1. Un hijo suyo

Emilio, con el corazón roto, se había hecho a sí mismo un hombre frio y por demás calculador, anclándose a un trabajo que absorbía la mayor parte de sus pensamientos y que ayudaba a esa desesperante necesidad de olvidar.

Olvidarse de ella, de lo que le hizo y la forma en la que humilló su hombría y dignidad.

Ahora no se aferraba a nada ni a nadie; todas, a excepción de su madre y hermanas menores, eran iguales o similares, buscando fortunas que maquillaran sus vidas de vanidades. No volvería a enamorarse, eso era un hecho, no volvería a pensar en poner un maldito anillo de compromiso en el dedo de ninguna otra ingrata, no señor, esa locura no volvería a cometerla jamás.

Ya había perdido una vez y no se arriesgaría a una segunda, no mientras siguiera manteniendo su corazón dentro de una fortaleza.

Pero algo dentro de él cambió ese día de noviembre…

— Emilio, ¿estás escuchándome? — la voz de Luca, su mejor amigo y doctor de la familia, lo trajo de regreso a la conversación que intentaba mantener con él desde que lo había visitado.

Desde lo sucedido, frecuentaba poco, pues Emilio se había encargado de alejarse de todos, incluso de su propia familia.

— No, lo siento — reaccionó en seguida, apartando tan desagradables recuerdos de su mente —, ¿Qué decías?

— Joder, hombre, ¿dónde tienes la cabeza?

El italiano respiró ofuscado por qué odiaba perderse a sí mismo en un pasado que intentaba olvidar a diario. Luca, a pesar de la distancia de aquellos meses, le conocía mejor que cualquier otra persona, incluso que él mismo, y por eso estaba allí, intentando traer a su amigo de regreso… y esa chispa que se había apagado por culpa de una mala mujer.

— Te decía que el fin de semana es el cumpleaños de mi madre, y bueno, la conoces, me ha pedido que personalmente te haga la invitación; será algo discreto, como siempre, una comida y unos tragos.

A punto estuvo de responder con una excusa cuando la puerta de su oficina se abrió sin previo aviso, enfureciéndolo.

— ¡Qué diablos! — bufó, incorporándose, listo para amedrentar a quien se haya tomado tal abuso, entonces la vio.

Una parte de él se paralizó. ¿Quién demonios era esa mujer y que infierno hacía en su oficina?

Como un escáner humano, la estudió en seguida.

Era joven, estatura promedio y piel blanca. Tenía unos asombrosos ojos marrones debajo de aquellas largas y pobladas pestañas, mejillas pálidas y pómulos firmes que ahuecaban unas terribles ojeras profundas.

Olivia, su secretaria, entró en rápidamente detrás de ella; acelerada, asustada, pues sabía el humor que se cargaba su jefe aquellos últimos meses del años.

— Deja que sea ella quien se explique — pidió, observándola de pies a cabeza, repasándola, engulléndola.

La jovencita en frente de él no hacía más que verlo con ojos enormes, si quiera pestañeaba. ¿Qué carajos le ocurría? ¿Le había comido la lengua el maldito ratón?

— ¿No habla? — Le preguntó, la paciencia no era una virtud de la que él gozara, y para ese punto, la poca que tenía, empezaba a perderla — ¡Esto es insólito! ¿Es que tiene agallas para burlar la seguridad de este edificio para no tiene boca para responder?

— Yo, yo estoy… — sus labios titiritaron sin poder evitarlo, pues para conseguir dar con esa dirección tuvo que haber atravesado el diluvio que caía en esos primeros días de invierno.

— ¿Usted qué? ¡Hable de una buena vez! — presionó, ¿Por qué titubeaba? ¿Tenía problemas para comunicarse? — ¡Agh! ¿Sabe qué? ¡Suficiente! ¡Olivia, llama a seguridad y que saquen a esta muda de aquí pero en seguida…! ¿Qué haces todavía allí parada?

La joven secretaria asintió dándose la vuelta, y es que lidiar con el carácter del italiano durante aquellos últimos meses del año la habían convertido en campeona de medalla de oro, pues el resto del personal, casi sin excepciones, estaba considerando renunciar.

— Yo… estoy esperando un hijo suyo — escucharon todos los que estaban presentes en aquella oficina, palideciendo, congelándose cada uno en su sitio.

Emilio casi perdió la compostura, el aire… ¡La vida!

Pero… ¡Que carajos!

— ¿Qué dijiste? — preguntó automáticamente, rodeando el escritorio, enfrentándola.

La muchacha lo observó acercarse, no, miró a cuatro de él, perpleja, mareada, el mundo de repente empezó a darle vueltas.

— He dicho… que estoy esperando un hijo suyo — sentenció, y sin más, se desplomó sin saber que los brazos de aquel hombre la capturarían en el aire.

Luca y Emilio se miraron el uno al otro para asegurarse de que habían escuchado lo mismo, y en efecto… ¡lo habían hecho!

Un hijo… Dios, ¡¿un hijo?!

Quedó atónito y confundido, pues aquello no debía ser otra cosa más que un ridículo chiste de mal gusto, por supuesto que sí.

Estaba loca, jamás en su vida había visto a esa mujer… ¡muchos menos se había acostado con ella!

Pero, si estaba tan seguro, ¿por qué diablos la idea de ese hijo lo empezaba a carcomer?

No, no, era una locura.

M****a… ¿lo era?

Era septiembre cuando Grecia confirmó en aquel baño de mala muerte que estaba embarazada de ese hombre desconocido. El mundo no solo se le vino encima, sino la persecución de las personas que la habían obligado a conseguirlo.

Esa noche, cuando regreso a casa y ocultó que aún no recibía lo resultados, lloró hasta creer que se deshidrataría, que la muerte vendría por ella y la reclamaría… ¿Cómo pudo haberle pasado algo así?

La mañana siguiente, al despertar, prendió el televisor y miró en los titulares matutinos el rostro del aquel hombre.

Sí, era él, jamás podría olvidarle. Y no solo porque le pareciese el ser humano más atractivo que conocería jamás, sino porque ese mismo hombre era el padre de su hijo.

«Emilio Arcuri», por fin sabía su nombre; era el hotelero más importante de roma, de Italia. Describía aquella franja amarilla en la pantalla.

¡Dios mío!

«Era alguien importante», pensó, y de inmediato, la idea cruzó su cabeza… si tan solo le decía que llevaba a su hijo en su vientre y que ella había sido tan víctima como él de todo esto, ¿La protegería? ¿Protegería a su hijo?

No sabía en lo que se metía, ni en lo cruel que podría llegar a ser su destino.

Emilio todavía estaba helado y contrariado cuando llegaron a Villa Tiberia; una clínica privada que llevaba trabajando hacía ya generaciones para la familia Arcuri y sus más allegados. No era para menos, sus ancestros habían construido aquel lugar para salvaguardar el bienestar de los suyos sin esperas o contratiempos.

— Emilio, sabes las reglas de esta y cualquier otra clínica, no se te permitirá el ingreso a urgencias por más que hagas uso de tu apellido — le había dicho Luca después de que la energúmena reacción de su amigo fuese darle un manotazo por detenerle en la puerta.

— Sabes tú que nada va impedir que entre allí y haga que esa mujer me explique por qué ha inventado semejante barbaridad, ¿verdad?

Intentó hacerse a un lado. ¡Era prácticamente el dueño y unas estúpidas reglas no le iban a impedir el paso!

Luca respiró profundo y le cogió del antebrazo, encarándolo con semblante serio. Era su amigo, sí, pero su profesión estaba por encima de cualquier cosa… incluso del amor, y eso ya eran palabras mayores.

— Si es una barbaridad como dices… ¿explícame tú porque estás actuando como si no lo fuera?

Emilio respiró profundo y mesó su cabello antes de colocar los brazos en jarra. Luca lo miró expectante, preocupado, y es que, ¿cómo no? Emilio Arcuri no iba por allí perdiendo el templo con algo que no estuviese dentro de los límites de su control.

— Solo… déjame entrar, ¿vele? — le miró directamente a los ojos, contenido, a punto de estallar.

— Emilio, dime la verdad, ¿conoces a esa mujer?

El aludido negó con la cabeza, confundido, pensativo. Por un segundo, se sintió fuera de su realidad, y es que desde que esa mujer entró a su oficina con semejante confesión, algo de él viajó a lo que sucedió hace dos meses… esa noche… en Cerdeña.

— Emilio… — siseó, otra vez se había perdido en sus pensamientos.

— Creo que ese hijo podría ser mío — soltó, así, sin más, sin anestesia.

Luca abrió los ojos de par en par y contuvo el aliento por un segundo.

— ¿De qué estás hablando? — preguntó, sorprendido.

Emilio echó la cabeza hacía atrás, frustrado, mareado… con todo este asunto revoloteándole en la cabeza.

— Creo que esa fue la mujer que conocí en Cerdeña.

— ¿La misma que te drogó?

— La mismísima santa descarada que me drogó, robó y dejó desnudo en una cama de hotel.

Luca se quedó perplejo. Emilio duró semanas buscándola, humillado, cargado de unas ganas de hacerle pagar lo que le había hecho, pues antes una mujer se había burlado de él y lo dejó pasar… esta vez no pensaba cometer el mismo error, no señor, y ahora que la tenía a una habitación de distancia, esa necesidad solo se intensificó un poco más.

«Esa santa descarada», de solo pensarla, se sentía capaz de gritar hasta quedarse sin aliento.

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