables sobre lo que no sabes.—Tampoco es fácil para mí.—Debe ser difícil vender a una de tus hijas. —Soy sarcástica.Pero, más que furia es la tr