Capítulo 3: La Loba Fénix

Casandra Jerkyngs miraba el horizonte desde la cima de la colina, su mirada dorada perdida en el atardecer. Su figura esbelta y fuerte se mantenía erguida, como una estatua de poder y determinación. La brisa cálida acariciaba su cabello rubio, dorado como el sol que comenzaba a descender. A simple vista, parecía una líder poderosa, una loba indomable, y eso era cierto... en parte. En su manada, True Blood, Casandra seguía siendo la Beta, al menos de nombre. Pero la realidad era mucho más amarga.

Años atrás, la manada había sido próspera, respetada y fuerte. Su padre, Alaric Jerkyngs, había sido un Alpha justo y sabio, un líder querido por todos, y su hermano Aterón, el heredero legítimo, había sido un lobo prometedor, lleno de honor y fortaleza. Casandra siempre había sido su Beta, luchando junto a su hermano, protegiendo su manada con fiereza y amor. Su vida había sido plena, marcada por la promesa de un futuro brillante para su gente.

Pero todo eso había cambiado una noche. Una noche que Casandra jamás olvidaría.

Su primo, Alec Jerkyngs, había traicionado a su propia sangre. Con la ayuda de un grupo de secuaces hambrientos de poder, había asesinado a sus padres y a su hermano, reclamando el título de Alpha para sí mismo. Lo había hecho con crueldad, sin piedad, y peor aún, había sometido a la manada bajo su tiranía. Aterrorizados y debilitados por la pérdida de su verdadero líder, la manada no se había atrevido a alzarse contra él.

Casandra había intentado luchar. Lo había hecho con todas sus fuerzas. Su lobo, Fénix, la había impulsado a resistir, a desafiar a Alec, pero había sido en vano. Con sus padres y su hermano muertos, y la manada dividida por el miedo y la lealtad comprada, Casandra había quedado atrapada en una prisión de poder corrupto.

Alec no solo había tomado el poder, también había intentado tomar algo mucho más valioso para ella: su dignidad, su cuerpo.

—Eres mía, Casandra —le había dicho muchas veces, en los momentos más oscuros. Su voz llena de veneno, su sonrisa retorcida mientras la acechaba con lascivia en sus ojos oscuros—. Siempre has sido mía. Solo era cuestión de tiempo.

Casandra había resistido cada vez, cada intento repugnante de Alec por someterla a su voluntad. Lo había golpeado, lo había herido, pero Alec siempre regresaba, con más ira, con más ansias de controlarla. A pesar de todo, Casandra se mantenía invicta. Su cuerpo era suyo, su espíritu no se doblegaba.

Fénix, su loba interior, rugía dentro de ella cada vez que Alec se acercaba. Fénix era tan feroz como su nombre indicaba, una loba dorada, rápida y ágil, con una fuerza incomparable. En las conversaciones mentales con su loba, Casandra encontraba consuelo y fortaleza, una alianza inquebrantable. Juntas habían sobrevivido a los embates de Alec, no solo físicamente, sino también psicológicamente.

—No me tocará nunca —le recordaba Fénix cada vez que la desesperación intentaba filtrarse en el corazón de Casandra—. Es un cobarde que teme nuestro verdadero poder. Nosotras somos la auténtica fuerza de esta manada, aunque él sea el Alpha de nombre.

Y tenía razón. Alec podía ser el Alpha por derecho de sangre, pero su liderazgo no tenía el respeto ni la lealtad que él pretendía. Era un dictador, un usurpador que había tomado el poder por la fuerza, no por la valentía o la habilidad de liderar. Pero nadie en la manada se atrevía a desafiarlo. Tenía un grupo de lobos violentos y crueles que lo apoyaban, lobos que disfrutaban de su tiranía, que se alimentaban del miedo que habían sembrado en cada miembro de True Blood.

La mayoría de los lobos de la manada caminaban con la cabeza baja, sumidos en una rutina de silencio y terror. Alec los había mantenido en una constante guerra con otras manadas vecinas, agotando sus fuerzas y diezmando sus filas. Casandra había visto cómo su gente se consumía, cómo la desesperanza se apoderaba de ellos. Pero ella, incluso en la oscuridad, no había perdido su esencia.

Era la Beta de la manada. Y no solo de nombre.

Casandra era una guerrera formidable, la más fuerte físicamente de toda la manada, incluyéndolos a todos los hombres. Su capacidad de combate era legendaria, habiendo sido entrenada por su padre desde muy joven. Su agilidad en la batalla era incomparable, su velocidad un arma letal. En sus enfrentamientos, era como un relámpago, imposible de atrapar, siempre un paso por delante de sus enemigos.

Pero su fuerza no radicaba solo en su habilidad física. Casandra también poseía una mente aguda, estratégica. Sabía leer a sus oponentes, anticipar sus movimientos, usar su entorno a su favor. Esta inteligencia la había mantenido viva todos estos años, la había salvado de las garras de Alec más de una vez.

Y luego estaba su don. Algo que casi nadie conocía, y que había mantenido en secreto durante toda su vida.

Casandra tenía la capacidad de manipular las mentes. Un don ancestral que solo unos pocos lobos en la historia habían poseído. Con un simple toque, podía influir en los pensamientos y decisiones de otros, llevarlos a hacer lo que ella quisiera. Era un poder que no tomaba a la ligera, y que rara vez usaba. Sabía que ese don podía ser tanto una bendición como una maldición. Solo Alec conocía su secreto, y por esa razón, la mantenía cerca. A pesar de que la odiaba por su fuerza y resistencia, sabía que no podía deshacerse de ella tan fácilmente. Casandra era su mayor arma, y él no estaba dispuesto a perderla.

—Te mereces algo mejor, Casandra —le decía su loba en sus momentos más oscuros, cuando la presión de Alec se hacía insoportable—. No eres la esclava de nadie. Este no es tu destino.

Pero Casandra no veía una salida. No por ahora. Cada día, Alec la acechaba, como un depredador al acecho de su presa, intentando quebrarla, intentando forzarla a someterse. En sus ojos siempre había ese destello de deseo enfermizo, una necesidad de controlarla de la forma más vil posible. No era la primera vez que intentaba abusar de ella. Varias veces había intentado llevarla a la fuerza, y cada vez Casandra había salido victoriosa, aunque a costa de heridas físicas y mentales.

—Es solo cuestión de tiempo, Casandra —le había susurrado Alec la última vez que lo había enfrentado—. No podrás resistir para siempre. Tarde o temprano, serás mía.

Pero Casandra no era de nadie.

Sus cicatrices físicas se curaban con el tiempo, pero las mentales eran más profundas. A pesar de todo, seguía adelante, sin rendirse. Su lobo Fénix, siempre a su lado, la mantenía erguida, sin dejar que Alec la quebrara.

De pie en la colina, Casandra respiró profundamente, sintiendo el aire fresco llenando sus pulmones. Aunque su situación era desesperada, había algo dentro de ella que se negaba a morir. Una llama que seguía ardiendo, más fuerte que nunca. Sabía que su momento llegaría. Sabía que, de alguna manera, encontraría la manera de liberar a su manada de las garras de Alec.

—No soy tuya, Alec —murmuró Casandra para sí misma, sus ojos dorados llenos de una determinación feroz—. Y nunca lo seré.

Ella era Casandra Jerkyngs, la Beta de True Blood. Y no se rendiría sin luchar.

Con esa promesa en su corazón, Casandra se preparó para enfrentarse a otro día bajo la tiranía de su primo. Pero en su mente, ya estaba trazando un plan. Un plan para recuperar lo que le habían robado.

Y esta vez, no fallaría.

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