“Querida Darla:
Estoy rumbo a lo que parece ser la aventura de mi vida. El doctor Zaragoza dijo que los Keller son especiales y allí está él con ellos. El joven que vino ese día, es especial.
Ya sé lo que me dirás, Darla. Cuidado, Rowena, pero no me asusta saber que no es como los demás, es más, quiero probar sus labios y ver si son como los de todos los hombres.
El doctor dice que esto cambiará la perspectiva de mi vida y que voy a conocer el otro lado del mundo. Yo solo quiero saber que tanto puede cambiarme esta experiencia. Por el momento ya llevo 2 horas de camino y he llegado a la villa de los Susurros y el paisaje se ve tan exclusivo…
Bueno, Darla, te escribiré ya instalada en la casa.
Rowena.
Cuando el taxi frenó frente a un portón muy elegante que tenía un letrero que en letras doradas decía: Keller—Vanoni. El taxista se bajó y le abrió la puerta diciéndole:
—Bienvenida a la villa Keller, no lo dejó adentró, pues… Esta gente es muy rara.
—Gracias.
Rowena miró el portón y tocó entonces, este se abrió ante su mirada atónita y ella se asomó, lo que vio fue muchos árboles rondando el interior y un camino bastante delineado. Ella arrastró su maleta y comenzó a caminar, hacía frío y la nieve cubría las copas de los pinos albares y ella miraba como el sol se filtraba por entre sus copas, había mucha quietud y se escuchaba el ruido de las aves; sin embargo, podía sentirse observada.
—Tranquila, Rowena, sabíamos a lo que venimos, estos no son normales…
Escuchó un gruñido.
—¡Santa madre de Dios!
Quiso correr, más se enredó con la maleta y cayó al suelo.
—¡Rayos!
El follaje se movió y ella se arrastró y luego se irguió. No podía detenerse justo al llegar, pero después de 20 minutos de camino, alcanzó la pendiente y al coronar la cima vio una majestuosa mansión alzándose.
Nunca vio una casa tan hermosa y elegante.
Alguien corrió veloz a ella y se detuvo, ¡era él! El joven de ese día.
—¡Viniste!
—Hola…
—Soy…
—Sé, quién eres, eres mi luna.
Ella abrió los ojos sin entender lo que decía y él salió corriendo.
No entendió nada. Todo muy raro. Vio emerger a otros jóvenes, mujeres y hombres, la miraron con atención, era la manada Keller.
Lo que pudo hacer es caminar hacia la mansión, que era de tono mostaza, suavizado y tejado de color ocre.
La casa tenía frente a ella una fuente y estaba bastante congelada, por lo que los dueños la adornaron con flores rojas y la hacía llamativa a la vista. Miró todo y de repente escuchó una vocecilla detrás de la fuente…
—Monja, viuda, soltera o casada… me equivoqué…
Rowena se asomó y vio a una pequeña catira jugando en el suelo y la saludó.
— Hola, pequeña…
La niña tardó en notarla y respondió.
—Hola…
—¿Vives aquí?
—Desde hace mucho tiempo…
—¿Conoces a los dueños de casa?
—Los veo siempre, pero no son mis amigos. Yo no tengo amigos, la paso muy sola aquí —entonces le preguntó—. ¿Quieres ser mi amiga?
—Sí. ¿Eres hija de alguno de los dueños?
—No, no, no, no… —saltaba en un pie—. Alicia no tiene padres, no tiene a nadie… Está sola, muy sola como una ostra…
Los ojos de Rowena se dirigieron a la mansión y al voltear, la niña ya no estaba. Un viento frío le caló los huesos y ella decidió ir hacia la entrada.
La entrada era muy llamativa, tenía seis escalones que llevaban hasta arriba y la puerta era de madera labrada, tenía hierro noble dispuesta en forma de flores y hojas de una delicadez inigualable y también tenía cristal para complementar la exquisitez. Tocó el timbre y solo fue esperar unos minutos para que la puerta se abriera y un hombre con uniforme de librea se asomó y le echó una mirada curiosa y ella se presentó:
—Buenos días…
—Dijeron que vendría —dijo muy serio.
—Me llamo Rowena Claire y vengo para trabajar con la niña…
—¿Qué niña? Aquí no hay niños, solo jóvenes, pase, la esperan.
Era un tipo osco para su gusto, tan recto como una pluma y muy sobrio en sus actos.
—Sígame, por favor.
El recibidor era elegante con jarrones y pinturas de una armonía agradable, tenía iluminación empotrada en el cielo raso y se desplegaba de forma que le daba claridad al entorno, pero claro no estaba encendida porque la entrada tenía unos tragaluces junto a la puerta que hacían que la luz llegase a cada rincón para iluminarlo. Unos metros más adelante estaba la puerta de entrada a la sala, desplegada para que se aprecie la extraordinaria sala que quedaba dos escalones más abajo de todo y que dominaba gran parte de todo aquello.
La sala estaba dispuesta muy al alto gusto de sus dueños, con infinidad de objetos de una valía muy grande, y eso distrajo toda la atención de la joven que se fijaba en los candelabros y jarrones que le daban un encanto muy especial.
En el fondo de la sala había cerca de una gran chimenea tres personas, él estaba entre ellas y se veía tan diferente, más alegre que el resto. El mayordomo dijo por presentación.
—La señora de la casa, madame Enrietta Keller.
Enseguida, Rowena fijó sus ojos verdes en la dama que estaba en un sillón, mirándola detenidamente. Le calculó los años entre 70 y 75 años, aunque sabía que se engañaba, podía ser más edad, refinada en toda la palabra, se notaba la clase impregnada en ella.
—Buenos días.
—La señorita Claire, supongo —dijo la dama.
—Sí, señora.
No se adelantó en decir palabra, la anciana la estaba analizando detenidamente, notó que entre sus manos estaba una carta que le había enviado Gilberto días atrás y unos graciosos lentes de lectura estaban dispuestos en la punta de su nariz. La anciana miró la carta y luego a la joven.
—El doctor Zaragoza es un buen amigo mío —se dirigió a sus nietos—. Él me habló de la joven sudamericana que hospedó en su casa y me propuso que la acogiera como dama de compañía. La idea no dejó de inquietarme y decidí aceptarla.
Rowena no gesticuló la palabra, la dejó continuar con su monólogo pacientemente.
—La señorita Claire es de un país del que no he oído hablar hasta ahora, por sus orígenes y su cultura es por demás una joven interesante.
El joven sabía que ese aroma a hierbas frescas era de un sitio silvestre.
—Tiene el cabello como una zanahoria —comentó Anabel—. Es muy rara.
—Su madre era latina y su padre un inglés.
—Una mezcla muy interesante —comentó Boris.
Su abuela convino con una sonrisa.
—Sí, supongo que la madre era muy hermosa, salió interesante.
Rowena ya comenzaba a inquietarse por tanta atención; la anciana continuó.
—Gilberto habló tan bien de esta joven y se responsabiliza por ella, lo cual me da plena confianza de que es honesta —entonces le preguntó—. ¿Cuántos años tienes, querida?
—Dieciocho años, señora.
—Eres joven, ¿tienes parientes aquí?
—No, señora, soy huérfana…
—¡Lamentable! —dijo la dama, miró la carta y dijo—. Aquí te acogeremos como una de nosotros, ¿verdad?
—Sin dudarlo —respondió Boris.
—A mí me da igual.
—Gracias, señora —dijo apenada.
—Me gusta que sea educada…
El varón no dejaba de mirarla de pies a cabeza como si la analizara, y la voz de la anciana los sacó de sus cavilaciones particulares.
—¿Qué opinan, queridos nietos?
—No tengo objeciones algunas, abuela —dijo la joven.
—Abuela, yo la apruebo.
Rowena se ruborizó ante sus palabras, ¿la aprobada? Se sentía probada, pero con su mirada.
—¡Perfecto! —exclamó aplaudiendo como niña con juguete nuevo y dijo—. Me siento complacida, señorita Claire, puede quedarse.
—Gracias.
—Oswaldo, acomoda a la señorita Claire en una de las habitaciones.
—Como ordene la señora —hizo una reverencia y le dijo a la joven—. Sígame en las habitaciones de servicio.
Entonces la voz de la dama se escuchó.
—Espere un momento, Oswaldo.
Todos se extrañaron ante este gesto y la anciana anunció.
—Creo que no fui clara con mi orden… —hizo una pausa para meditar sus palabras y le dijo—. La señorita Claire será mi dama de compañía y de ningún modo quiero que se mezcle con la servidumbre. Acomódela en la antigua habitación de mi difunta hermana Anna y asegúrese de que la señorita se informe de las normas de la casa.
—Sí, madame…
Hasta ese momento, Rowena no entendía lo que estaba pasando y la mirada galante de Boris la tenía inquieta. Siguió al mayordomo por las escaleras y en el segundo piso había muchas habitaciones.
El sujeto hizo sonar el llavín y fue a una puerta al final del pasillo, era doble y abrió ceremonioso.
Privilegios de pocos.
Rowena entró y vio una hermosa, hermosa habitación
—Espero que esté consciente del enorme privilegio que tiene en esta casa, nunca nadie ha sido tratado como un igual —empujaba la puerta y le indicó el paso.
Ella no era igual a ellos y, sin embargo, ahora estaba en sus terrenos y, con una tentación de hombre bestia muy irresistible, ¿lograría salir entera de todo eso? Solo el tiempo le daría la respuesta.
La habitación tenía una exquisita decoración, la cama de hierro forjado era enorme y tenía un suave edredón blanco con ligeros bordados de flores amarillas en sus flancos.El piso era alfombrado en su totalidad, la habitación constaba con su propia coqueta de diseño clásico con tonos suavizados y delicados, el espejo era muy nítido.El mayordomo le indicó.—Tendrá que estudiar las normas de la casa —le tendió un librito y recalcó—. Los horarios de comida están perfectamente detallados y son una hora después de que los señores coman, espero no tener inconvenientes con usted.Al quedar sola, se lanzó sobre la cama y rebotó. El frío menguaba poco a poco, empezó a tocar cada pieza, a oler las sábanas que destilaban un perfume muy delicado.Recorrió con sus dedos las paredes y se sentó en la coqueta y se miró al espejo. Sus dedos tocaron la superficie y sonrió.Caminó al balcón y abrió las puertas. El viento remeció las cortinas, el aroma de rosas llegó hasta sus narices. En efecto, había
El doctor Gilberto Zaragoza se paseaba por las inmediaciones de la aldea de niños huérfanos, niños a los que el infortunio o la pobreza los había tocado con el abandono.Aunque era un panorama lleno de dolor en medio de la inocencia, siempre hay perlas en donde otros desechan y él sabía apreciar muy bien esas perlas.Rowena tenía 18 años y era una chica muy desprolija, de cabellos ensortijados, de un naranja muy hiriente y unos ojos verdes intensos.¿Bella? Mucho, su belleza era su descuido en su arreglo, la delgadez que la hacía parecer frágil, pero con curvas bien acentuadas y arregladas, sería una joven interesante y notable.¿Qué se sabía de Rowena Claire? Pocas cosas, su abuela, una mujer que tenía fama de ser una bruja poderosa.La dejó allí cuando tenía tan solo seis años, nadie sabía la razón y de cuando en cuando la visitaba y le dejaba extraños obsequios, hablaba con la niña y parecía muy cariñosa, pero lejos de eso no la llevaba.Rowena creció en ese ambiente de desolación
Le escribía a su amiga imaginaria en un diario improvisado.“Querida Darla:Estoy cerca del cielo, es increíble esa sensación, puedo ver las nubes. Si tan solo pudiera tocarlas, Darla.Si tan solo pudieras verlas, son como grandes algodones que al ser atravesados se diluyen.Creo que hasta Dios me está viendo, aunque ese sueño extraño todavía me tiene preocupada, ¿será verdad todo lo que decía la vieja Zafica?Solo me queda averiguarlo”.Horas después estaba en otro país y se sentía bastante impactada, porque se dio cuenta de que había dejado lejos a su país natal. Toda su vida se había quedado a cientos de kilómetros.Caminó por un rato mirando rostros que no le eran familiares y de repente un hombre vestido con un uniforme negro y una gorrita se acercó a ella.—¿Rowena Claire?—Sí.—Venga conmigo, el doctor Zaragoza la espera.El tipo tenía una expresión muy rara, como si ella apestara, tocó su amuleto, solo esperaba que todo saliera bien.—¿El doctor se encuentra bien?Nada, parecí
El auto del doctor Zaragoza frenó frente a un portón y este automáticamente se abrió. El auto se deslizó por un camino perfectamente delineado, tomó una pendiente y ante sus ojos se alzó una imponente mansión totalmente iluminada. Algunos jóvenes hacían guardia y él rodeó una fuente que dominaba la entrada y vio a Boris esperándolo.—Gracias por venir, doctor —entonces preguntó—. ¿Y la joven que olía a hierbas frescas?Dijo el joven exaltado.—Hablas de Rowena, es mi huésped una chica especial.—Extraño nombre —caviló y repitió—. Rowena.—Sí, es un nombre curioso, pero entonces ella es una criatura curiosa.—Mi abuela, ella se puso mal…—Calma, muchacho —lo serenó—. Ya estoy aquí.—Sí, gracias —lo acompañó a la entrada y le comentó—. La abuela se sintió mal durante la cena y no se ha podido levantar de su lecho.Sabía que era una simple pataleta; esos seres no se desmoronaban con facilidad.—Boris, sé cuánto amas a tu abuela, pero nada conseguirás con alterarte.El joven no se sentía