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22. Era suya... suya nada más

La llevó hasta su habitación y allí la tocó con una suavidad traicionera.

Temblando de pies a cabeza pese a la calefacción, ella se dejó hacer de su dominio cuando este la apoyó contra la puerta y la invitó a abrir los muslos con una de sus rodillas.

«Ese vestido le facilitaba demasiadas cosas, Dios, estaba tan necesitado de ella que no sería capaz de resistir todo el juego previo… pero lo valía, estaba seguro que sí», pensó mientras escondía el rostro en el hueco de su cuello y la consentía con un reguero de besos que le arrancaron un par de deliciosos gemidos.

Sabía tan bien, a dulce, a cítrico, a una mezcla de la que podría volverse fácilmente adicto.

La respiración de Grecia se aceleró junto con el golpeteo de sus latidos cuando sintió una sus grandes manos escabullirse por entre sus piernas; la otra recorría el valle de sus pechos.

Todavía no llegaba demasiado lejos, pero, estaba tan sensible a su tacto que resistirse hubiese sido una tarea bastante difícil, por no decir que impo
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