2. El incidente

—Los resultados de los exámenes, no son nada alentadores —dijo el doctor, con semblante serio, tal como su profesión lo ameritaba al momento de dar una noticia de tal magnitud. Lucía, su bata blanca, sin manchas y con sus logros académicos en cuadros colgados en la pared de su consultorio. Los lentes que tenía puesto reflejaron por un instante a la paciente que le estaba hablando. Sintió tristeza, porque ella era su amiga—. Lamento informarle, que su madre tiene cáncer de mama. Lo siento mucho, Hellen.

Hellen Harper, una mujer de cabello castaño oscuro y ojos azules celestes, como una clara y resplandeciente piedra de aguamarina, percibió como su realidad se derrumbaba el escuchar las palabras del doctor. Sus manos temblaron y un frío le recorrió las piernas. Un pitido resonaba en su cabeza y se sintió mareada, sin aliento y sin fuerzas. ¿Cáncer? Cuando alguien oía esas palabras tan fuertes, se quebraban en todos los sentidos existentes y no existentes, a nivel físico y emocional; no había nada que no se rompiera en un millón de pedazos. Cáncer, eso solo se puede asociar con un hecho verídico que alcanza a cualquier persona en el mundo ya sea pobre, rico, mujer, hombre, blanco o moreno; no importaba, ella no discriminaba, ni otorgaba inmunidades a nadie: la muerte; omnipresente en la vida de todo ser humano, ya que desde que nacemos estamos muriendo. Puesto que, para morir, solo hay que estar vivo. Se hallaba perdida y distante de lo que acontecía de verdad. Sus rosadas mejillas palidecieron. Había creado un fuerte vínculo con su madre y, debido a sus vivencias, la veía también como una hermana mayor que siempre estuvo para ayudarla. Dolor y sufrimiento eran lo que podía augurar en el futuro.

Hellen era la mayor de tres hermanos. El segundo era un joven de veintiún años, que pronto cursaría su penúltimo semestre de su carrera profesional, y por último estaba la menor; una linda muchacha de dieciocho, que apenas entraría a la universidad. ¿Qué era lo que iba a hacer? Había estudiado administración de empresas, pero no ejercía su profesión. Cuando terminó era joven y no fue aceptada por las empresas a las que presentó su currículo. Era complicado encontrar empleo. Aunque tampoco lo había intentado mucho. Luego se dedicó a vender en una tienda de ropa, a tiempo completo, en la que, gracias a sus habilidades con la matemática financiera, fue promovida a manejar una de las cajas de pago. No había sido la mejor estudiante y no había tenido las mejores notas. Sin embargo, con esfuerzo, noches de desvelo y trabajos de medio tiempo, había conseguido su título profesional. Apenas podía costear el hospedaje de su madre en el hospital, los semestres de su hermano, y ahora se agregaba el hecho de que debía pagar la universidad de su hermana menor; por lo que no quedaba nada para ella. Tenía ojeras, el cabello sin cuidar y la ropa se veía desgastada. No había tiempo para su vida, porque debía encargarse de cuidarlos a ellos tres, luego de que los abandonara, para irse con la amante, con la que también tenía otros hijos; al principio estaba dolida, pero más tarde se dio cuenta de que era lo mejor, que aquel señor se hubiera ido. Si se lo encontraba, podría saludarlo con amabilidad, pero hasta ahí. No le guardaba rencor, ni odio, pero tampoco lo extrañaba, ni sentía algún afecto por él. Solo era su padre y eso no podría cambiarlo nunca, incluso, ni la muerte podría modificarlo.

—¿Me podría…? ¿Repetir…? ¿Por favor? —preguntó Hellen, con sus ojos celestes cristalizados y su voz entrecortada. Estaba por soltar a llorar, y nada más tenía que asegurarse de que había escuchado bien. Quizás el médico se había equivocado o ella había oído mal, por los nervios de estar a la expectativa de los resultados de los exámenes.

—Estas noticias, no son fáciles de asimilar para nadie —dijo el doctor. Notó como le cambió el semblante a su Hellen, y como se había encogido de hombros en la silla—. Sin embargo, gracias a usted, señora Hellen, hemos detectado el cáncer a tiempos. Si se empieza un tratamiento lo antes posible, la probabilidad de que su madre se cure son bastantes altas. Aún puede salvarse su madre, Hellen. Eso es en lo único que debes pensar de ahora en adelante.

Hellen, ni siquiera pudo sonreír, porque estaba anonada. ¿Debía estar feliz, por qué había posibilidad de que su madre se salvara? Sí, pero ni siquiera tenía ánimos de alegrarse, aún no había nada que celebrar, hasta que ella estuviera sana y recuperada de esa trágica enfermedad.

—¿Qué debo hacer, para que mi madre reciba el tratamiento? —preguntó Hellen, con su cabeza gacha, mientras entrelazaba sus dedos, como si fuera a orar; tenía el presentimiento, de que todavía no se acababan las infortunas novedades.

—Ese es algo que usted debe hacer. Pero, debo ir a otro país, donde aumenta la esperanza de vida de su madre y que está especializado en este tipo de cáncer —dijo el doctor, queriendo hacer más. Sin embargo, no era rico, por lo que no podía hacer más, que brindarle su asesoramiento respecto al tema.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Hellen, de forma directa. No tenía energía, para seguir conversando.

—El proceso es muy costoso, considerando el viaje, el hospedaje, los medicamentos, la estancia en el hospital. Usted necesita más de… millones de dólares —dijo el doctor, sin muchas ganas contarlo.

Hellen quedó paralizada y triste, por los siguientes minutos, hasta que se levantó de la silla y salió de la oficina del doctor, sin poder decir nada más. Se agarraba por las paredes, para poder andas, porque sus piernas, flaqueaban. Entonces fue al cuarto donde estaba su madre. La vio sonreír y divertirse, con su hermana menor y el segundo, que era menos cariñoso, pero también la amaba. Sus tesoros más valiosos estaban allí reunidos, sin conocer la gravedad del asunto. ¿Había esperanza para ellos? Por sus blancas mejillas, empezaron a deslizarse gotas de lágrimas, que formaban un camino, similar a un río. Entonces, abandonó el hospital, sin darle la cara ninguno de sus familiares. El viento fresco del atardecer limpiaba su melancólico llanto y movía con sutileza, hebras de su cabello castaño. Jamás se había sentido tan sola, como en ese momento. Caminaba por los andenes, sin rumbo fijo. Sus piernas le pesaban y le dolían, como si hubiera estado corriendo en una maratón. Avanzaba, como un ser muerto, cuya alma había salido de su cuerpo. Estaba ida y absorta, apenas podía respirar de forma normal.

La luz del peatón se tornó rojo en ese momento. Pero Hellen siguió andando por las marcas blancas pintadas en la carretera.

Hadriel Drews, un joven magnate, heredero de la compañía minera más importante y poderosa del país, al ser hijo único. Viajaba sentado en el asiento trasero de su confortable auto ecológico y amigable con el medio ambiente de tono oscuro; pronto se convertiría en el CEO y presidente ejecutivo, con la mayoría de acciones, ese era el legado de su padre. Tenía su cinturón de seguridad puesto. Su mejilla reposaba en el palmar de su mano, sin prestarle atención a nada en especial. Había revisado a detalles el estado financiero y todo lo relacionado con la compañía, para poder exponerlo en la reunión ejecutiva. A sus veinticuatro años, ya estaba por graduarse de un doctorado en administración de empresas. Era joven, pero lo cubría un aura adulta y fuerte, como si fuera un hombre más edad, por lo que era un hombre de pocas palabras y solo hablaba cuando debía hacerlo. Era amante de la calma, la tranquilidad y la soledad. Su mandíbula estaba tensa y su semblante era siempre inexpresivo, seco y vacío. Pocas personas podían verlo directo a sus ojos claros, como piedra de cobalto brillante y sostenerle la mirada. Era de pocas palabras y le gustaba que hablaran sin rodeos, de forma directa; su tiempo era valioso y cada minuto generaba grandes sumas de dinero. Llevaba puesto un traje de sastre de color negro, que había comprado en la casa de modas de Horyón; el diseñador de modas, era un maestro y el mejor de la actualidad, Haarón Dewitt. Además, la multimillonaria inversionista, que era la esposa, también tenía acciones en alguna de sus compañías, la ilustre Honey Hawley. Estaba concentrado, leyendo. Pero, de manera repentina y sin previo aviso, el automóvil se detuvo de modo brusco, haciendo que, por poco, se le cayera el aparato tecnológico de las manos. Levantó su atractivo rostro, similar a la de un héroe narrado en el de una epopeya griega, cuya belleza era como la de una divinidad. Miró de forma inflexible al chofer, por hacer ese acto tan imprudente.

—Me disculpo, joven señor —dijo el chofer, con sus nervios activados. Sus manos se estremecían en el volante, y su pie, estaba hundiendo hasta el fondo el pedal del freno.

—¿Qué haces? ¿Se te ha olvidado conducir? —preguntó Hadriel, con voz ronca y grave. Eso era todo, sería despedido mañana a la primera hora.

—Es que… Se ha atravesado una mujer —dijo el chofer, con voz temblorosa y asustado. Se había quedado inmóvil, como una estatua, por el miedo que lo invadía—. Creo que la he atropellado. Juro que el semáforo estaba en verde, joven señor. Ella apareció de repente.

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