Capítulo 2: Entre la Vida y el Abismo

El aire de la celda se tornaba cada vez más denso. Alanis había perdido la cuenta de cuántos días llevaba soportando las torturas de Jayce. La humedad y el olor a sangre impregnaban cada rincón, mientras el dolor se entrelazaba con su carne como una sombra perpetua. Pero nada de lo que había experimentado hasta ahora lo preparaba para lo que estaba a punto de suceder.

Jayce entró en la celda con una sonrisa fría y calculadora. En sus manos sostenía un látigo de cuero negro, sus ojos brillaban con la promesa de dolor. El sonido del látigo rasgando el aire reverberó en las paredes de la pequeña celda. Alanis, encadenado y completamente exhausto, lo observó acercarse, cada movimiento de Jayce era como una sentencia de muerte inminente.

—Hoy vamos a probar algo diferente —dijo Jayce con voz baja, casi como si estuviera hablando con un amigo. Pero Alanis sabía que no era más que la calma antes de la tormenta—. He estado pensando en cuánto más puedes resistir antes de que implores por tu vida. Hoy... veremos si llegamos a ese punto.

Jayce se movió rápidamente, y antes de que Alanis pudiera procesarlo, sintió el primer latigazo cruzando su pecho desnudo. La carne se abrió bajo el golpe, dejando una línea roja y profunda. Un gruñido gutural escapó de los labios de Alanis, pero se negó a gritar. No le daría ese placer.

El segundo golpe llegó casi de inmediato, esta vez en su espalda, y el dolor fue tan intenso que sus músculos se contrajeron involuntariamente. La sangre comenzó a brotar de las heridas, goteando por su piel hasta el suelo.

—¿Ves lo que te hago, Alanis? —la voz de Jayce era suave, casi tierna—. Nadie puede soportar esto para siempre. Y tú... ya estás cerca del final.

Alanis apenas podía respirar. Cada inhalación era una lucha, el dolor envolvía su cuerpo como un manto sofocante. Sabía que sus fuerzas estaban al límite, que su cuerpo no podía seguir resistiendo mucho más, pero en algún lugar profundo de su mente, Taranis se mantenía firme, una presencia inquebrantable que no permitiría que cayera.

—No le des el gusto —la voz de Taranis resonó en su mente, grave y desafiante—. Estamos juntos en esto. No vas a caer aquí, no mientras yo esté contigo.

Taranis siempre había sido su ancla, su apoyo en los momentos más oscuros. Y ahora, cuando el abismo parecía más cerca que nunca, su lobo lo sostenía con una fuerza inhumana. Alanis sentía a Taranis dentro de él, luchando contra el dolor, manteniéndolo consciente, aunque el cuerpo de Alanis quisiera rendirse.

—No puedo más —admitió Alanis mentalmente, sabiendo que su lobo entendería—. Esto… esto es diferente. Es peor.

Taranis gruñó en respuesta, furioso pero determinado.

—Sí puedes. ¡Tienes que hacerlo! No puedes dejar que este maldito te venza. No después de todo lo que hemos pasado.

Jayce no paraba. Cada golpe del látigo era más brutal que el anterior, y las heridas se acumulaban, cruzando su pecho, su espalda, sus brazos. Cada vez que el látigo caía, sentía como si el fuego quemara su piel y el dolor desgarrara cada fibra de su ser. Pero no se rendía.

Con cada golpe, Alanis cerraba los ojos y se aferraba a la presencia de Taranis. Su lobo seguía transmitiéndole fuerza, negándose a ceder ante el sufrimiento. Taranis era un gigante en su mente, imponente y furioso, recordándole que todavía tenían poder dentro de ellos, aunque la tortura intentara quebrarlos.

—Tienes que aguantar un poco más —le dijo Taranis con fiereza—. No vas a morir aquí. ¡Eres Alanis Renis, m*****a sea!

Alanis quería creerle, pero su cuerpo empezaba a traicionarlo. Las heridas profundas y la sangre que seguía fluyendo lo debilitaban, lo empujaban hacia el borde de la inconsciencia. Y entonces, justo cuando el dolor se volvía insoportable, lo sintió.

Ese olor.

Un aroma que cortaba a través de la oscuridad y el dolor, suave y reconfortante. Almendras dulces y vainilla. Como una brisa suave en medio de la tormenta, ese aroma lo envolvió, aliviando el sufrimiento por un breve segundo. Era la única cosa que lo mantenía cuerdo, que le daba esperanza.

—Es ella otra vez —pensó Alanis, su mente nublada pero lúcida ante ese aroma familiar.

La había percibido antes, en sus delirios, en los momentos más oscuros de las torturas. Pero esta vez, el olor era más fuerte, más real. No sabía quién era, ni por qué la sentía tan intensamente, pero su presencia le ofrecía una paz que nada ni nadie podía darle en ese lugar maldito.

—Ella te salvará, Alanis —murmuró Taranis, como si también pudiera percibirla—. Lo sé. Debemos resistir por ella.

El látigo cayó una vez más, pero esta vez, el dolor fue opacado por la sensación cálida y reconfortante del aroma. Las palabras de Taranis resonaban en su mente, fuertes y claras, mientras la figura de la mujer misteriosa se desdibujaba en sus pensamientos. No podía verla, pero la sentía, y eso lo mantenía anclado a la realidad.

—Te salvaré —susurró una voz en su mente. Era la misma voz que había escuchado antes, una promesa de rescate que le daba fuerzas.

Jayce seguía torturándolo, pero ya no importaba. Alanis estaba demasiado concentrado en la promesa, en la esperanza de que su tortura no sería eterna. Ese aroma, esa presencia, lo mantenía con vida cuando todo lo demás parecía destinado a destruirlo.

Con cada segundo que pasaba, aunque su cuerpo estuviera al borde de la ruptura, Alanis se aferraba a esa promesa, a la presencia de la mujer desconocida y al lazo inquebrantable con su lobo Taranis. Sabía que el dolor no duraría para siempre.

Y cuando la oscuridad finalmente lo envolvió, justo antes de caer en la inconsciencia, una última bocanada de almendras dulces y vainilla lo reconfortó.

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