Amaia.
El aire esparce el aroma a hojas secas, acompañado de un viento gélido que se filtra poco a poco entre los árboles cada vez más desnudos, con tapetes dorados a sus pies.
—Es hora.
Anuncia mi padre en el momento en que la luz del atardecer se refleja melancólica sobre el camino de piedra que conduce a la iglesia.
— ¿El dinero? —indago.
—Luego de la boda.
—Lo primero son las facturas del hospital y el nuevo tratamiento. ¿Lo sabes, verdad?
—Lo sé Amaia, no soy el hombre desalmado que tú imaginas.
Aprieto el ramo de dalias burdeos y anaranjadas entrelazadas con rosas blancas y hojas de eucalipto. El sudor humedece la cinta color vino que lo ata.
—Diara no puede enterarse aún.
—Se enterará.
—Pero, no aún —insisto.
—Haré lo posible.
Un sonido extraño retumba en los oídos, pero no sale de la iglesia, sino de mi pecho.
»Estarás bien.
—No hables sobre lo que no sabes.
—Tampoco es fácil para mí.
—Debe ser difícil vender a una de tus hijas. —Soy sarcástica.
Pero, más que furia es la tristeza el sentimiento que se adhiere a mi piel como una segunda capa, tan frío como sofocante, mientras el peso del vestido blanco amenaza con hundirme en arenas movedizas.
—Los grandes hechos de la humanidad no se construyen teniendo como base la felicidad, sino el sacrificio, Amaia, y el tuyo salvará a nuestra familia.
—Sabes bien que lo hago por Diara, si no fuera por ella...
—Diara quizás no lo entienda ahora, pero el día que pueda respirar sin dolor, el día que la veas vivir sin miedo, sabrás que todo esto valió la pena.
—Suficiente —estrecho mis ojos sobre los suyos— No te atrevas a despilfarrar ese dinero, porque si lo haces te juro que tomaré a Diara y nos iremos tan lejos que jamás podrás encontrarnos —Sonrío maliciosa— Y no creo que la familia Belmonte te considere aceptable para ser el reemplazo de la novia.
Frunce los labios y, de la iglesia empiezan a salir notas de órgano y violín. Su sonido melancólico y solemne anuncia que ha llegado el momento de mi muerte... quiero decir, de mi matrimonio...
Avanzo en medio de una iglesia inmaculada y majestuosa, con un altar muy bien adornado para mi sacrificio. Ahí, delante del sacerdote, un hombre da la espalda. Es alto, hombros anchos, tiene el cabello castaño muy bien recordado en la parte de atrás, pero además de su buena contextura no ofrece algo más que me diga lo que me espera.
¿Por qué ni siquiera se digna a mirarme?, ¿Qué tan real quiere que sea este matrimonio?, ¿su amante estará de acuerdo?, ¿Podré soportar su presencia?... ¿Y si doy media vuelta y salgo corriendo?
—Sonríe, estás demasiado tensa —susurra mi padre.
Lo ignoro, el palpitar de mi corazón es más ruidoso que el tono de su voz. Intento concentrarme en algo diferente que no sea ese hombre cuyo rostro desconozco, pero cuya familia ha podido organizar los preparativos de la boda en una semana. Es evidente que no querían perder tiempo. ¿Tanto desean un apellido de antaño?
Mientras tanto, las bancas están llenas de rostros, algunos conocidos pero muy pocos con los que he tratado en realidad, otros más, la mayoría, son caras extrañas que me observan con curiosidad. Todos hacen parte de un mundo en el que siempre he evitado entrar, porque mientras otros de mi edad asistían a bailes y eventos, yo prefería quedarme en casa leyendo libros y cuidando de Diara.
—Amaia, llegamos —vuelve a susurrar.
Y es cuando me doy cuenta que el camino ha finalizado y por tanto mis divagaciones. Me cuesta soltarme del brazo de mi padre, jamás imaginé que desearía apoyarme en él un poco más. Sin embargo, finjo que mis manos no están sudorosas y doy un paso adelante.
El sacerdote se aclara la garganta y con voz solemne empieza:
—Hemos sido convocados en esta sagrada casa para unir en matrimonio a Amaia Mountbatten y Gael Belmonte. Hoy, ante Dios y estos testigos, sellarán un compromiso que trasciende el tiempo y las palabras —Escucho algunos susurros y si no me equivoco parece que algunas mujeres están llorando. Finjo que no me doy cuenta de ello.
»El matrimonio no es sólo un vínculo sagrado, sino un juramento de fortaleza, respeto y entrega mutua entre dos personas que se aman y han decidido hacer de sus vidas una sola.
Hace una pausa dejando que sus palabras floten en ese aire cargado de expectación y del frío invernal que acaricia con agujas la piel desnuda de mis brazos.
Observo a ese hombre de reojo, tan alto e imponente, con la espalda ancha cubierta por el traje negro que pareciera absorber la luz. No obstante, no hace un solo movimiento para verme. No hay ni un poco de interés en mí, es como si yo no existiera. Muerdo mi labio inferior.
—Que aquellos que hoy se unen —prosigue el sacerdote—, lo hagan con la certeza de que este lazo será irrompible.
Aprieto más el ramo. En Velmaria la única unión aceptada ante la sociedad es la que se realiza ante Dios, y aunque existe la opción de divorcio, por mutuo acuerdo, no está bien visto, porque se cree que una pareja bendecida estará unida por siempre, incluso aunque otros lleguen a sus vidas, no tendrán la opción de casarse de nuevo.
—Y ahora, antes de sellar este juramento los invito a mirarse, pues en los ojos del otro encontrarán el reflejo del camino que han de recorrer juntos.
Suelto el labio antes de girar y enfrentarme con mirada estrecha y el corazón pesado. Empero, él continua en la misma posición, ofreciendo sólo su perfil de mandíbula esculpida, barba incipiente y nariz recta. No tardan los susurros en aparecer.
El sacerdote carraspea y lo i***a a mirarme. Intento distraerme en los colores del ramo, mi primero y mi último. Su cuerpo gira y cuando levanto la mirada para verlo por primera vez, una certeza helada intenta despejar la neblina de mis recuerdos. Parpadeo antes de concentrarme en sus ojos, ambos verdes, pero uno de ellos con una parte marrón, justo la mitad derecha del ojo izquierdo.
Un escalofrío me asalta antes de desviar la atención hasta su oreja izquierda para descubrir una cicatriz fina y ligeramente curva en la parte superior, justo donde el cartílago se dobla antes de unirse a su cabeza. Mi pecho retumba, esta vez de una forma diferente mientras que esa cicatriz que no es demasiado grande, pero con su tono pálido resalta contra su piel, es una fiel prueba de un pasado común.
El mundo desaparece a mí alrededor, los sonidos se pierden en la nada mientras retrato en mi mente las facciones cinceladas por la adultez.
“Te llevaré a conocer el mundo algún día”
— ¿Gael? —susurro ese nombre conectándolo con aquel recuerdo.
Por un instante vienen a mí imágenes de los dos corriendo uno al lado del otro, de risas compartidas y conversaciones profundas. Entonces, la esperanza se mezcla con la alegría del reencuentro. No obstante, su expresión no es igual a la mía, por el contrario, es dura y distante.
Se acerca lo suficiente para hablarme al oído. Permanezco inmóvil y a la expectativa de que me haya reconocido, ¿Sabía que era yo desde el principio?
—No te hagas ilusiones, de mí sólo recibirás odio hasta el día en que la muerte nos libere.
Sus palabras tan frías como el hielo congelan el aire entre nosotros y, de repente cualquier atisbo de alegría desaparece al igual que el mundo bajo mis pies. Sin embargo, ¿por qué?
Amaia“Odio hasta que la muerte nos libere”La música resuena por el salón de eventos de la mansión de Los Belmonte, mientras continúo escuchando esa frase en mi cabeza y la copa de vino en mi mano me ofrece la única compañía de la noche. En definitiva, las risas, bailes y conversaciones de los demás no son reflejo del abismo que existe entre él y yo... mi querido amigo de la infancia, mi esposo.No pierdo detalle de él a través de la multitud. Está con su padre y algunos socios bebiendo whisky con una expresión impenetrable, incluso no me ha devuelto ni una sola mirada desde que salimos de la iglesia... cada uno por su lado.Puedo entender que no estuviera de acuerdo con este matrimonio, aunque fue algo que no consideré hasta ahora y desde luego que comprendo que tenga cierto resentimiento hacia mí por casarse con alguien que de forma evidente no ama... Mi pecho duele ante esta nueva realidad, pero... aún así, no he sido yo quien lo propició, fue su padre, ¡debería ser a él a quien m
Amaia.Sostengo una copa de vino en cada mano mientras me abro paso entre los invitados. La mirada fija en Gael y en esa mujer que en definitiva sólo puede ser ella: La viuda García.Es rubia, esbelta y elegante, quizá con doce años más que yo, pero aún joven y hermosa. Algo que no intenta ocultar con el vestido negro que se aferra a su figura. No se inmuta cuando me paro frente a ellos. Su mano se mantiene enganchada al brazo de mi esposo como si quisiera dejar claro cuál es su posición. Sonrió con frialdad.—Es bueno compartir con los amigos los momentos importantes —digo con voz tranquila, pero lo suficientemente clara para que los oídos curiosos a mi alrededor escuchen—. Compartir la felicidad de un matrimonio o la tristeza de la viudez es fundamental —agrego.Extiendo una de las copas de vino hacia ella. Arquea una ceja, como si analizara mi movimiento. Sin embargo, con una sonrisa de burla toma la copa sin soltar a Gael. Él sólo nos observa.—Estoy de acuerdo, compartir entre do
Gael.El golpe seco de la puerta resuena en el baño cuando la empujo hacia adentro. Mantengo mi agarre firme sobre su mano, al punto que sé que puede ser doloroso, pero ella se resiste a quejarse. La empujo atrapándola entre la pared y mi cuerpo. Sus ojos color miel se clavan en los míos sin dejar ir ese brillo desafiante.— ¿A qué estás jugando? —cuestiona con voz tensa.Intenta alejarse, pero la acorralo contra la pared, una mano se apoya con firmeza a su lado bloqueando su escape.—Esto no es un juego —asevero con tono áspero—. Quiero que entiendas algo desde ya y es que este matrimonio es de papel. No hay nada entre nosotros y nunca lo habrá.Sostiene mi mirada, pero algo en su expresión parece de dolor. No obstante, parpadea y cambia de inmediato su postura, para verse más erguida y como si se preparara para la batalla.—Qué alivio. —Una fina línea se curva en sus labios—. Creí que tendría que lidiar con un esposo devoto.Suelto un risa seca, sin ningún rastro de humor. Atrapo su
Amaia.Mis manos duelen por los golpes que doy a la puerta, uno tras otro, pero sin ningún efecto. Me detengo al entender que él se ha marchado y me ha dejado aquí encerrada, en un simple baño de su gran mansión, lejos de la multitud que se supone festeja nuestra unión.Después de unos minutos un sonido tras la puerta me alerta.— ¡Ábreme, maldito! —Grito volviendo a golpear con más fuerza— Fingías que me habías dejado sola. — ¿Quién está ahí? —indaga la voz de alguien, un hombre, pero no es de quien esperaba.— ¡Estoy encerrada! ¡Ayuda!—Espere un momento... Alguien se ha llevado la llave.Muevo el picaporte sin éxito.—Tumbe la puerta si es necesario, pero sáqueme de aquí —exijo.—Espere por favor, iré por ayuda.— ¡No!, no me deje...Pasos apresurados que se alejan resuenan al otro lado. Mi cuerpo sucumbe ante la ley de la gravedad al comprender que de verdad estoy sola.Mis manos se dan consuelo al apretar el pulgar contrario, mientras la mirada se pierde en el horizonte de una
Amaia.En medio de la madrugada, el taxi se detiene frente a la mansión desvencijada, otrora símbolo de la más alta nobleza. El ambiente que la rodea está cargado de tristeza con un cielo apenas iluminado por la tenue luna.Al entrar, todo está en silencio, parece como si nadie más habitara entre sus paredes, pero sé que no es verdad. Sé que en el rincón más especial está la persona más importante que tengo y quien ignora lo que he hecho. Subo por las escaleras, aún con los pies descalzos y demasiado fríos, intentando no hacer ruido. — ¿Amaia?La débil voz de mi hermana me detiene ¿Por qué está despierta?—Espera, ahora voy —digo antes de ingresar rápido en mi habitación.Me quito el vestido con movimientos rápidos, pero torpes, por lo cual casi lo arranco como si con eso también pudiera olvidar lo que representa.Me visto con una bata cómoda, algo más acorde a quien soy y que no encarna a la mujer recién casada que espera la consumación con su esposo. A mi mente regresa la imagen d
Mentirle era necesario. Diara necesita a la hermana fuerte, no a la que se está desmoronando al descubrir que el recuerdo que guardó como un tesoro jamás existió.Acaricio su cabello, duerme tranquila luego de que la obligara a tomar su medicina. Se entretuvo con lo que le conté, reduciendo la historia a la burla de entregarle una copa de vino a la viuda García con algunos comentarios despreocupados y, desde luego, sin mencionar las palabras hirientes de Gael. Le doy un beso en la frente antes de arroparla más.Al entrar en mi habitación, es más evidente que el cuerpo pesa, que mi cabeza palpita y que mi corazón necesita calma. Me deslizo bajo la ducha e imagino que cada gota de agua se lleva a su paso cada gramo de tristeza, incluso si aún brotan lágrimas no me doy cuenta. Todo en lo que puedo pensar es en que no me dejaré humillar por ese hombre.Paso a la cama y aunque cierro los ojos, un torbellino de pensamientos, mezclado con recuerdos de antes y de ahora me persiguen, por lo cu
Amaia.Jamás imaginé que tendría que regresar a la mansión de Los Belmonte de esta forma. Según los escasos recuerdos de mi padre, la última persona con la que habló fue con Gael, así que tendré que preguntarle por el cheque o de inmediato solicitar se informe al banco que detengan el pago de éste, aún queda la posibilidad de que se haya deslizado debajo de alguna mesa y que terminara en la basura.Mi cabeza aún duele cuando el carro se detiene frente a la mansión. Es grande, brillante y suntuosa. Antes pertenecía a otra familia que debió abandonarla por razones similares a las nuestras, sólo que en su caso fue porque ambos hijos quedaron desprotegidos a temprana edad y debieron abandonar la ciudad para viajar hasta el lugar en el que residen sus abuelos maternos.Sin embargo, debo reconocer que ahora parece más espléndida que antes. Suspiro antes de bajar del vehículo. Enderezo la espalda y mantengo el mentón elevado encarnando el porte adecuado de una mujer de mi estatus, es algo qu
Amaia.Lo sigo hasta la habitación. Cada paso que doy pesa y antes de cruzar su puerta me observa de reojo como si esperara de forma atenta a mi siguiente movimiento. Avanzo y un golpe olfativo de colonia masculina amaderada es lo que obliga al resto de mi cuerpo a entender que está en sus dominios.La decoración es elegante y austera. No hay rastros de la ostentación que predomina en el resto de la mansión. Sólo muebles de líneas limpias y colores neutros. No obstante, mi estómago se revuelve cuando noto la cama deshecha. No necesito confirmación para saber quién ha estado ahí.La imagen de la viuda entre sus sábanas, enredada entre sus brazos produce una punzada de asco. Debió estar con ella. De otra forma esa mujer no estaría aún en la residencia.Un ruido sutil llama mi atención. Gael se está desabrochando el abrigo de lana de color gris con calma estudiada, dejando ver la camisa blanca que se ajusta a su torso. Aparto la mirada de inmediato y me enfoco en la chimenea apagada mien