Capítulo 7
—¡Carlos, eres un bastardo...!

El dolor en el pecho de Ximena era intenso. Sin embargo, al pensar que insultar a Carlos sería también insultarse a sí misma y a su madre, hizo un gran esfuerzo por reprimir sus palabras.

—Señorita, ¿está usted bien? —le preguntó el taxista.

Ximena negó con la cabeza, sintiendo un profundo desasosiego. Ahora ni siquiera tenía dinero para el aborto. No le quedaba más opción que regresar y buscar otra solución.

Después de revisar su cartera, encontró veinte dólares, los cuales se los entregó al conductor, diciendo:

—Por favor, lléveme de vuelta.

—Claro, señorita.

Cuando ella llegó frente al hotel, el sol ya estaba en lo alto del cielo. La luz del otoño bañaba su cuerpo, pero Ximena no sentía calor alguno.

Entró al hotel con la intención de descansar un poco, pero el gerente se le acercó y, con una expresión amable, dijo:

—Señorita Morales, el pago anticipado de su estancia ha terminado. ¿Desea renovar su estadía?

El rostro de Ximena palideció aún más, y, con los puños apretados, le respondió al gerente:

—No, tengo otros asuntos que hacer. Me iré ahora mismo.

—De acuerdo. —El gerente asintió y llamó a un empleado para que ayudara a Ximena a recoger sus cosas.

Cuando finalmente salió del hotel con su equipaje, el gerente inmediatamente hizo una llamada y con una actitud servil, le dijo:

—Señorito García, la señorita ya ha dejado el hotel.

—Entendido.

Juan colgó el teléfono y se dirigió a la oficina de Ricardo.

Antes de que Ricardo se hiciera rico, Juan era solo un graduado de una universidad técnica, con un trabajo de nueve a cinco como cualquier otra persona.

Sin embargo, después de que Ricardo se había vuelto rico, Juan también se había beneficiado de ello, convirtiéndose en una figura respetada en toda la Ciudad de México. Dondequiera que iba, era tratado con deferencia y respeto. Incluso el pequeño pueblo empobrecido donde ambos habían crecido se había prosperado y se había convertido en un modelo de civilización.

Por supuesto, Juan tenía ciertas habilidades propias. Se encargaba de los asuntos más oscuros, los que no podían salir a la luz. Como, por ejemplo, las empresas socias que se habían atrevido a oponerse, o, más recientemente, la asistente Morales, que ya no parecía ser tan obediente cono antes.

¡Mira que atreverse a desafiar a su primo! ¡Grave error!

La noche cayó y el viento otoñal comenzó a soplar, despojando las calles de la mayoría de las personas. Ximena, con solo unas decenas de dólares en el bolsillo, arrastró su equipaje hasta un parque desierto, en donde se sentó en un banco y se abrigó con su chaqueta, preparándose para pasar la noche allí

Sabía que podía pedirle ayuda a Diego u a otros amigos, pero no quería que nadie la viera en una situación tan complicada. Por eso, decidió que pasaría la noche en el parque y ya, al día siguiente, buscaría una solución.

Pensando en esto, se recostó sobre la maleta y cerró los ojos con lentitud, intentando encontrar un poco de descanso.

En ese momento, su teléfono sonó. Ximena lo miró y vio que era una llamada de Ricardo, sintiendo que una llamada de él no presagiaba buenas noticias.

Conocía bien al hombre al que había amado durante tantos años y había visto su lado oscuro: era cruel, calculador y despiadado. Podía ser sincero y leal en un momento y, al siguiente, destruir la vida de alguien sin siquiera pestañear.

Y ella había herido su orgullo frente a sus socios, para luego renunciar de manera abrupta. Por lo que no le cabía duda que Ricardo estaba furioso.

Aunque podía hacer que se fuera, jamás permitiría que ella se fuera por su propia voluntad. Por lo que, si en ese momento no respondía la llamada, no quería ni imaginar la represalia que sufriría.

Pensando en esto, Ximena tomó aire, ajustó su estado de ánimo y contestó:

—¿Hola?

Ricardo no dijo nada. Solo se escuchaba un leve sonido de estática.

—Señor García, ¿hay algo que necesite? —preguntó Ximena, insistente.

Pero el hombre seguía sin decir una palabra. Todo estaba en silencio, solo el viento nocturno rompía el silencio, creando una atmósfera inquietante, por lo que el miedo hizo que el cuerpo de Ximena se estremeciera, y estuvo a punto de colgar.

Sin embargo, en ese momento, vio unos ojos brillando en la oscuridad, que la miraban fijamente. A la luz de la luna, Ximena finalmente pudo ver que los dueños de esos ojos eran unos vagabundos sucios y desaliñados.

—¡Ah!

Ximena gritó de terror y dejó caer su teléfono. Agarró su maleta y trató de escapar.

Pero los vagabundos se movieron más rápido, rodeándola en un instante, acercándose a ella, poco a poco. Vestían ropas rasgadas, con el cabello enmarañado, y desprendían un fuerte hedor a basura.

El corazón de Ximena latía tan fuerte y un sudor frío cubría su frente. El viento, helado y cortante, no hacía más que aumentar su desesperación. Quería gritar, pedir ayuda, pero el lugar estaba tan desolado que sabía que sus gritos no servirían de nada, y podría incluso provocar a los vagabundos.

En su angustia, se dio cuenta de que la llamada con Ricardo seguía conectada, por lo que, cayó de rodillas, recogió el teléfono y gritó aterrorizada:

—¡Ricardo, hay un montón de vagabundos aquí, por favor, sálvame!

—Lo sé —dijo Ricardo, finalmente.

Al terminar de hablar, los vagabundos se lanzaron sobre ella. Uno le agarró la muñeca, otro la empujó al suelo.

—¡Aléjense de mí!

Ximena luchó con todas sus fuerzas, pero en ese momento entendió lo que estaba pasando.

Con incredulidad, le preguntó a Ricardo:

—¿Tú los enviaste? ¡Ricardo! ¡Sabes que esto es un crimen!

—Asistente Morales, oh, lo siento, señorita Morales, yo no tengo nada que ver con esos vagabundos. Solo es una casualidad —respondió Ricardo, riendo con frialdad—. En cuanto a si ocurrirá o no un delito, ¿quién puede saberlo?

Sin pruebas contundentes, Ricardo se desentendía de cualquier responsabilidad.

—¡Ricardo, tú...!

Ximena debería estar furiosa, insultarlo, gritar. Pero el hedor nauseabundo se hacía más intenso a su alrededor, y las respiraciones de los vagabundos eran cada vez más cercanas, por lo que el miedo la hizo suplicarle a Ricardo:

—¡Por favor, sálvame!

—Primero, respóndeme —repuso Ricardo con calma—, ¿prefieres tener relación sexual conmigo o con esos vagabundos?
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