La calma del lago de la Luna envolvía todo el entorno, creando una atmósfera mística que parecía atemporal. Casandra, con los pies aún sumergidos en el agua templada, observaba el reflejo de la diosa a su lado. La presencia de la deidad la llenaba de una paz que hacía tiempo no sentía, pero las palabras que resonaban en su mente la mantenían alerta. Tenía un poder que no entendía del todo y que había ocultado durante toda su vida, pero la diosa no lo veía como una maldición. Aun así, la inquietud se aferraba a ella.
La diosa de la Luna, con su aire sereno y sabiduría infinita, desvió la mirada hacia Casandra, como si estuviera leyendo cada uno de sus pensamientos más profundos. —Has cargado con este poder en silencio durante mucho tiempo, Casandra, —comenzó a decir la diosa—. Pero no debes temerlo. Aunque te hayas sentido aislada por ello, lo que tienes es un don. Y como todo don, solo debe ser usado cuando es necesario. Casandra la miró, sus ojos doradosEl lago de la Luna se mantenía sereno, reflejando un cielo sin estrellas que parecía extenderse hacia el infinito. Casandra seguía sentada junto a la diosa, sintiendo el peso de sus palabras anteriores sobre los siete poderes ancestrales. Sin embargo, una sensación inquietante comenzaba a arraigarse en su pecho. Algo en la mirada de la diosa había cambiado, algo que insinuaba que lo que iba a decir ahora sería incluso más importante, más aterrador. La diosa fijó sus ojos luminosos en Casandra, su expresión imperturbable, pero cargada de un peso inusual. —Casandra, —empezó, su voz baja pero firme—, tu lucha no termina en Alec. Hay algo mucho más oscuro acechando tras él. Casandra frunció el ceño, un nudo formándose en su estómago. Alec ya era una amenaza enorme, con su brutalidad, sus secuaces, y su ansia desmedida de poder. ¿Qué más podía haber? —Alec no está solo en su ambición de dominar tu manada y extender su tiranía. Está aliado con un mal an
Casandra permanecía tumbada en la hierba, sintiendo el rocío fresco bajo su piel, con la mente aún aturdida por lo que acababa de suceder. La diosa de la luna había desaparecido, dejándola con un mar de preguntas, y esa voz... esa voz profunda y reconfortante que había resonado en su mente, como un eco distante pero vibrante, aún flotaba en el aire.—Sí, estoy aquí.Esa única frase había sido suficiente para hacer que su corazón latiera con más fuerza, un torbellino de emociones, preguntas y dudas golpeaba su interior. Había estado sola tanto tiempo, luchando contra Alec, sus secuaces y la oscuridad que había nublado su vida. Y ahora, un hombre, un extraño, se presentaba como su compañero, como alguien con quien compartiría un vínculo destinado por el destino.—Fénix, ¿qué crees de todo esto?, —preguntó Casandra en silencio, buscando la calma en la voz de su loba, que siempre era un ancla en momentos como este.—Es… sorprendente, —respondió Fénix tras una
Casandra se encontraba junto al lago de la Luna, su respiración aún entrecortada y sus músculos doloridos por el encuentro brutal con Alec. Aunque la regeneración de los hombres lobo era rápida, el daño que había sufrido en esa pelea y la posterior huida aún se sentía en su cuerpo. Su piel aún mostraba rastros de los cortes, moretones y heridas profundas, pero al menos estaba viva. Su espíritu, sin embargo, permanecía firme, fortalecido por su reciente encuentro con la diosa de la Luna. A pesar de las heridas físicas, su mente estaba más clara que nunca.El poder sanador de la diosa seguía flotando en el ambiente, aunque su presencia se había desvanecido. Los pensamientos de Casandra estaban llenos de la misión que le había sido encomendada. Su desconocido compañero, un hombre fuerte, herido y torturado, aguardaba en algún lugar. La diosa no le había dado detalles concretos de dónde encontrarlo, pero sí una pista, una intuición: un rastro etéreo que solo ella, con su conexión
Alanis despertó lentamente, sus sentidos entumecidos por el dolor que había llegado a ser una constante. La oscuridad lo rodeaba, el frío de las piedras bajo su cuerpo maltratado lo mantenía anclado a la realidad. Cada respiración le recordaba la tortura que su cuerpo había soportado durante semanas. Sin embargo, esta vez había algo distinto. Un eco en su mente, una presencia que había sentido en más de una ocasión en los últimos días.—¿Lo sentiste también?, —preguntó Alanis a su lobo, Taranis, cuya presencia poderosa lo mantenía cuerdo, fuerte.—Sí, —respondió Taranis, su voz grave resonando en la mente de Alanis—. Esa mujer. Ha estado intentando llegar a nosotros.Alanis entrecerró los ojos, tratando de comprender lo que había ocurrido. La conexión que había sentido era diferente a cualquier cosa que hubiera experimentado antes. No era como el vínculo con su manada, ni siquiera como la conexión que compartía con su familia. Esta mujer, quienquiera que fuera,
El látigo silbaba en el aire antes de estrellarse contra la piel de Alanis una y otra vez. Los golpes eran feroces, despiadados, pero Alanis no dejaba de reír. La risa, aunque nacida de la desesperación, resonaba con un tono burlón y desafiante. Jayce, enfurecido, no dejaba de lanzar latigazos, ansioso por quebrar esa fortaleza indomable que veía frente a él.La piel de Alanis se rasgaba con cada golpe, las heridas sangraban y sus músculos se tensaban de dolor, pero el Alpha no mostraba señales de rendirse. Su cuerpo, magullado y destrozado, seguía emitiendo esa risa que hacía eco en la oscura habitación.Jayce se detuvo un momento, respirando con dificultad, observando a Alanis con una mezcla de frustración y admiración.—Maldito... —jadeó Jayce—. ¿Sigues riéndote? ¿Cómo puedes seguir riéndote después de todo esto?Alanis levantó la cabeza, sus ojos negros como la noche brillando con un fuego que ni siquiera el dolor más profundo podía apagar.—¿E
Alanis abrió los ojos con dificultad, apenas consciente de su entorno. Sentía su cuerpo pesado, como si miles de kilos estuvieran aplastándolo contra el suelo frío y húmedo. A su alrededor, la oscuridad era absoluta, salvo por una tenue luz que titilaba en la distancia, demasiado débil para iluminar su confinamiento, pero lo suficiente como para recordarle que aún estaba vivo, atrapado en el infierno que Jayce había creado para él.Trató de moverse, pero el dolor lo atravesó como cuchillas afiladas. Sus extremidades estaban atadas, inmovilizadas por gruesas cadenas de metal que resonaban con cada pequeño esfuerzo que hacía. El aire era pesado, cargado de humedad y un hedor pútrido que le revolvía el estómago. Las mazmorras en las que se encontraba eran antiguas, sus paredes de piedra estaban cubiertas de musgo y moho, y el suelo se sentía pegajoso bajo su cuerpo, cubierto de una sustancia viscosa que no quería imaginar qué podía ser.Con esfuerzo, Alanis alzó la vista,
Casandra se encontraba agazapada entre la maleza, los ojos fijos en la fortaleza que se alzaba imponente a unos cientos de metros. El aire de la noche estaba cargado de tensión, y su respiración era lenta y controlada, mientras su loba, Fénix, permanecía alerta en el fondo de su mente, esperando el momento adecuado para actuar. Habían pasado días siguiendo las pistas que la Diosa de la Luna le había dado, y finalmente, Casandra había llegado al lugar donde sabía que Alanis, su pareja destinada, estaba cautivo.Había sentido la conexión con él mucho antes de percibir su presencia física. Era una vibración en su alma, un latido que resonaba en lo más profundo de su ser. Pero ahora, había algo más tangible: su olor. Esa primera bocanada del aroma de Alanis fue suficiente para hacerla detenerse en seco. Era una fragancia intensa, varonil, cargada de una fuerza primitiva que hablaba de poder y desafío. Olía a tierra húmeda después de una tormenta, a bosque profundo, con un toque d
Casandra se adentraba en la fortaleza a toda velocidad, su cuerpo moviéndose con agilidad entre los escombros, esquivando restos de la explosión que ella misma había causado momentos antes. El caos había desconcertado a los guardias, y en la confusión logró entrar sin ser vista. A medida que se adentraba más en el edificio, el aroma de Alanis se hacía más fuerte, más palpable. Pero también notaba una presencia oscura que acechaba en los rincones, algo más profundo y peligroso que la mera brutalidad de Jayce.—Alanis, —llamó mentalmente, tratando de establecer una conexión clara mientras corría por los oscuros pasillos—. Estoy aquí. He creado una explosión para entrar. Dime dónde estás.Durante unos segundos solo hubo silencio, y luego, una débil respuesta surgió en su mente. Alanis no podía hablar con claridad, pero su presencia, aunque dolorida, estaba viva.—Casandra... —su voz resonaba agotada, pero llena de una feroz determinación—. Sigue el pasillo hacia la