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3. UNA RATA EN LAS BODEGAS

Despierto temprano, como todas las mañanas, y me pongo a entrenar. Mi apartamento tiene espacio de sobra, así que transformé una de las habitaciones en un gimnasio personal. Ahí puedo desahogarme a mi antojo, ya sea en las primeras horas del día o cuando siento que el mundo está a punto de colapsar sobre mí. Supongo que mi saco de boxeo ha evitado que más de una persona termine en urgencias.

Tengo un temperamento complicado. A menudo, mi instinto es golpear primero y preguntar después, pero aprendí por las malas, gracias al abuelo, que ese enfoque no siempre funciona. No para los negocios, al menos. Después del ejercicio, prefiero desayunar en casa. No confío en los restaurantes, ni en las caras nuevas que sirven el café. Preparar mi comida me da control, y eso es algo que valoro. Salgo temprano, con el tiempo justo para llegar a la oficina antes que nadie. Sin tráfico, sin charlas incómodas. Solo el sonido del motor y la promesa de un día productivo.

El trabajo se acumula, interminable. Papeles, números, decisiones que no pueden esperar. Afortunadamente, tengo a Lissa, mi asistente. Es eficiente, discreta y lo suficientemente lista para no hacer preguntas inoportunas. En más de una ocasión, ha tomado las riendas cuando mis "otras actividades" me alejan de la oficina. La recompenso bien; Quiero que siga motivada y, sobre todo, que mantenga la boca cerrada.

El día avanza sin tregua. Si no fuera por Lissa irrumpiendo en mi oficina con una bolsa en las manos, ni siquiera habría notado la hora.

—Son las cuatro de la tarde, señor. No ha comido nada desde que llegó —dice, sin esperar respuesta.

Miro mi reloj. Tiene razón.

—Gracias por preocuparte —le digo, tomando el paquete. Ella asiente y se retira con esa elegancia reservada que siempre la acompaña.

Esa mujer es un ángel... con lentes. Abro la bolsa y encuentro una hamburguesa enorme. Mi estómago, traidor, gruñe como si hubiera estado al borde de la inanición. Me levanto, saco la gaseosa y empiezo a comer mientras observo la ciudad a través del ventanal. Apenas doy el primer mordisco cuando escucho golpes en la puerta. Es Arturo. Le hago una señal para que pase.

Arturo es mis ojos fuera de la oficina. Y, cuando la situación lo exige, también mis puños.

—El señor Juan Armando ya está al tanto del regreso del señor Noah, pero aún no se ha filtrado lo de la enfermedad de la señora Mía —informa, directo al grano.

—Perfecto. Mantente al tanto de los movimientos del abuelo. Necesito saber si planea salir de la ciudad —respondo, cerrando ese tema por ahora.

El abuelo es un problema. Siempre lo ha sido. Hablar con él será complicado, pero intentaré hacerlo entrar en razón. Si no, estoy dispuesto a amenazarlo con irme, aunque, siendo sincero, no sé si eso le importaría. Noah siempre fue su favorito.

—¿Qué pasa con los faltantes en la bodega? —pregunto mientras le doy otro mordisco a la hamburguesa.

—Otro más, señor. No es mucho, pero ya van tres cargamentos con anomalías —responde, extendiéndome una tablet con los datos.

Reviso los registros. Materiales específicos, cantidades mínimas, cosas que podrían pasar desapercibidas si no estuviéramos atentos.

—Interesante... parece que no quieren que los descubramos. Pero eso jugará a nuestro favor —reflexión en voz alta—. Simula una carga "especial" para mañana. Que alguien de confianza lo vigile y coloque una cámara oculta en el compartimento. Quiero saber quién está detrás de esto.

—Sí, señor —responde Arturo, con esa firmeza que lo hace invaluable.

Mientras él sale para organizar el plan, yo termino mi comida. La ciudad se extiende frente a mí como un tablero de ajedrez. Y yo estoy listo para mover mis piezas.

❜ ⌗ . . . . . . . . . ⌗ ❜

Salgo a negociar un traslado. Decidí silenciar mi celular por un rato; No necesito distracciones. Pero al revisarlo más tarde, me encuentro con varias llamadas perdidas de Alexander. Ya sospecho de qué se trata, así que le devuelvo la llamada.

— ¿Nos estamos volviendo unidos? —bromeo al ver la cantidad de intentos—. Eres tan insistente como una novia celosa.

—Necesito que hablemos antes de llegar a la casa. No quiero que Isabella escuche temas tan delicados —responde con un tono bajo, casi ansioso.

Eso me dice dos cosas: que Isabella no tiene ni idea de nuestro otro negocio y que Alexander es un idiota por haberse casado sin explicarle los riesgos. Me irrita, pero no es mi problema; él es un hombre adulto.

—Bien, en el bar de Jimmy —digo finalmente, antes de colgar.

Tomo rumbo al bar de inmediato. Aun así, Alexander ya está ahí cuando llego.

—Esperaba más resistencia —comento mientras le muestro en mi celular una imagen de la transferencia.

Él toma el dispositivo, amplía la imagen y el examen con detención. Hago una seña al encargado para que me traiga algo de beber. Estos "extras" no pueden aparecer como ingresos oficiales, así que usamos las identidades de personas recién fallecidas y extraemos el dinero de sus cuentas bancarias antes de que sean cerradas.

—Algo no me cuadra, y no sé qué es —digo después de un largo sorbo a mi bebida—. El tipo parecía asumir que no le íbamos a cobrar, y lo mismo con las otras personas en la lista. No eres el ser más intimidante del mundo, pero tampoco para provocar esta reacción en cadena.

— ¿Insinúas que alguien los puso de acuerdo para no pagar? —pregunta, aunque el subtexto es obvio.

—Exactamente. Alguien está corriendo la voz de que hemos perdido poder y que nos queda poco tiempo. —El solo pensarlo me pone los dientes apretados—. No sé quién es aún, pero hay más nombres en la lista. Alguno tiene que saber algo.

Alexander me mira con una media sonrisa burlona.

——¿No será que estás perdiendo tu toque?

—No lo creo —respondo con un bufido—. Deberías haber escuchado cómo gritaban y suplicaban. —El recuerdo de sus caras me hace sonreír. Sé que me recordarán mientras vivan, aunque probablemente no les quede mucho tiempo.

—Tal vez deberías hablar de esto con el abuelo —le sugiero.

El cambio en su expresión es inmediato. Detesta la idea. Por más que haya madurado, todavía busca la aprobación del viejo.

—Aún no quiero molestarlo. Está demasiado contento ahora.

—Como quieras, pero ten en cuenta que cada vez reforzamos más la seguridad en las empresas, y eso podría terminar atrayendo una atención que no necesitamos.

Alexander pide otra ronda, lo que me toma por sorpresa. Luego me da detalles sobre un problema de mercancía faltante. Al parecer, las anomalías locales coinciden perfectamente con faltantes en el extranjero. No sería una locura pensar en una conexión, así que aceptaré ayudarte con la investigación.

Mi celular vibra y el nombre de mi padre aparece en la pantalla. Eso significa que ya nos están esperando en la casa del abuelo. Sin más preámbulos, partimos.

Al llegar, el castigo por ser los últimos en aparecer ya está en marcha. Frunzo el ceño al escuchar las carcajadas y la anécdota que están contando. Cuando entiendo a dónde va la conversación, casi suelta un suspiro de alivio: al menos no han sacado el álbum de fotos.

Ese maldito álbum. La imagen de los tres con el cuerpo pintado de azul quedó inmortalizada en varias tomas. Nos obligaron a posar repetidamente mientras la tinta se desvanecía lentamente de nuestra piel. Lo usaron para chantajearnos durante años. Las bromas de esa noche terminan ahí, pero la tensión subyacente sigue flotando. Todos sabemos que lo que ocurre en la mesa es solo la superficie; la verdadera batalla se libra fuera de ella.

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