10. ¡Vaya curiosidad!

Emma Maslany resopló audiblemente apenas puso un pie en el asfalto. Su taxista era un hombre mayor que conducía a la velocidad de una tortuga con muletas.

«¡Que exasperante!»

La disgustada pelirroja miró el reloj en su muñeca y ahogó un grito de horror cuando se percató de la hora.

Ya iba con más de cinco minutos de retraso.

—Ay, no puede ser… —se apresuró con sus tacones haciendo estruendo con cada pisada hacia la entrada del complejo de oficinas.

Que su día comenzara de esta manera no era un buen presagio.

Antes de cruzar por la puerta, revisó su bolso en busca de un espejo de mano. Emma inspeccionó su apariencia con detenimiento antes de dar un paso más. No había manera de que llegara a la oficina luciendo como el desastre que era realmente.

—Hay que guardar las apariencias —murmuró para sí misma, antes de ver a través del diminuto espejo con forma de corazón algo que la dejó perpleja—. ¿Pero qué demonios...?

Los ojos marrones de Emma se abrieron de par en par en cuanto se girab
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