El látigo silbaba en el aire antes de estrellarse contra la piel de Alanis una y otra vez. Los golpes eran feroces, despiadados, pero Alanis no dejaba de reír. La risa, aunque nacida de la desesperación, resonaba con un tono burlón y desafiante. Jayce, enfurecido, no dejaba de lanzar latigazos, ansioso por quebrar esa fortaleza indomable que veía frente a él.
La piel de Alanis se rasgaba con cada golpe, las heridas sangraban y sus músculos se tensaban de dolor, pero el Alpha no mostraba señales de rendirse. Su cuerpo, magullado y destrozado, seguía emitiendo esa risa que hacía eco en la oscura habitación.
Jayce se detuvo un momento, respirando con dificultad, observando a Alanis con una mezcla de frustración y admiración.
—Maldito... —jadeó Jayce—. ¿Sigues riéndote? ¿Cómo puedes seguir riéndote después de todo esto?
Alanis levantó la cabeza, sus ojos negros como la noche brillando con un fuego que ni siquiera el dolor más profundo podía apagar.
—¿E
Alanis abrió los ojos con dificultad, apenas consciente de su entorno. Sentía su cuerpo pesado, como si miles de kilos estuvieran aplastándolo contra el suelo frío y húmedo. A su alrededor, la oscuridad era absoluta, salvo por una tenue luz que titilaba en la distancia, demasiado débil para iluminar su confinamiento, pero lo suficiente como para recordarle que aún estaba vivo, atrapado en el infierno que Jayce había creado para él.Trató de moverse, pero el dolor lo atravesó como cuchillas afiladas. Sus extremidades estaban atadas, inmovilizadas por gruesas cadenas de metal que resonaban con cada pequeño esfuerzo que hacía. El aire era pesado, cargado de humedad y un hedor pútrido que le revolvía el estómago. Las mazmorras en las que se encontraba eran antiguas, sus paredes de piedra estaban cubiertas de musgo y moho, y el suelo se sentía pegajoso bajo su cuerpo, cubierto de una sustancia viscosa que no quería imaginar qué podía ser.Con esfuerzo, Alanis alzó la vista,
Casandra se encontraba agazapada entre la maleza, los ojos fijos en la fortaleza que se alzaba imponente a unos cientos de metros. El aire de la noche estaba cargado de tensión, y su respiración era lenta y controlada, mientras su loba, Fénix, permanecía alerta en el fondo de su mente, esperando el momento adecuado para actuar. Habían pasado días siguiendo las pistas que la Diosa de la Luna le había dado, y finalmente, Casandra había llegado al lugar donde sabía que Alanis, su pareja destinada, estaba cautivo.Había sentido la conexión con él mucho antes de percibir su presencia física. Era una vibración en su alma, un latido que resonaba en lo más profundo de su ser. Pero ahora, había algo más tangible: su olor. Esa primera bocanada del aroma de Alanis fue suficiente para hacerla detenerse en seco. Era una fragancia intensa, varonil, cargada de una fuerza primitiva que hablaba de poder y desafío. Olía a tierra húmeda después de una tormenta, a bosque profundo, con un toque d
Casandra se adentraba en la fortaleza a toda velocidad, su cuerpo moviéndose con agilidad entre los escombros, esquivando restos de la explosión que ella misma había causado momentos antes. El caos había desconcertado a los guardias, y en la confusión logró entrar sin ser vista. A medida que se adentraba más en el edificio, el aroma de Alanis se hacía más fuerte, más palpable. Pero también notaba una presencia oscura que acechaba en los rincones, algo más profundo y peligroso que la mera brutalidad de Jayce.—Alanis, —llamó mentalmente, tratando de establecer una conexión clara mientras corría por los oscuros pasillos—. Estoy aquí. He creado una explosión para entrar. Dime dónde estás.Durante unos segundos solo hubo silencio, y luego, una débil respuesta surgió en su mente. Alanis no podía hablar con claridad, pero su presencia, aunque dolorida, estaba viva.—Casandra... —su voz resonaba agotada, pero llena de una feroz determinación—. Sigue el pasillo hacia la
Alanis sentía las cadenas que lo ataban al muro como brasas ardientes sobre su piel. Estaba débil, el cuerpo consumido por la fiebre, las heridas de las torturas infectadas y su mente, en una espiral de dolor y confusión. Pero dentro de él, la ira rugía, intensa e imparable. Cada golpe que Casandra recibía, cada mordisco que Jayce le infligía, lo sentía como propio. Su conexión con ella se había fortalecido con cada segundo, y ahora, la rabia por verla sufrir quemaba su interior como un fuego que no podía ignorar.—No voy a permitir que esto continúe, —pensó Alanis, con una voz que ya no parecía suya, sino la de Taranis, su lobo.—Nos levantaremos, —dijo Taranis, resonando en su mente como un eco profundo—. Ella es nuestra. Es nuestra compañera y nadie le hará daño mientras vivamos.La adrenalina comenzó a correr por las venas de Alanis, despertando algo primitivo en él. Las cadenas se tensaron bajo la presión de sus músculos, que comenzaron a endurecerse, su pi
El tiempo pareció ralentizarse en el instante en que Alanis y Casandra cruzaron miradas desde los extremos opuestos de la sala, pero esa conexión se rompió de golpe. En el parpadeo de un segundo, Jayce, sangrando y derrotado en espíritu, pero aún impulsado por una rabia cegadora, aprovechó la distracción de Casandra y lanzó un ataque brutal. Con un rugido furioso, su cuerpo se abalanzó sobre ella en un torbellino de dientes y garras.Casandra no tuvo tiempo de reaccionar. La fuerza inesperada del impacto la tiró al suelo, y antes de que pudiera retomar su posición de defensa, sintió los colmillos de Jayce rodear su cuello. El peso de su cuerpo presionaba su pecho contra el suelo, y el lobo oscuro de Jayce se movía frenéticamente, buscando aplastarla. La mandíbula de Jayce se cerró sobre la garganta de Casandra, sus colmillos presionando peligrosamente cerca de la arteria. Ella podía sentir el calor de su respiración entrecortada y el sabor metálico de la sangre en su lengua.<
El aire dentro de la habitación parecía estar impregnado de electricidad, cargado de una tensión animal que se desplegaba con cada movimiento entre los tres cuerpos que se enfrentaban. Alanis y Casandra, en sus formas de lobo, brillaban con una ferocidad inigualable. El lobo negro de Alanis, oscuro como la noche más profunda, y la loba dorada de Casandra, que resplandecía bajo la luz tenue que se filtraba por las ventanas rotas, formaban un contraste visual tan impactante como su unión en la lucha.Jayce, malherido y jadeante, lanzaba golpes desesperados, pero ya no era el depredador que había sido momentos antes. Sus ataques eran torpes, fruto de la fatiga, el dolor y el odio que aún lo consumía. Sus ojos brillaban con una mezcla de pánico y furia, pero ni su bestialidad ni su fuerza eran suficientes para resistir la tormenta que se le había venido encima.Casandra y Alanis se movían en perfecta sincronía, como si fueran dos mitades de un todo. Sus cuerpos se entrelaz
El frío de la piedra era implacable. Alanis yacía en el suelo húmedo, su cuerpo temblando por la falta de fuerzas y el dolor que había sufrido durante días interminables. Apenas podía sentir sus extremidades, cada centímetro de su piel era un campo de batalla donde la tortura había dejado huellas imborrables. Los golpes, los cortes, el hambre, la sed... todo se mezclaba en un torbellino de sufrimiento que lo arrastraba sin piedad.Estaba encerrado en una celda oscura, fría y silenciosa, salvo por el sonido de su propia respiración entrecortada y el eco lejano del agua goteando desde alguna grieta en la piedra. En algún lugar cercano, el Beta de Julius, su captor y torturador, esperaba el momento adecuado para volver a infligirle más dolor, más sufrimiento. Era un hombre implacable, movido por el odio y el deseo de venganza. Todo lo que había hecho desde que lo atrapó había sido para desquebrajarlo, para arrancar de él cualquier chispa de esperanza.Alanis no sabía cuánto tiempo llevab
Alanis Renis, hermano del Alpha Murdock, siempre había sido un hombre imponente. Metro noventa y cinco de pura fuerza, con músculos tallados como si fueran obra de un escultor antiguo, su piel bronceada, y el cabello oscuro que le caía largo y suelto sobre los hombros. Pero nada de eso lo preparó para las torturas a las que Jayce, el Beta de Julius, lo estaba sometiendo.Habían pasado semanas desde su secuestro, pero cada día parecía alargarse como si el tiempo se hubiera congelado en ese lugar maldito. Cada corte, cada golpe, cada quemadura era un recordatorio del odio y la venganza que Jayce cargaba contra los Renis.Alanis estaba encadenado a la pared de una celda oscura, húmeda y fría, apenas iluminada por una antorcha vieja que chisporroteaba en un rincón. Sus muñecas, llenas de cicatrices y cubiertas de sangre seca, se aferraban a los grilletes metálicos que lo mantenían suspendido, casi colgando del techo. Sentía el metal frío clavarse en su piel y el dolor sordo en los músculo