Alanis sentía las cadenas que lo ataban al muro como brasas ardientes sobre su piel. Estaba débil, el cuerpo consumido por la fiebre, las heridas de las torturas infectadas y su mente, en una espiral de dolor y confusión. Pero dentro de él, la ira rugía, intensa e imparable. Cada golpe que Casandra recibía, cada mordisco que Jayce le infligía, lo sentía como propio. Su conexión con ella se había fortalecido con cada segundo, y ahora, la rabia por verla sufrir quemaba su interior como un fuego que no podía ignorar.
—No voy a permitir que esto continúe, —pensó Alanis, con una voz que ya no parecía suya, sino la de Taranis, su lobo.
—Nos levantaremos, —dijo Taranis, resonando en su mente como un eco profundo—. Ella es nuestra. Es nuestra compañera y nadie le hará daño mientras vivamos.
La adrenalina comenzó a correr por las venas de Alanis, despertando algo primitivo en él. Las cadenas se tensaron bajo la presión de sus músculos, que comenzaron a endurecerse, su pi
El tiempo pareció ralentizarse en el instante en que Alanis y Casandra cruzaron miradas desde los extremos opuestos de la sala, pero esa conexión se rompió de golpe. En el parpadeo de un segundo, Jayce, sangrando y derrotado en espíritu, pero aún impulsado por una rabia cegadora, aprovechó la distracción de Casandra y lanzó un ataque brutal. Con un rugido furioso, su cuerpo se abalanzó sobre ella en un torbellino de dientes y garras.Casandra no tuvo tiempo de reaccionar. La fuerza inesperada del impacto la tiró al suelo, y antes de que pudiera retomar su posición de defensa, sintió los colmillos de Jayce rodear su cuello. El peso de su cuerpo presionaba su pecho contra el suelo, y el lobo oscuro de Jayce se movía frenéticamente, buscando aplastarla. La mandíbula de Jayce se cerró sobre la garganta de Casandra, sus colmillos presionando peligrosamente cerca de la arteria. Ella podía sentir el calor de su respiración entrecortada y el sabor metálico de la sangre en su lengua.<
El aire dentro de la habitación parecía estar impregnado de electricidad, cargado de una tensión animal que se desplegaba con cada movimiento entre los tres cuerpos que se enfrentaban. Alanis y Casandra, en sus formas de lobo, brillaban con una ferocidad inigualable. El lobo negro de Alanis, oscuro como la noche más profunda, y la loba dorada de Casandra, que resplandecía bajo la luz tenue que se filtraba por las ventanas rotas, formaban un contraste visual tan impactante como su unión en la lucha.Jayce, malherido y jadeante, lanzaba golpes desesperados, pero ya no era el depredador que había sido momentos antes. Sus ataques eran torpes, fruto de la fatiga, el dolor y el odio que aún lo consumía. Sus ojos brillaban con una mezcla de pánico y furia, pero ni su bestialidad ni su fuerza eran suficientes para resistir la tormenta que se le había venido encima.Casandra y Alanis se movían en perfecta sincronía, como si fueran dos mitades de un todo. Sus cuerpos se entrelaz
El frío de la piedra era implacable. Alanis yacía en el suelo húmedo, su cuerpo temblando por la falta de fuerzas y el dolor que había sufrido durante días interminables. Apenas podía sentir sus extremidades, cada centímetro de su piel era un campo de batalla donde la tortura había dejado huellas imborrables. Los golpes, los cortes, el hambre, la sed... todo se mezclaba en un torbellino de sufrimiento que lo arrastraba sin piedad.Estaba encerrado en una celda oscura, fría y silenciosa, salvo por el sonido de su propia respiración entrecortada y el eco lejano del agua goteando desde alguna grieta en la piedra. En algún lugar cercano, el Beta de Julius, su captor y torturador, esperaba el momento adecuado para volver a infligirle más dolor, más sufrimiento. Era un hombre implacable, movido por el odio y el deseo de venganza. Todo lo que había hecho desde que lo atrapó había sido para desquebrajarlo, para arrancar de él cualquier chispa de esperanza.Alanis no sabía cuánto tiempo llevab
Alanis Renis, hermano del Alpha Murdock, siempre había sido un hombre imponente. Metro noventa y cinco de pura fuerza, con músculos tallados como si fueran obra de un escultor antiguo, su piel bronceada, y el cabello oscuro que le caía largo y suelto sobre los hombros. Pero nada de eso lo preparó para las torturas a las que Jayce, el Beta de Julius, lo estaba sometiendo.Habían pasado semanas desde su secuestro, pero cada día parecía alargarse como si el tiempo se hubiera congelado en ese lugar maldito. Cada corte, cada golpe, cada quemadura era un recordatorio del odio y la venganza que Jayce cargaba contra los Renis.Alanis estaba encadenado a la pared de una celda oscura, húmeda y fría, apenas iluminada por una antorcha vieja que chisporroteaba en un rincón. Sus muñecas, llenas de cicatrices y cubiertas de sangre seca, se aferraban a los grilletes metálicos que lo mantenían suspendido, casi colgando del techo. Sentía el metal frío clavarse en su piel y el dolor sordo en los músculo
El aire de la celda se tornaba cada vez más denso. Alanis había perdido la cuenta de cuántos días llevaba soportando las torturas de Jayce. La humedad y el olor a sangre impregnaban cada rincón, mientras el dolor se entrelazaba con su carne como una sombra perpetua. Pero nada de lo que había experimentado hasta ahora lo preparaba para lo que estaba a punto de suceder.Jayce entró en la celda con una sonrisa fría y calculadora. En sus manos sostenía un látigo de cuero negro, sus ojos brillaban con la promesa de dolor. El sonido del látigo rasgando el aire reverberó en las paredes de la pequeña celda. Alanis, encadenado y completamente exhausto, lo observó acercarse, cada movimiento de Jayce era como una sentencia de muerte inminente.—Hoy vamos a probar algo diferente —dijo Jayce con voz baja, casi como si estuviera hablando con un amigo. Pero Alanis sabía que no era más que la calma antes de la tormenta—. He estado pensando en cuánto más puedes resistir antes de que implores por tu vi
Casandra Jerkyngs miraba el horizonte desde la cima de la colina, su mirada dorada perdida en el atardecer. Su figura esbelta y fuerte se mantenía erguida, como una estatua de poder y determinación. La brisa cálida acariciaba su cabello rubio, dorado como el sol que comenzaba a descender. A simple vista, parecía una líder poderosa, una loba indomable, y eso era cierto... en parte. En su manada, True Blood, Casandra seguía siendo la Beta, al menos de nombre. Pero la realidad era mucho más amarga.Años atrás, la manada había sido próspera, respetada y fuerte. Su padre, Alaric Jerkyngs, había sido un Alpha justo y sabio, un líder querido por todos, y su hermano Aterón, el heredero legítimo, había sido un lobo prometedor, lleno de honor y fortaleza. Casandra siempre había sido su Beta, luchando junto a su hermano, protegiendo su manada con fiereza y amor. Su vida había sido plena, marcada por la promesa de un futuro brillante para su gente.Pero todo eso había cambiado una noche. Una noch
Alec Jerkyngs caminaba con paso firme a través del largo pasillo de piedra que llevaba a su cámara privada. El eco de sus botas resonaba en la penumbra del castillo que había tomado como suyo tras la muerte de su tío y su primo. Las paredes húmedas y el aire cargado parecían reflejar la misma oscuridad que lo consumía. Sus labios esbozaban una sonrisa cruel mientras sus dedos se cerraban en un puño, anticipando la satisfacción que pronto sentiría.Desde que se había proclamado Alpha de la manada True Blood, había reinado con puño de hierro, instaurando una atmósfera de miedo y sumisión. Sin embargo, había un problema que le carcomía desde el inicio: Casandra. Esa maldita loba indomable, fuerte y desafiante, que seguía siendo un obstáculo constante. Había intentado quebrarla durante años, pero cada intento había sido en vano. Casandra no era como los demás. Su fuerza, tanto física como mental, la hacía peligrosa. Pero más allá de eso, había algo en ella que despertaba en Alec una neces
La luz del amanecer apenas comenzaba a asomar por el horizonte cuando Alec reunió a sus secuaces en el gran salón del castillo. El aire estaba cargado de expectación, un frío silencio que pronto sería roto por la violencia. Los hombres se movían inquietos, sus miradas brillaban con anticipación, conscientes de lo que estaba por suceder. Alec había estado planeando este momento durante semanas, tejiendo su red de manipulación y mentiras para asegurarse de que Casandra no tuviera salida. Hoy sería el día en que la dominaría por completo. Alec, con su postura imponente y su aura oscura, caminaba con paso firme hacia el centro del salón, su mirada fija en el trono que había usurpado. Cada paso resonaba en el eco de las paredes de piedra, recordándole que todo estaba bajo su control, incluido el destino de Casandra. Desde el asesinato de su tío y su primo, Alec había reinado como Alpha indiscutido, utilizando el miedo y la violencia para mantener a la manada sometida. Pero Casandra había