Capítulo 4: Mi amigo

Amaia

“Odio hasta que la muerte nos libere”

La música resuena por el salón de eventos de la mansión de Los Belmonte, mientras continúo escuchando esa frase en mi cabeza y la copa de vino en mi mano me ofrece la única compañía de la noche. En definitiva, las risas, bailes y conversaciones de los demás no son reflejo del abismo que existe entre él y yo... mi querido amigo de la infancia, mi esposo.

No pierdo detalle de él a través de la multitud. Está con su padre y algunos socios bebiendo whisky con una expresión impenetrable, incluso no me ha devuelto ni una sola mirada desde que salimos de la iglesia... cada uno por su lado.

Puedo entender que no estuviera de acuerdo con este matrimonio, aunque fue algo que no consideré hasta ahora y desde luego que comprendo que tenga cierto resentimiento hacia mí por casarse con alguien que de forma evidente no ama... Mi pecho duele ante esta nueva realidad, pero... aún así, no he sido yo quien lo propició, fue su padre, ¡debería ser a él a quien mirara con desprecio! Además, ¿cómo es que aquel amigo de mis memorias pudo cambiar tanto? Es él, no tengo duda. Sus ojos, su cicatriz es algo que nadie más podría tener.  

Como ahora, aquel día también era otoño y el viento frío hacía que las hojas secas crujieran bajo los zapatos. Pasaba por mi parque favorito con el largo cabello chocolate trenzado feliz con mi nuevo abrigo de mi color preferido: rojo. Tenía doce años cuando lo conocí.

—Ga Ga tonto, Ga Ga cerdo —Se burló un adolescente alentado por las risas de tres más que lo acompañaban.

Él estaba ahí, quieto, mientras aquellos le lanzaban hojas secas y basura sobre su cabello ya revuelto. No se movía ni decía nada. Se veía muy solitario y débil. Fue entonces cuando agarré una rama del suelo y corrí hacia ellos.

— ¡¿Qué hacen?! —Grité, blandiendo la rama como si fuese una espada.

Ellos se sorprendieron, pero se rieron al verme.

—Mira eso, necesita que una niña lo defienda —dijo uno burlándose.

—Es patético —resopló otro.

Apreté la rama con más fuerza al ver que no se iban, y la levanté como si hubiera decidido hacerles daño.

— ¡Si no se van ahora mismo, los denunciaré! Mi papá conoce al jefe de la policía y los van a llevar a la cárcel por meterse con un niño más pequeño.

En lugar de asustarse rieron más fuerte. Sin embargo, uno de ellos codeó a los demás y les dijo algo en medio de un susurro. Volvieron sus ojos a mí y luego miraron alrededor. Supuse que había conseguido amedrentarlos.

—Contaré hasta tres —advertí.

—Que patético, Ga Ga —se burló el que parecía ser el líder antes de que se marcharan.

No solté la rama hasta que sus siluetas desaparecieron. Al volver los ojos al niño, él continuó ahí, inmóvil, con el cabello cubriendo parte de la cara y la que estaba al descubierto tenía manchas de polvo y algunos cortes pequeños en la mejilla. Sus rodillas estaban raspadas.

— ¿Estás bien? —Le pregunté, pero no respondió.

Así que me acerqué un poco más, recordé las curitas con figuras de ositos que guardaba en mi bolsillo para poner en la mano de mi hermana cuando estaba enferma. Saqué dos para entregárselas, pero no hizo ningún intento por recibirlas.

Se levantó del suelo con torpeza, sacudiendo la tierra que manchaba su pantalón. Fue en ese instante que descubrí que no era un niño pequeño, quizá tenía unos años más que yo, pensé que no tantos por su estatura. Sin duda era más bajo que los otros chicos y quizá por eso se aprovechaban.

— ¡No necesito tu ayuda! —exclamó enfadado. 

En lugar de irme como quizá lo debí hacer, me indigné por su reacción y me crucé de brazos.

— ¡Vaya! Ni siquiera das las gracias aunque te salvé la vida.

—No me salvaste —negó con las cejas muy fruncidas.

— ¡Sí lo hice! Si no hubiera aparecido quizá te seguirían molestando.

Sus labios temblaron, pero no respondió, se dio la vuelta dispuesto a irse, pero aquel gesto me enfureció aún más y como decidí que no había terminado con él corrí para interponerme en su camino con los brazos extendidos, impidiendo que avanzara.

— ¡Espera!

Arranqué el papelito de las curitas y me acerqué. Me empiné un poco para poner una en su mejilla y me agaché para poner otra en la rodilla más lastimada.

— ¿Qué haces? No soy un bebé.

No le respondí hasta que contemplé mi trabajo, puesto que a pesar de su protesta no se las quitó. Di un gran suspiro, recordando las palabras de mi madre, quien siempre me pidió que no fuera impulsiva, en especial, porque no quería que me metiera en problemas. Así que Saqué de mi otro bolsillo el último dulce que me quedaba, uno con sabor a fresa y se lo extendí como ofrenda.

—Si lo tomas prometo que me iré y te dejaré en paz.

Dudó, me observó por lo que creo fue un largo rato, pero al final tomó el dulce con cierta exasperación. Lo desenvolvió y se lo metió a la boca.

— ¿Por qué se burlaban de ti? —pregunté.

 Apretó los labios, pero no respondió.

»No puede ser tan terrible.

Él suspiró como si estuviera muy cansado, al final murmuró:

—Por mi apodo...

— ¿Cuál apodo?

—No finjas que no lo escuchaste —Tensó la mandíbula y me picó la mano para elevarla y limpiar su rostro delgado.

— ¿Ga Ga?

—...Mi mamá me lo dice como si aún fuera un bebé —admitió después de lo que pareció un momento de duda— y desde que ellos lo descubrieron no dejan de molestarme.

Mi corazón se apretó al imaginar a aquella madre, por lo que decidí consolarlo.

—El apodo no tiene nada de malo. Es bonito, a mí me gustaría tener uno.

Negó.

—Dicen que es el apodo de un enano... y que es por eso que no crezco como ellos.

Suspiré. 

— ¿Cuántos años tienes?

Dudó en responder, pero volvió a ceder:

—Recién cumplí dieciséis...

Mis ojos se abrieron de más al entender. Quizá eran compañeros de clase y lo acosaban de forma constante.  

—Creo que es un apodo dulce —me encogí de hombros—. Y si te lo dice tu madre es porque te ama, eso es lo que debería importar.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Mucho gusto Ga Ga —extendí la mano como lo hacía mi padre— Soy Amaia.

Sólo se quedó ahí mirándome. Luego se acomodó el cabello tras la oreja y pude notar lo particular de su ojo izquierdo. Quedé fascinada, sin saber que desde ese momento lo estaba convirtiendo en mi amigo, o por lo menos eso creí durante todo este tiempo.

La música de la fiesta me arrastra de vuelta a la actualidad. Parpadeo y vuelvo a encontrarme en el salón dorado de la mansión Belmonte.  Lo busco entre la gente una vez más, pero él no está solo.

Una mujer de cabello rubio y corto hasta los hombros toca su brazo con demasiada familiaridad, incluso lo atrae a ella puesto que a pesar de sus altos tacones no lo alcanza por completo, le susurra al oído y no puedo ver la reacción que él tiene.

El cuello pica cuando varios pares de ojos saltan de ellos hasta mí como si estuvieran evaluando mi reacción en medio de risas burlonas. No tengo necesito que alguien me diga quién es ella o cuál es su relación.

¿Qué fue lo que convirtió a ese chico amable en este hombre tan distante que parece incluso cruel?

Hay una punzada en el pecho, pero tomo otra copa con la mano libre antes de dirigirme hacia ellos.

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