El frío de la piedra era implacable. Alanis yacía en el suelo húmedo, su cuerpo temblando por la falta de fuerzas y el dolor que había sufrido durante días interminables. Apenas podía sentir sus extremidades, cada centímetro de su piel era un campo de batalla donde la tortura había dejado huellas imborrables. Los golpes, los cortes, el hambre, la sed... todo se mezclaba en un torbellino de sufrimiento que lo arrastraba sin piedad.
Estaba encerrado en una celda oscura, fría y silenciosa, salvo por el sonido de su propia respiración entrecortada y el eco lejano del agua goteando desde alguna grieta en la piedra. En algún lugar cercano, el Beta de Julius, su captor y torturador, esperaba el momento adecuado para volver a infligirle más dolor, más sufrimiento. Era un hombre implacable, movido por el odio y el deseo de venganza. Todo lo que había hecho desde que lo atrapó había sido para desquebrajarlo, para arrancar de él cualquier chispa de esperanza. Alanis no sabía cuánto tiempo llevaba en ese lugar, si eran días, semanas o incluso meses. El tiempo había perdido sentido en la oscuridad. Cada vez que perdía la conciencia, era solo para despertar y enfrentar nuevas formas de tormento. Las cadenas que lo mantenían atado al muro eran pesadas, y las marcas que dejaban en sus muñecas y tobillos se habían vuelto llagas supurantes. Pero el peor tormento no era físico. El Beta sabía cómo golpear donde más dolía, en su mente, en sus recuerdos. Le hablaba de su fracaso, de cómo había abandonado a los suyos, de cómo Julius lo despreciaba y de cómo Murdock, su hermano, no lo buscaba. —Nadie te salvará, Alanis —susurraba el Beta con una sonrisa cruel, acercándose cada vez que Alanis caía inconsciente—. Eres solo un peón que se ha roto. Has sido olvidado. Morirás aquí, y nadie derramará una lágrima por ti. Esas palabras se repetían una y otra vez en su cabeza, como un eco que no podía silenciar. Había momentos en los que casi las creía, en los que el dolor era tan grande que no podía ver más allá de su propia desesperación. El Beta de Julius entraba a la celda cada día, lo azotaba con un látigo que cortaba su piel como cuchillas, y a veces lo dejaba sin comida durante días, solo para luego lanzarle un mendrugo mohoso. El tiempo en ese infierno era un ciclo interminable de dolor, hambre y sufrimiento. El Beta disfrutaba viendo la vida desvanecerse lentamente de los ojos de Alanis, deleitándose con cada gemido de dolor, cada intento fallido de resistir. Una noche, mientras el dolor se apoderaba completamente de su cuerpo, Alanis sintió que la conciencia se le escapaba. Su respiración era un eco débil, y sus pensamientos, fragmentados, se disolvían en la nada. Las sombras se extendían por la celda como manos frías, dispuestas a arrastrarlo hacia la oscuridad. El peso de su propio cuerpo era insoportable, y por primera vez, deseó que todo acabara. Quería que el sufrimiento terminara, que esa agonía eterna se desvaneciera. Pero entonces, en medio de esa oscuridad aplastante, algo extraño ocurrió. Una imagen se formó en su mente, como si una brisa suave y cálida se filtrara a través de las paredes heladas de su celda. Era una mujer, aunque no podía ver su rostro. Estaba envuelta en un halo de luz que le resultaba extrañamente reconfortante. Su figura, esbelta y femenina, irradiaba una serenidad que lo envolvía, como si en su sola presencia pudiera encontrar la paz que tanto había anhelado. No podía ver sus rasgos, pero su cuerpo se perfilaba en suaves curvas que parecían moverse al ritmo de una melodía inaudible. Su presencia era reconfortante, como un bálsamo para las heridas abiertas en su carne y su alma. Alanis intentó enfocar su mirada, pero cada vez que lo hacía, el rostro de la mujer se desvanecía, quedando solo esa sensación de calidez, esa paz que lo envolvía. La mujer no decía nada, pero su presencia lo reconfortaba de una manera que Alanis no había experimentado en años. Una calma profunda empezó a invadirlo, apaciguando el dolor que lo consumía desde hacía tanto tiempo. El olor a almendras dulces y vainilla llenó su nariz, un aroma suave y envolvente que lo transportaba lejos de la celda, lejos del Beta y lejos de la tortura. Su mente estaba difusa, pero podía sentir que esa mujer no era solo una ilusión. Era real, de alguna manera, una fuerza más allá de lo tangible. Y en medio de esa neblina de paz y desconcierto, la oyó. Fue un susurro suave, apenas un murmullo en su cabeza, pero lo oyó con una claridad que lo sacudió profundamente. —Te salvaré —murmuró la voz femenina, como un eco distante que reverberaba en lo más profundo de su alma. La voz era suave y firme al mismo tiempo, como si fuera la promesa más cierta que jamás había escuchado. Su olor, esa fragancia de almendras y vainilla, se hizo más fuerte, envolviéndolo como un abrazo cálido, alejando por un segundo el dolor que laceraba su cuerpo. El corazón de Alanis latía más lento ahora, y sus párpados se cerraban pesadamente. Sentía que su cuerpo se deslizaba hacia la inconsciencia, pero no con el miedo habitual. Esta vez, una extraña sensación de alivio lo invadía. No estaba solo. Esa mujer, aunque no podía verla con claridad, estaba con él. Esa promesa, "Te salvaré", se aferraba a su mente como una luz en la oscuridad. El olor a almendras y vainilla persistía, calmando su espíritu mientras su cuerpo caía derrotado por el agotamiento y el dolor. Con la última chispa de conciencia, antes de caer en el abismo, Alanis vio la silueta difuminada de esa mujer en su mente. Su forma etérea se desvanecía en la bruma de sus pensamientos, pero el eco de su promesa permanecía. Entonces todo se volvió oscuro. Su cuerpo, maltrecho y ensangrentado, cayó en el suelo de la celda con un sonido sordo. Su mente se hundió en un sueño profundo, donde ni siquiera el dolor podía alcanzarlo. Las cadenas que lo sujetaban al muro resonaron levemente, mientras su respiración se volvía casi imperceptible. El Beta de Julius, desde las sombras de la celda, lo observaba en silencio, su sonrisa cruel intacta. Pero incluso él notó algo diferente en Alanis. Como si, a pesar de estar derrotado, hubiese encontrado una pequeña chispa de resistencia. Algo en él había cambiado, aunque no podía entender qué era. El aroma a almendras y vainilla aún flotaba en el aire.Alanis Renis, hermano del Alpha Murdock, siempre había sido un hombre imponente. Metro noventa y cinco de pura fuerza, con músculos tallados como si fueran obra de un escultor antiguo, su piel bronceada, y el cabello oscuro que le caía largo y suelto sobre los hombros. Pero nada de eso lo preparó para las torturas a las que Jayce, el Beta de Julius, lo estaba sometiendo.Habían pasado semanas desde su secuestro, pero cada día parecía alargarse como si el tiempo se hubiera congelado en ese lugar maldito. Cada corte, cada golpe, cada quemadura era un recordatorio del odio y la venganza que Jayce cargaba contra los Renis.Alanis estaba encadenado a la pared de una celda oscura, húmeda y fría, apenas iluminada por una antorcha vieja que chisporroteaba en un rincón. Sus muñecas, llenas de cicatrices y cubiertas de sangre seca, se aferraban a los grilletes metálicos que lo mantenían suspendido, casi colgando del techo. Sentía el metal frío clavarse en su piel y el dolor sordo en los músculo
El aire de la celda se tornaba cada vez más denso. Alanis había perdido la cuenta de cuántos días llevaba soportando las torturas de Jayce. La humedad y el olor a sangre impregnaban cada rincón, mientras el dolor se entrelazaba con su carne como una sombra perpetua. Pero nada de lo que había experimentado hasta ahora lo preparaba para lo que estaba a punto de suceder.Jayce entró en la celda con una sonrisa fría y calculadora. En sus manos sostenía un látigo de cuero negro, sus ojos brillaban con la promesa de dolor. El sonido del látigo rasgando el aire reverberó en las paredes de la pequeña celda. Alanis, encadenado y completamente exhausto, lo observó acercarse, cada movimiento de Jayce era como una sentencia de muerte inminente.—Hoy vamos a probar algo diferente —dijo Jayce con voz baja, casi como si estuviera hablando con un amigo. Pero Alanis sabía que no era más que la calma antes de la tormenta—. He estado pensando en cuánto más puedes resistir antes de que implores por tu vi
Casandra Jerkyngs miraba el horizonte desde la cima de la colina, su mirada dorada perdida en el atardecer. Su figura esbelta y fuerte se mantenía erguida, como una estatua de poder y determinación. La brisa cálida acariciaba su cabello rubio, dorado como el sol que comenzaba a descender. A simple vista, parecía una líder poderosa, una loba indomable, y eso era cierto... en parte. En su manada, True Blood, Casandra seguía siendo la Beta, al menos de nombre. Pero la realidad era mucho más amarga.Años atrás, la manada había sido próspera, respetada y fuerte. Su padre, Alaric Jerkyngs, había sido un Alpha justo y sabio, un líder querido por todos, y su hermano Aterón, el heredero legítimo, había sido un lobo prometedor, lleno de honor y fortaleza. Casandra siempre había sido su Beta, luchando junto a su hermano, protegiendo su manada con fiereza y amor. Su vida había sido plena, marcada por la promesa de un futuro brillante para su gente.Pero todo eso había cambiado una noche. Una noch
Alec Jerkyngs caminaba con paso firme a través del largo pasillo de piedra que llevaba a su cámara privada. El eco de sus botas resonaba en la penumbra del castillo que había tomado como suyo tras la muerte de su tío y su primo. Las paredes húmedas y el aire cargado parecían reflejar la misma oscuridad que lo consumía. Sus labios esbozaban una sonrisa cruel mientras sus dedos se cerraban en un puño, anticipando la satisfacción que pronto sentiría.Desde que se había proclamado Alpha de la manada True Blood, había reinado con puño de hierro, instaurando una atmósfera de miedo y sumisión. Sin embargo, había un problema que le carcomía desde el inicio: Casandra. Esa maldita loba indomable, fuerte y desafiante, que seguía siendo un obstáculo constante. Había intentado quebrarla durante años, pero cada intento había sido en vano. Casandra no era como los demás. Su fuerza, tanto física como mental, la hacía peligrosa. Pero más allá de eso, había algo en ella que despertaba en Alec una neces
La luz del amanecer apenas comenzaba a asomar por el horizonte cuando Alec reunió a sus secuaces en el gran salón del castillo. El aire estaba cargado de expectación, un frío silencio que pronto sería roto por la violencia. Los hombres se movían inquietos, sus miradas brillaban con anticipación, conscientes de lo que estaba por suceder. Alec había estado planeando este momento durante semanas, tejiendo su red de manipulación y mentiras para asegurarse de que Casandra no tuviera salida. Hoy sería el día en que la dominaría por completo. Alec, con su postura imponente y su aura oscura, caminaba con paso firme hacia el centro del salón, su mirada fija en el trono que había usurpado. Cada paso resonaba en el eco de las paredes de piedra, recordándole que todo estaba bajo su control, incluido el destino de Casandra. Desde el asesinato de su tío y su primo, Alec había reinado como Alpha indiscutido, utilizando el miedo y la violencia para mantener a la manada sometida. Pero Casandra había
La fría mano de Alec seguía recorriendo la piel de Casandra, sus dedos grabando el dominio que anhelaba ejercer sobre ella. La tenía sujeta con fuerza, su cuerpo atrapado bajo el peso de sus secuaces y de su propia figura. La multitud alrededor miraba con morbo, deleitándose en la perversidad del acto. Los ojos dorados de Casandra destellaban de furia y miedo, su pecho subía y bajaba rápidamente mientras luchaba por controlar su respiración. Las heridas que había acumulado la dejaban débil, pero su espíritu indomable seguía luchando.Alec sonrió con malicia, su mirada oscura rebosaba de triunfo. Sabía que el momento de marcarla como suya estaba cerca. Inclinó su rostro hacia el de ella, su aliento caliente contra su cuello mientras sus colmillos comenzaban a sobresalir, listos para hacer la marca definitiva que la uniría a él de manera irremediable.—Este es el final, Casandra —susurró con una voz ronca, su lengua rozando la piel sensible de su cuello—. Pronto serás mía, y no habrá es
La oscuridad la había abrazado por completo. Casandra flotaba en ese vacío interminable, sintiendo el peso del agotamiento, el dolor físico que aún latía en sus heridas y el eco de la voz masculina que había escuchado antes de sucumbir. Sin embargo, algo comenzó a cambiar en su entorno. Un brillo suave, plateado y cálido se abrió paso en el abismo, expandiéndose lentamente a su alrededor. Era como si una luz celestial iluminara un lugar más allá de los sueños, una luz que ofrecía consuelo y sanación. De repente, Casandra sintió cómo el peso de su cuerpo desaparecía. Ya no había dolor, ni miedo. Estaba flotando, ingrávida, en lo que parecía ser un mundo completamente nuevo. Poco a poco, sus pies tocaron algo sólido, y cuando abrió los ojos, se encontró de pie en un claro que le resultaba familiar. Estaba nuevamente en el lago de la luna, pero no era como lo había conocido. Este lago brillaba de una manera casi mágica, sus aguas cristalinas reflejaban el cielo estrellado y la luna lle
Casandra estaba sentada junto al lago, sus pies sumergidos en el agua cálida y cristalina, compartiendo un momento de paz en la presencia de la diosa de la luna. El aire a su alrededor era puro, cargado de una energía que parecía provenir de otro mundo. A pesar de la serenidad del momento, su mente comenzaba a girar lentamente hacia su pasado, hacia aquellos momentos en los que descubrió el poder de la sumisión, un poder que la había aterrorizado tanto como intrigado. Un poder que la había separado de los demás. Mientras la luz plateada de la luna brillaba suavemente sobre las aguas, Casandra se dejó llevar por esos recuerdos. En silencio, se permitió regresar a esos momentos de su juventud, cuando descubrió por primera vez que era diferente a los demás, cuando comprendió que poseía algo que los otros no podían ver ni sentir. Y, sobre todo, cuando decidió ocultarlo. Todo comenzó cuando era solo una adolescente, apenas desarrollando sus habilidades como Beta. Era una joven fuerte y d