El Alpha torturado - Renis II (Alanis)
El Alpha torturado - Renis II (Alanis)
Por: Ariadna Picó B.
Epílogo previo (Renis I - Murdock) - "La oscuridad y la luz"

El frío de la piedra era implacable. Alanis yacía en el suelo húmedo, su cuerpo temblando por la falta de fuerzas y el dolor que había sufrido durante días interminables. Apenas podía sentir sus extremidades, cada centímetro de su piel era un campo de batalla donde la tortura había dejado huellas imborrables. Los golpes, los cortes, el hambre, la sed... todo se mezclaba en un torbellino de sufrimiento que lo arrastraba sin piedad.

Estaba encerrado en una celda oscura, fría y silenciosa, salvo por el sonido de su propia respiración entrecortada y el eco lejano del agua goteando desde alguna grieta en la piedra. En algún lugar cercano, el Beta de Julius, su captor y torturador, esperaba el momento adecuado para volver a infligirle más dolor, más sufrimiento. Era un hombre implacable, movido por el odio y el deseo de venganza. Todo lo que había hecho desde que lo atrapó había sido para desquebrajarlo, para arrancar de él cualquier chispa de esperanza.

Alanis no sabía cuánto tiempo llevaba en ese lugar, si eran días, semanas o incluso meses. El tiempo había perdido sentido en la oscuridad. Cada vez que perdía la conciencia, era solo para despertar y enfrentar nuevas formas de tormento. Las cadenas que lo mantenían atado al muro eran pesadas, y las marcas que dejaban en sus muñecas y tobillos se habían vuelto llagas supurantes. Pero el peor tormento no era físico. El Beta sabía cómo golpear donde más dolía, en su mente, en sus recuerdos. Le hablaba de su fracaso, de cómo había abandonado a los suyos, de cómo Julius lo despreciaba y de cómo Murdock, su hermano, no lo buscaba.

—Nadie te salvará, Alanis —susurraba el Beta con una sonrisa cruel, acercándose cada vez que Alanis caía inconsciente—. Eres solo un peón que se ha roto. Has sido olvidado. Morirás aquí, y nadie derramará una lágrima por ti.

Esas palabras se repetían una y otra vez en su cabeza, como un eco que no podía silenciar. Había momentos en los que casi las creía, en los que el dolor era tan grande que no podía ver más allá de su propia desesperación.

El Beta de Julius entraba a la celda cada día, lo azotaba con un látigo que cortaba su piel como cuchillas, y a veces lo dejaba sin comida durante días, solo para luego lanzarle un mendrugo mohoso. El tiempo en ese infierno era un ciclo interminable de dolor, hambre y sufrimiento. El Beta disfrutaba viendo la vida desvanecerse lentamente de los ojos de Alanis, deleitándose con cada gemido de dolor, cada intento fallido de resistir.

Una noche, mientras el dolor se apoderaba completamente de su cuerpo, Alanis sintió que la conciencia se le escapaba. Su respiración era un eco débil, y sus pensamientos, fragmentados, se disolvían en la nada. Las sombras se extendían por la celda como manos frías, dispuestas a arrastrarlo hacia la oscuridad. El peso de su propio cuerpo era insoportable, y por primera vez, deseó que todo acabara. Quería que el sufrimiento terminara, que esa agonía eterna se desvaneciera.

Pero entonces, en medio de esa oscuridad aplastante, algo extraño ocurrió. Una imagen se formó en su mente, como si una brisa suave y cálida se filtrara a través de las paredes heladas de su celda. Era una mujer, aunque no podía ver su rostro. Estaba envuelta en un halo de luz que le resultaba extrañamente reconfortante. Su figura, esbelta y femenina, irradiaba una serenidad que lo envolvía, como si en su sola presencia pudiera encontrar la paz que tanto había anhelado.

No podía ver sus rasgos, pero su cuerpo se perfilaba en suaves curvas que parecían moverse al ritmo de una melodía inaudible. Su presencia era reconfortante, como un bálsamo para las heridas abiertas en su carne y su alma. Alanis intentó enfocar su mirada, pero cada vez que lo hacía, el rostro de la mujer se desvanecía, quedando solo esa sensación de calidez, esa paz que lo envolvía.

La mujer no decía nada, pero su presencia lo reconfortaba de una manera que Alanis no había experimentado en años. Una calma profunda empezó a invadirlo, apaciguando el dolor que lo consumía desde hacía tanto tiempo. El olor a almendras dulces y vainilla llenó su nariz, un aroma suave y envolvente que lo transportaba lejos de la celda, lejos del Beta y lejos de la tortura.

Su mente estaba difusa, pero podía sentir que esa mujer no era solo una ilusión. Era real, de alguna manera, una fuerza más allá de lo tangible. Y en medio de esa neblina de paz y desconcierto, la oyó. Fue un susurro suave, apenas un murmullo en su cabeza, pero lo oyó con una claridad que lo sacudió profundamente.

—Te salvaré —murmuró la voz femenina, como un eco distante que reverberaba en lo más profundo de su alma.

La voz era suave y firme al mismo tiempo, como si fuera la promesa más cierta que jamás había escuchado. Su olor, esa fragancia de almendras y vainilla, se hizo más fuerte, envolviéndolo como un abrazo cálido, alejando por un segundo el dolor que laceraba su cuerpo.

El corazón de Alanis latía más lento ahora, y sus párpados se cerraban pesadamente. Sentía que su cuerpo se deslizaba hacia la inconsciencia, pero no con el miedo habitual. Esta vez, una extraña sensación de alivio lo invadía. No estaba solo. Esa mujer, aunque no podía verla con claridad, estaba con él. Esa promesa, "Te salvaré", se aferraba a su mente como una luz en la oscuridad. El olor a almendras y vainilla persistía, calmando su espíritu mientras su cuerpo caía derrotado por el agotamiento y el dolor.

Con la última chispa de conciencia, antes de caer en el abismo, Alanis vio la silueta difuminada de esa mujer en su mente. Su forma etérea se desvanecía en la bruma de sus pensamientos, pero el eco de su promesa permanecía.

Entonces todo se volvió oscuro.

Su cuerpo, maltrecho y ensangrentado, cayó en el suelo de la celda con un sonido sordo. Su mente se hundió en un sueño profundo, donde ni siquiera el dolor podía alcanzarlo. Las cadenas que lo sujetaban al muro resonaron levemente, mientras su respiración se volvía casi imperceptible.

El Beta de Julius, desde las sombras de la celda, lo observaba en silencio, su sonrisa cruel intacta. Pero incluso él notó algo diferente en Alanis. Como si, a pesar de estar derrotado, hubiese encontrado una pequeña chispa de resistencia. Algo en él había cambiado, aunque no podía entender qué era.

El aroma a almendras y vainilla aún flotaba en el aire.

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