EL ROSTRO DE LA VENGANZA
EL ROSTRO DE LA VENGANZA
Por: Liseth Torrealba
#1

༺ Abrau-Dyurso / Rusia. ༻

༻ Siete Años Atrás. ༺

¿Cómo es que todo esto había podido pasar?

Anastasia apenas siente el frío metal de las esposas rodeando sus muñecas. Las luces de los flashes la ciegan una y otra vez, pero no de la manera que ella lo había soñado. El vestido de encaje blanco que eligió con tanto cuidado, que debía ser el símbolo de su felicidad, ahora está cubierto de manchas intensamente rojas. La sangre, la misma sangre que cubre sus manos, tiñe de carmesí la tela inmaculada. Su mente no puede procesar lo que está sucediendo; unas horas atrás, estaba riendo, emocionada por su nueva vida, por el futuro que iba a compartir con el hombre que amaba. Ahora, todo lo que queda es el eco sordo de su respiración entrecortada, su mirada vacía y el caos a su alrededor.

—¡¿Señorita Ivanova?! ¡Anastasia! —grita uno de los periodistas mientras las cámaras estallan a su alrededor, como si el horror frente a ellos fuera solo otro espectáculo para cubrir. Ellos no ven lo que ella ve. No pueden entender lo que está pasando.

Todo sucede demasiado rápido. Los oficiales la arrastran fuera de la iglesia, las manos temblorosas y sujetas al frente, casi buscando darle más espectáculo al círculo que se muestra a sus ojos, y el ruido ensordecedor de los reporteros que corren para capturar la imagen perfecta del escándalo que acaba de estallar. Anastasia está en silencio, perdida en sus pensamientos, incapaz de unir las piezas de la pesadilla en la que se ha sumido. Todo lo que ve son las manchas de sangre en sus manos y su ropa. Siente cómo las lágrimas se acumulan en sus ojos, pero no puede llorar. No ahora.

Cada flash es un latigazo a sus sentidos, una bofetada a la realidad. Esto no debía ser así. Este debía ser el día más feliz de su vida. En ese momento, ella debería estar saliendo de la iglesia sonriente, del brazo del hombre que había soñado amar para siempre, caminando hacia una vida que parecía prometida. —La boda del año—, así es como se supone todos lo llamarían. Pero ahora, los titulares que debían celebrarla, solo la estarán condenando.

Asesina. Esa palabra se cierne sobre ella como una sombra que amenaza con llevarla a la locura y la oscuridad más profunda. Pero ella no lo hizo, nunca podría hacer algo así, y no puede creer que exista alguien capaz de pensar que, si lo es.

Los susurros entre los periodistas se convierten en murmullos audibles: —¡Mató a su padre!, —¡¿Cómo pudo asesinarlo en la iglesia! — A medida que avanza el peso de esas palabras aplasta su pecho, haciendo que cada respiración sea más dolorosa, más agónica. De pronto, mientras la sacan definitivamente del recinto, una figura familiar rompe entre la multitud. Su madre. El rostro de la mujer está destrozado por el dolor, sus ojos desbordados de incredulidad, incapaz de aceptar lo que ve ante ella.

—Mama…—susurra bajamente, como quien despierta de un letargo. Cuando la ve derramar su llanto, entonces es cuando todo se vuelve real, cuando finalmente despierta de su letargo mental—. ¡Mamá! —grita, su voz rasgada por la desesperación. Intenta liberarse de los oficiales, pero estos la sujetan con más fuerza. Siente el miedo y la incomprensión arremolinarse en su pecho como un torbellino.

Su madre no dice nada. Está paralizada, su mirada fija en la hija que creía conocer. En la hija que, según las voces constante a su alrededor, repiten que acaba de asesinar a su propio padre. Anastasia ve la duda en sus ojos, una duda que la destroza más que las acusaciones de los reporteros, más que las palabras de los oficiales, más que la realidad.

—¡Mamá!¡Mamá, te juro que soy inocente! —grita de nuevo, más fuerte esta vez, su voz quebrándose al final. La desesperación en su tono es evidente, pero nadie parece escucharla.

Los oficiales la empujan hacia la patrulla con más urgencia. Su rostro volviéndose, buscando a su madre quien está quedando detrás, buscando esa mirada que le diga que le cree, que tiene fe en ella. Su respiración se vuelve más errática a medida que la imagen de su progenitora se pierde en el mar de personas y cámaras a su espalda, rostro que parecen regocijarse en su dolor y desespero.

Sus manos manchadas de sangre tiemblan mientras intenta comprender cómo llegó a estar aquí. No entiende por qué la están deteniendo, por qué todos la miran como si fuera un monstruo. Su padre... su padre está muerto. Ella lo vio. Lo vio desplomarse frente a ella. Pero no fue su culpa. No pudo haberlo sido. Aun cuando sus manos llenas de sangre sigan lo contrario. Aun cuando ese cuchillo que es el arma homicida estuviera en su mano, sentenciándola.

Mientras la suben al coche patrulla, su mente sigue gritando. Las imágenes de ese fatídico momento en la iglesia no paran de repetirse como un bucle del que no puede salir, pero del que tampoco puede sacar nada claro. El ruido sordo del cuchillo al romper la piel y dejar salir la sangre. El grito desgarrador del sacerdote al verla. La sangre que se esparce por el mármol blanco del altar.

—¡Soy inocente! —sigue gritando, esta vez golpeando las ventanas del coche con sus manos ensangrentadas. —¡No lo hice! ¡Por favor, mamá! ¡Créeme! ¡Por favor! ¡Yo no lo hice!

Pero sus palabras parecen disiparse en el aire frío. Afuera de ese estrecho espacio, los periodistas siguen tomando fotos, capturando cada instante de su ruina. Los titulares del día siguiente ya están escritos: —Novia convertida en asesina: tragedia en la boda del año. — Nadie escucha sus gritos, nadie parece creerle, ni siquiera su propia madre, cuya expresión de dolor la atormenta mientras el coche arranca y la iglesia y todo aquella dantesca escena queda atrás.

Anastasia se desploma en el asiento trasero, las esposas apretando sus muñecas con una frialdad que le corta la piel. Las lágrimas finalmente comienzan a caer, silenciosas, mezclándose con las manchas de sangre seca en su rostro. Mira sus manos, todavía empapadas del rojo líquido que una vez perteneció a su padre. Y en ese momento, algo dentro de ella se quiebra. No puede entender cómo su vida ha cambiado tan brutalmente en cuestión de horas. Todo lo que amaba, todo por lo que había vivido, ha sido destruido.

—Soy inocente... —susurra por última vez, pero su voz apenas es un murmullo. Nadie la escucha.

El coche avanza por las calles del pueblo mientras Anastasia observa cómo la vida que conocía se aleja. Sabe que todo ha cambiado. Y mientras los oficiales la llevan lejos, lo único que llena su mente es una certeza que la consume por completo: ella es inocente.

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