Capítulo 6
En la noche, Ricardo yacía en la cama, con los ojos cerrados y el ceño fruncido. Había tenido otro sueño inquietante. En él, una chica lo amenazaba con una mirada desafiante.

—Obedece. De lo contrario, esparciré por toda la escuela que estás enamorado de Susana. Todos se burlarán de ti, y la universidad te quitará la beca y te expulsará.

La puerta del aula abandonada estaba cerrada. La luz del sol no podía entrar debido a las pesadas cortinas, y solo la brisa de otoño aportaba un poco de frescura al pequeño espacio.

El joven Ricardo estaba recostado en una silla, con la camisa desabotonada, dejando al descubierto su pecho y su abdomen. El cinturón estaba tirado a un lado, y las manos de la chica se aferraban a sus hombros, mientras él permanecía allí, inmóvil.

—Ricardo García, te dije que algún día te tendría. ¿Lo ves? Lo logré. —Las provocativas y seductoras palabras de la chica resonaban en él—. Te gusta, ¿verdad?

...

La suavidad y firmeza de la chica lo envolvían en una sensación de placer indescriptible. ¿Por qué? ¿Por qué si la odiaba tanto, su cuerpo no podía evitar quererla?

Apretaba los dientes con fuerza. No tomar la iniciativa ni emitir sonido era su último acto de resistencia. Sin embargo, el desagrado mental y el placer físico lo desgarraban por completo. Finalmente, su razón se rindió, y él alcanzó al clímax.

En ese momento, Ricardo abrió los ojos, respirando con dificultad. Encendió la luz y se dirigió al baño. Al abrir la ducha, el agua caliente empezó a fluir, liberando un aroma suave de gel de baño; el mismo aroma que solía percibir en Ximena.

Ricardo sacudió la cabeza y siguió bañándose. Pero la pared limpia y lisa frente a él le recordó la imagen de Ximena deslizándose contra ella; como una hechicera, atrapando su alma.

Acababa de satisfacerse en su sueño, pero ya sentía otra vez la reacción en su cuerpo, y recordó que Ximena ya había renunciado, por lo que Ricardo soltó una maldición.

Nunca había admitido que, desde aquella tarde, no podía dejar de pensar en Ximena. Incluso en sus sueños, ella era la única mujer que aparecía. Sin embargo, esto no hacía que disminuyera su aversión hacia ella. Más bien, intensificaba su deseo de vengarse, de destruirla.

Ricardo salió rápidamente del baño y llamó a su primo, Juan García:

—Tengo un encargo para ti.

Ximena había huido antes de que él terminara de jugar, por lo que ahora necesitaba darle una lección.

...

Al día siguiente, Ximena se estaba preparando para ir al hospital para su operación. Sin embargo, apenas salió del hotel, fue golpeada por una sensación de vértigo. No había recuperado el equilibrio cuando su estómago comenzó a retorcerse de nuevo.

—¡Urgh!

Ximena corrió hacia un basurero y vomitó bilis.

En ese momento, una gran mano le dio unas suaves palmadas en la espalda, preguntándole con preocupación:

—¿Estás bien?

—Sí. No es nada, gracias —respondió Ximena con cortesía.

Sin embargo, al alzar la mirada, su rostro se oscureció de inmediato y, empujando al hombre, exclamó: —Carlos, ¿te atreves a aparecer?

—¿Estás enferma, hermanita? ¿Por qué vomitas tanto? —preguntó él, sonriendo, sin mostrar enojo.

—Tengo mal el estómago, estaba por ir al hospital —respondió Ximena, tras apretar los labios.

Antes de la quiebra familiar, Carlos había sido un joven ambicioso y exitoso. Su padre siempre estaba ocupado con los negocios y rara vez estaba en casa, por lo que Carlos, siendo tres años mayor que ella, la cuidaba con devoción y solía cumplir con casi todos sus deseos. A veces, su madre decía que él la mimaba demasiado.

Sin embargo, Carlos siempre respondía:

—Solo es un bolso de marca o ropa de temporada. Son solo unos cientos de miles. Mi hermanita no está pidiendo la luna.

Pero la frase que Ximena más había escuchado de él era:

—Mi Ximena es la princesa más bonita, y las princesas merecen lo mejor.

Cuando la empresa quebró, Carlos no se derrumbó inmediatamente. Intentó contactar con antiguos amigos, buscando resurgir y devolverle a Ximena y a su madre una buena vida.

Pero cuando Ximena y su madre le entregaron sus últimos ahorros para que empezara de nuevo, aquel amigo de confianza de Carlos había desaparecido con el dinero y, con ello, sus últimas esperanzas se desvanecieron.

La partida de su padre, la traición de su amigo, la enfermedad de su madre, y su propia impotencia lo habían transformado en otra persona. Carlos había comenzado a frecuentar bares y a pelear. Cuando se quedaba sin dinero, recurría a Ximena. Si ella no le daba, se comportaba como un patán. Sin embargo, por el cariño que le había tenido, Ximena nunca pudo ser dura con él.

—¿Te llevo al hospital? —preguntó Carlos, sosteniéndola del brazo. .

—¿Tienes coche? —repuso ella con brusquedad.

—Te pediré un taxi —respondió Carlos, rascándose la cabeza.

—Está bien —accedió Ximena, y ambos se montaron en el coche.

—Solo acompáñame hasta la entrada, no entres conmigo —le dijo Ximena, una vez dentro del vehículo.

Realmente, no quería que nadie supiera sobre el bebé.

—Claro. —Carlos estuvo de acuerdo, y le dio una palmadita en la cabeza a Ximena—: Te ves mal, mejor descansa un rato.

Ella cerró los ojos lentamente y se quedó dormida. No supo cuánto tiempo había pasado cuando el conductor la despertó y se dio cuenta de que Carlos ya se había ido.

—Su acompañante se bajó antes, me pidió que no la despertara —dijo el taxista.

Ximena no se sorprendió por la desaparición de su hermano, ni siquiera le dio importancia, sino que se limitó a mirar al conductor y preguntar:

—¿Cuánto es?

—Diez dólares.

—Bien.

Ximena pagó con tarjeta. Pero después de introducir su contraseña, apareció un mensaje de saldo insuficiente.

¡Imposible! Se suponía que tenía más de mil quinientos dólares. Ximena rápidamente revisó su saldo bancario y su billetera electrónica, comprobando que solo le quedaba un dólar.

Luego revisó los registros de transferencias. ¡Carlos había transferido lo último que tenía de dinero!
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