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Capítulo 3: Hasta que la muerte nos libere

Amaia.

El aire esparce el aroma a hojas secas, acompañado de un viento gélido que se filtra poco a poco entre los árboles cada vez más desnudos, con tapetes dorados a sus pies.

—Es hora.

Anuncia mi padre en el momento en que la luz del atardecer se refleja melancólica sobre el camino de piedra que conduce a la iglesia.

— ¿El dinero? —indago.

—Luego de la boda.

—Lo primero son las facturas del hospital y el nuevo tratamiento. ¿Lo sabes, verdad?

—Lo sé Amaia, no soy el hombre desalmado que tú imaginas.

Aprieto el ramo de dalias burdeos y anaranjadas entrelazadas con rosas blancas y hojas de eucalipto. El sudor humedece la cinta color vino que lo ata.

—Diara no puede enterarse aún.

—Se enterará.

—Pero, no aún —insisto.

—Haré lo posible.

Un sonido extraño retumba en los oídos, pero no sale de la iglesia, sino de mi pecho.

»Estarás bien.   

—No hables sobre lo que no sabes.

—Tampoco es fácil para mí.

—Debe ser difícil vender a una de tus hijas. —Soy sarcástica.

Pero, más que furia es la tristeza el sentimiento que se adhiere a mi piel como una segunda capa, tan frío como sofocante, mientras el peso del vestido blanco amenaza con hundirme en arenas movedizas.

—Los grandes hechos de la humanidad no se construyen teniendo como base la felicidad, sino el sacrificio, Amaia, y el tuyo salvará a nuestra familia.

—Sabes bien que lo hago por Diara, si no fuera por ella...

—Diara quizás no lo entienda ahora, pero el día que pueda respirar sin dolor, el día que la veas vivir sin miedo, sabrás que todo esto valió la pena.

—Suficiente —estrecho mis ojos sobre los suyos— No te atrevas a despilfarrar ese dinero, porque si lo haces te juro que tomaré a Diara y nos iremos tan lejos que jamás podrás encontrarnos —Sonrío maliciosa— Y no creo que la familia Belmonte te considere aceptable para ser el reemplazo de la novia.

Frunce los labios y, de la iglesia empiezan a salir notas de órgano y violín. Su sonido melancólico y solemne anuncia que ha llegado el momento de mi muerte... quiero decir, de mi matrimonio...

Avanzo en medio de una iglesia inmaculada y majestuosa, con un altar muy bien adornado para mi sacrificio. Ahí, delante del sacerdote, un hombre da la espalda. Es alto, hombros anchos, tiene el cabello castaño muy bien recordado en la parte de atrás, pero además de su buena contextura no ofrece algo más que me diga lo que me espera.

¿Por qué ni siquiera se digna a mirarme?, ¿Qué tan real quiere que sea este matrimonio?, ¿su amante estará de acuerdo?, ¿Podré soportar su presencia?... ¿Y si doy media vuelta y salgo corriendo?

—Sonríe, estás demasiado tensa —susurra mi padre.

Lo ignoro, el palpitar de mi corazón es más ruidoso que el tono de su voz. Intento concentrarme en algo diferente que no sea ese hombre cuyo rostro desconozco, pero cuya familia ha podido organizar los preparativos de la boda en una semana. Es evidente que no querían perder tiempo. ¿Tanto desean un apellido de antaño?

Mientras tanto, las bancas están llenas de rostros, algunos conocidos pero muy pocos con los que he tratado en realidad, otros más, la mayoría, son caras extrañas que me observan con curiosidad. Todos hacen parte de un mundo en el que siempre he evitado entrar, porque mientras otros de mi edad asistían a bailes y eventos, yo prefería quedarme en casa leyendo libros y cuidando de Diara.

—Amaia, llegamos —vuelve a susurrar.

Y es cuando me doy cuenta que el camino ha finalizado  y por tanto mis divagaciones. Me cuesta soltarme del brazo de mi padre, jamás imaginé que desearía apoyarme en él un poco más. Sin embargo, finjo que mis manos no están sudorosas y doy un paso adelante.

El sacerdote se aclara la garganta y con voz solemne empieza:

—Hemos sido convocados en esta sagrada casa para unir en matrimonio a Amaia Mountbatten y Gael Belmonte. Hoy, ante Dios y estos testigos, sellarán un compromiso que trasciende el tiempo y las palabras —Escucho algunos susurros y si no me equivoco parece que algunas mujeres están llorando. Finjo que no me doy cuenta de ello.

»El matrimonio no es sólo un vínculo sagrado, sino un juramento de fortaleza, respeto y entrega mutua entre dos personas que se aman y han decidido hacer de sus vidas una sola.

Hace una pausa dejando que sus palabras floten en ese aire cargado de expectación y del frío invernal que acaricia con agujas la piel desnuda de mis brazos.

Observo a ese hombre de reojo, tan alto e imponente, con la espalda ancha cubierta por el traje negro que pareciera absorber la luz. No obstante, no hace un solo movimiento para verme. No hay ni un poco de interés en mí, es como si yo no existiera. Muerdo mi labio inferior.

—Que aquellos que hoy se unen —prosigue el sacerdote—, lo hagan con la certeza de que este lazo será irrompible.

Aprieto más el ramo. En Velmaria la única unión aceptada ante la sociedad es la que se realiza ante Dios, y aunque existe la opción de divorcio, por mutuo acuerdo, no está bien visto, porque se cree que una pareja bendecida estará unida por siempre, incluso aunque otros lleguen a sus vidas, no tendrán la opción de casarse de nuevo.

—Y ahora, antes de sellar este juramento los invito a mirarse, pues en los ojos del otro encontrarán el reflejo del camino que han de recorrer juntos.    

Suelto el labio antes de girar y enfrentarme con mirada estrecha y el corazón pesado. Empero, él continua en la misma posición, ofreciendo sólo su perfil de mandíbula esculpida, barba incipiente y nariz recta. No tardan los susurros en aparecer.

El sacerdote carraspea y lo i***a a mirarme. Intento distraerme en los colores del ramo, mi primero y mi último. Su cuerpo gira y cuando levanto la mirada para verlo por primera vez, una certeza helada intenta despejar la neblina de mis recuerdos. Parpadeo antes de concentrarme en sus ojos, ambos verdes, pero uno de ellos con una parte marrón, justo la mitad derecha del ojo izquierdo.

Un escalofrío me asalta antes de desviar la atención hasta su oreja izquierda para descubrir una cicatriz fina y ligeramente curva en la parte superior, justo donde el cartílago se dobla antes de unirse a su cabeza. Mi pecho retumba, esta vez de una forma diferente mientras que esa cicatriz que no es demasiado grande, pero con su tono pálido resalta contra su piel, es una fiel prueba de un pasado común.

El mundo desaparece a mí alrededor, los sonidos se pierden en la nada mientras retrato en mi mente las facciones cinceladas por la adultez.

“Te llevaré a conocer el mundo algún día”

— ¿Gael? —susurro ese nombre conectándolo con aquel recuerdo.

Por un instante vienen a mí imágenes de los dos corriendo uno al lado del otro, de risas compartidas y conversaciones profundas. Entonces, la esperanza se mezcla con la alegría del reencuentro. No obstante, su expresión no es igual a la mía, por el contrario, es dura y distante.

Se acerca lo suficiente para hablarme al oído. Permanezco inmóvil y a la expectativa de que me haya reconocido, ¿Sabía que era yo desde el principio?

—No te hagas ilusiones, de mí sólo recibirás odio hasta el día en que la muerte nos libere.

Sus palabras tan frías como el hielo congelan el aire entre nosotros y, de repente cualquier atisbo de alegría desaparece al igual que el mundo bajo mis pies. Sin embargo, ¿por qué?  

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