Capítulo 1: Entre el Dolor y la Resistencia

Alanis Renis, hermano del Alpha Murdock, siempre había sido un hombre imponente. Metro noventa y cinco de pura fuerza, con músculos tallados como si fueran obra de un escultor antiguo, su piel bronceada, y el cabello oscuro que le caía largo y suelto sobre los hombros. Pero nada de eso lo preparó para las torturas a las que Jayce, el Beta de Julius, lo estaba sometiendo.

Habían pasado semanas desde su secuestro, pero cada día parecía alargarse como si el tiempo se hubiera congelado en ese lugar maldito. Cada corte, cada golpe, cada quemadura era un recordatorio del odio y la venganza que Jayce cargaba contra los Renis.

Alanis estaba encadenado a la pared de una celda oscura, húmeda y fría, apenas iluminada por una antorcha vieja que chisporroteaba en un rincón. Sus muñecas, llenas de cicatrices y cubiertas de sangre seca, se aferraban a los grilletes metálicos que lo mantenían suspendido, casi colgando del techo. Sentía el metal frío clavarse en su piel y el dolor sordo en los músculos agotados, pero lo peor no era el dolor físico. Era la constante amenaza de perder la razón.

Cada vez que Jayce se acercaba, con su sonrisa cruel y la mirada de odio puro, Alanis sabía que el sufrimiento solo empeoraría. Y, aun así, no emitía ni un solo grito. No le daría ese placer. Jayce podía herir su cuerpo, pero nunca tocaría su alma.

—¿Sabes cuánto tiempo ha pasado, Alanis? —la voz burlona de Jayce resonó en la celda, pero Alanis no respondió. Apenas podía distinguir las palabras entre el zumbido del dolor que envolvía su mente—. ¿Cuánto más crees que resistirás antes de rogar por tu vida?

Jayce se acercó con una daga de plata, una que había estado usando durante semanas para infligirle un sufrimiento inimaginable. La plata quemaba la piel de Alanis, y sabía que el Beta lo disfrutaba. La usaba con precisión, como un artista retorcido, asegurándose de que cada corte fuera lento, prolongado, para maximizar el dolor.

Con un movimiento rápido, Jayce hundió la daga en el costado de Alanis, justo lo suficiente como para hacer sangrar, pero no tan profundo como para matarlo. El dolor fue instantáneo, pero Alanis solo apretó la mandíbula, sus ojos oscuros se encontraron con los de Jayce, desafiantes.

—Eres un hombre fuerte, Alanis. Lo admito —dijo Jayce mientras retorcía la daga ligeramente—, pero todos tienen un punto de ruptura. Tú no eres diferente. Solo es cuestión de tiempo.

Alanis respiraba con dificultad, sintiendo la sangre caliente correr por su piel, pero no desvió la mirada. Jayce podía torturarlo durante días, pero Alanis no cedería.

Taranis, su lobo interior, estaba tan herido como él. Habían estado soportando las torturas juntos, comunicándose mentalmente para mantenerse firmes. Taranis era imponente, un lobo negro azulado con ojos brillantes, y aunque estaba agotado, su presencia seguía siendo una fuente de fuerza para Alanis.

—Vamos, no puedes dejar que este idiota nos venza —Taranis le habló en su mente, su tono lleno de sarcasmo a pesar del dolor—. Si seguimos así, tendré que hacerle una visita al inframundo antes de que él nos mate.

—Ya basta —respondió Alanis mentalmente, sin poder evitar la risa sardónica que resonó en su cabeza—. Tenemos que aguantar.

Taranis soltó un bufido, pero se mantuvo firme. Eran un equipo, inseparables. El vínculo entre ellos no solo era el de un hombre y su lobo, sino el de dos guerreros que se conocían mejor que nadie. Durante las noches más oscuras, cuando el dolor era insoportable, Taranis lo mantenía cuerdo, burlándose del enemigo y recordándole que no podía ceder.

Jayce, frustrado por la falta de respuesta de Alanis, le dio un golpe con la empuñadura de la daga en el rostro, cortando su labio y haciendo que la sangre corriera por su barbilla. El sabor metálico en su boca le recordaba lo frágil que podía ser el cuerpo, pero su espíritu era inquebrantable.

—Taranis —susurró Alanis internamente—. ¿Cuánto más podremos soportar?

—Más de lo que crees —respondió el lobo con un gruñido—. No es momento de rendirse. Ya sabemos que no moriremos aquí.

Era cierto. Aunque las torturas eran insoportables, Alanis había comenzado a tener visiones, momentos fugaces de una mujer que aparecía en sus delirios. Su aroma a almendras dulces y vainilla era lo único que le daba consuelo en medio del caos. La veía en los rincones de su mente, una figura misteriosa que se desvanecía antes de que pudiera comprender quién era. Su voz suave, susurrando promesas de rescate, lo mantenía aferrado a la esperanza.

—Te salvaré.

Esas dos palabras resonaban en su mente una y otra vez. Aunque no sabía si era real o una creación de su mente destrozada, esas visiones lo mantenían cuerdo. La fuerza de su voluntad, combinada con la presencia de Taranis, lo ayudaban a no perderse en la oscuridad que Jayce intentaba imponerle.

El tiempo pasaba de manera confusa en la celda. Los días y las noches se mezclaban, y Alanis a menudo caía en la inconsciencia solo para ser despertado por más dolor. Pero seguía resistiendo. Jayce, con toda su crueldad, no lograba quebrarlo.

—Eres un maldito imbécil, Alanis —le dijo Jayce, con frustración evidente mientras limpiaba la sangre de la daga—. Pero te romperé. No hay nadie que venga a salvarte. Nadie sabe dónde estás.

Las palabras de Jayce eran veneno, pero Alanis no las creía. Sabía que su familia lo buscaba. Sabía que había una mujer, aquella con el aroma a vainilla y almendras, que lo encontraría.

Jayce salió de la celda, dejando a Alanis en la penumbra una vez más. Cada músculo de su cuerpo gritaba de dolor, pero su mente seguía clara.

—No podemos rendirnos —dijo Alanis en su mente.

—Ni lo sueñes —respondió Taranis, su tono más serio de lo habitual—. Vamos a salir de esta. Y cuando lo hagamos, Jayce lo pagará caro.

Alanis cerró los ojos, aferrándose a esa promesa. Sabía que no iba a ser fácil, pero la esperanza, aunque tenue, seguía viva. Las torturas lo estaban destruyendo por fuera, pero su espíritu y su lobo seguían luchando.

La mujer misteriosa volvía a aparecer en sus delirios, y Alanis sabía, en lo más profundo de su ser, que ella era real. Y que lo salvaría.

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