Capítulo 8
Ximena apretó los dientes con fuerza. Había reunido toda su valentía para alejarse de Ricardo y lo último que quería era volver de ese modo:

—¡Ayúdame!

Ricardo chasqueó la lengua, insatisfecho con la respuesta evasiva de Ximena.

En ese momento, la blusa de Ximena fue arrancada, dejando al descubierto su hermosa clavícula. La saliva de un mendigo cayó sobre su rostro, y la sensación pegajosa, sumado el olor nauseabundo, ¡era peor que una pesadilla!

—¡No! —La última barrera se rompió, y Ximena gritó—: ¡Prefiero contigo!

—¿Qué quieres hacer conmigo? —Ricardo habló con un tono despreocupado.

Como un cazador experimentado, había engañado a su presa hasta que esta había caído en la trampa, intimidándola con facilidad.

Ximena, destrozada, cerró los ojos y murmuró resignada:

—Tener relaciones sexuales contigo...

Casi en el instante en que terminó de hablar, las luces de varios autos se encendieron a lo lejos, iluminándola tanto a ella como a los mendigos. De los vehículos salieron unos guardaespaldas que, con movimientos rápidos y decididos, se acercaron y patearon a los mendigos, alejándolos de Ximena con firmeza.

Uno de los mendigos, al ver a Ximena tan vulnerable, se dejó llevar por el impulso y trató de abalanzarse sobre ella. Sin embargo, Ricardo avanzó y le dio una patada en la cabeza, haciéndolo gritar y caer al suelo, escupiendo sangre y unos cuantos dientes.

A continuación, Ricardo sacó un fajo de billetes de su bolso y los tiró frente a los mendigos. Aunque ahora era multimillonario, mantenía la costumbre de llevar dinero en efectivo, una práctica que había adquirido en su época en la universidad.

Los billetes cayeron lentamente al suelo, como pétalos rojos bajo la luz de la luna. Los mendigos, recuperados de su sorpresa inicial, se lanzaron a pelear por el dinero con la desesperación de animales hambrientos.

Ximena, tirada en el suelo, temblaba mientras trataba de cubrirse con su ropa desgarrada. Ricardo, al verla encogida y vulnerable, sintió una mezcla de desdén y satisfacción. La visión de ella, incapaz de escapar pero aún intentando resistir, le parecía una forma de justicia. ¡Se lo merecía!

Sin decir nada, Ricardo la agarró del brazo y la arrastró hacia el coche; mientras los guardaespaldas se quedaron en su lugar, sabiendo bien que no debían intervenir en ese momento.

Antes de que Ximena pudiera estabilizarse, fue empujada contra el asiento trasero del auto. La mano áspera de Ricardo se deslizó bajo la ropa de Ximena, mientras la besaba con fuerza. Sus labios y dientes chocaron, dejando un rastro de sangre. Ricardo la dominó con movimientos violentos, como si quisiera devorarla por completo.

Ximena, con los ojos llenos de lágrimas por el dolor, no pudo resistirse, sino que solo pudo girar el rostro con vergüenza, evitando mirarlo.

El hombre, al darse cuenta de su resistencia, se detuvo un momento. Sonrió con malicia y luego se sentó, agarrándola del cabello y empujándola hacia abajo:

—No olvides lo que dijiste hace un momento.

Ximena se quedó rígida, con el rostro pálido. El hombre la miraba desde arriba, como un rey que no tolera la desobediencia. Ya había experimentado las consecuencias de resistirse y esa sensación de desesperación y la impotencia aún la hacían temblar.

Ella apretó sus manos y finalmente bajó la cabeza...

Los dos pasaron toda la noche en el lujoso auto.

Cuando Ximena despertó, se dio cuenta de que había regresado a su apartamento. La luz fría de la mañana entraba por la ventana, bañando la habitación de un resplandor implacable.

Se sentó en la cama y sonrió con amargura. Después de tantas vueltas y sufrimientos, se encontraba en el punto de partida. ¿Cuándo terminará aquella tormentosa relación?

Ximena se vistió con esfuerzo y salió del cuarto, arrastrando su cuerpo agotado. En la sala, Ricardo se encontraba hablando por teléfono, aparentemente discutiendo asuntos de negocios. Al verla salir, hizo un gesto silencioso hacia una caja de comida que había sobre la mesa, indicándole que podía comer, si así lo deseaba.

Ximena abrió la caja y encontró un bol de avena con ginseng, acompañado de algunos manjares exquisitos, todavía humeantes. Había pasado todo el día anterior sin comer y la noche había sido agotadora, por lo que, en silencio, se sentó a comer. La avena cálida y suave le brindó un alivio momentáneo.

Sin embargo, en medio de su comida, un dolor agudo comenzó a manifestarse en su vientre, por lo que miró su vientre, preocupada, recordando la implacable noche anterior con Ricardo y temiendo por el bienestar del bebé.

«De todas formas, no lo voy a tener, así que, ¿qué importa?», pensó a continuación.

Suspirando suavemente, Ximena siguió comiendo su avena. Pero el alimento, que hasta hacía un segundo le había parecido delicioso, ahora le provocaba náuseas, por lo que abandonó el bol y corrió hacia el baño. Pronto, todo lo que había comido salió acompañado de un líquido ácido.

Después de vaciar su estómago, Ximena se tomó un momento para recuperarse. El dolor de su vientre cedió un poco, y se lavó las manos y el rostro con agua fría del grifo, intentando calmarse.

Al levantar la cabeza, vio a Ricardo reflejado en el espejo, parado detrás de ella, observándola en silencio. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí, pero Ximena se puso nerviosa y se giró bruscamente, preguntando:

—¿Por qué entraste?

—¿Qué está pasando?

Ricardo miró instintivamente hacia su vientre. Siempre había sido agudo y astuto, por lo que Ximena sabía bien lo que él estaba pensando.

Sin embargo, si se confirmaba, no solo perdería al bebé, sino que también enfrentaría un castigo aún más severo. Por lo que, bajando la cabeza, fingió estar dolida y dijo:

—Es por tu culpa, me dejaste el estómago hecho un nudo.

—No fue tan profundo como para afectar el estómago.—Ricardo rozó su vientre con un dedo—. ¿No sabes cuánto puedes aguantar?

Las palabras de Ricardo eran directas y vulgares. A pesar de lo que había pasado entre ellos, Ximena todavía no podía soportar escucharlo. ¡No era eso lo que ella quería decir!

Avergonzada, y sin ganas de seguir discutiendo, Ximena decidió no insistir y se apresuró a salir del baño.

—Voy a terminar de desayunar.

Pero justo cuando pensaba que había escapado de la situación, Ricardo, con voz suave, preguntó:

—Ximena, no estarás embarazada, ¿verdad?
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