Capítulo 1.

Stella.

Mi abuela estaba loca. La amaba… pero eso no le quitaba lo loca.

Con un suspiro interno, hice una bola arrugada con el pedazo de periódico que mi amiga Megan me había dado más temprano cuando recién salía de su turno en el Were café.

Ella había estado cubriendo el turno de la chica nueva porque se había enfermado; le venía bien el dinero extra, así que la pobre había estado más de doce horas de pie. No se tomó el tiempo necesario para alertarme sobre el contenido del periódico, solo me lo entregó y luego voló por la puerta delantera.

No la culpaba, debía estar agotada. Es solo que me hubiera gustado estar más preparada para la vergüenza y humillación. Ahora entendía por qué muchos de los clientes locales me miraban como un bicho raro.

Tiré a la basura el ofensivo trozo de papel que no tenía la culpa de mis desgracias y tomé la cafetera para rellenar las tazas vacías de los clientes.

Vivíamos en un pequeño y pintoresco pueblito alejado de las grandes ciudades de Canadá; nuestra gente estaba conformada principalmente por ancianos retirados, jóvenes que no tenían suficiente dinero para irse y algunos excursionistas aventureros que no se quedaban más allá del invierno. Una alegre población doscientas personas y disminuyendo.

Gracias a eso era un poco difícil conseguir alguna cita. No es que no tuviéramos chicos lindos en el área, era solo que al haber crecido con la mayoría de ellos, conocía tan bien sus defectos que para mí era como si les hubieran crecido un par de cuernos y verrugas por todo el cuerpo. Para nada sexy.

Lo que me devolvía al problema que ahora tenía entre manos.

Mis padres murieron en un accidente de auto cuando ni siquiera tenía la edad para recordarlos, por lo que mi abuela materna fue quien me cuidó y crió desde entonces. No teníamos más familia que la una a la otra, así que mi abuela se había obsesionado con la idea de conseguirme un hombre en caso de que sus días estuvieran contados. Y eso sucedió en el mismo momento en que cumplí dieciocho años: Margot Jenrick, la Casamentera.

He perdido la cuenta del número de veces que mi abuela me ha conseguido citas a ciegas y el número de veces en que los chicos no me pedían una segunda cita.

¿Qué era lo que no me permitía conseguir pareja?

Repasemos; ¿Sentido del humor? Tenía de sobra. ¿Buena conversación? Por favor, era un poco cerebrito y conocía de diferentes temas. ¿Intereses en común? Sabía eructar el alfabeto como toda una leñadora, animaba desde la comodidad de mi sofá al equipo de beisbol local y sabía cambiar una llanta yo solita.

Entonces, con todas mis alegres virtudes, ¿Qué me faltaba?

El cuerpo delgado que al parecer todos los hombres de nuestro pueblo estaban buscando.

Lo admito, puede que me coma una o dos galletas de más en el postre, pero eso no me hace ser un monstruo enorme. Siempre he sabido que mi aspecto no sería motivo para organizar una pasarela de modas, y aun así creí firmemente en aquella frase de “Quien te quiera, te querrá a pesar de que desayunes un bote entero de helado con chocolate”. Y yo hacía eso muy a menudo.

Mi abuela no podía aceptar que siguiera en el mercado de las solteronas a mis tiernos veintinueve años, por lo que cada año se vuelve más… osada.

-¿Le gustaría un poco más de café, señor Phil?- Pregunté con una sonrisa a uno de mis clientes favoritos.

Era un agradable hombre que siempre vestía traje de negocios; nunca le había preguntado en qué trabajaba, pero me gustaba imaginar que era un importante CEO que había estado haciendo investigación en el Were Café para abrir su próxima tienda de ropa fina.

Necesitábamos una de esas por aquí. Vestir con ropa de los años treinta debía ser ilegal.

-Me encantaría, querida. – Me dijo con una sonrisa y yo comencé a rellenarle la taza.

Entonces me fijé en lo que estaba leyendo y casi le tiro la cafetera encima.

-¡Lo siento mucho! – Gemí tratando de limpiar rápidamente la mesa en donde había derramado un poco de café. – En seguida le cambio de mesa y…

-No hace falta. – Dijo con un gesto desdeñoso de la mano. - ¿Estás bien? – Preguntó preocupado.

Por supuesto que no estaba bien. El señor Phil estaba leyendo el enorme anuncio que mi abuela había puesto en el periódico para conseguirme un hombre.

-Si… estoy bien, gracias. Iré a… iré por allá.

Huí hacia la cocina para esconderme, quizá si cerraba los ojos un momento, el día se reiniciaría y mi abuela me dejaría vivir con mis ochenta gatos como tenía planeado después de su muerte.

Quizá ese fuera el motivo para armar todo este sin sentido. Mi abuela odiaba a los gatos.

-¿Por qué estás aquí y no atendiendo las mesas, Stella? – Preguntó Dustin, el cocinero en jefe y único otro miembro del personal de la cocina mirándome extrañado. – Sal de ahí, necesito que entregues las siguientes órdenes que ya están listas.

-Me iré a casa, dile al jefe que no me siento bien… ¡Mejor aún! Dile que me morí, que me picó un grillo radioactivo y que fue mortal.- Me lamenté mientras me encogía en el rincón a un lado de la basura.

-En primer lugar, los grillos no pican. – Dijo sin perder el ritmo de la parrilla. Esa espátula volaba. – En segundo lugar, ya le dijiste que habías muerto el año pasado al jefe ¿Recuerdas? Incluso te envió flores a casa. Da gracias al cielo que al viejo se le olvida hasta su nombre en estos tiempos, porque si no ya hubiéramos buscado a tu reemplazo.

Yo gemí. Tenía razón, El señor Frank había sido muy lindo en ir a ofrecer sus condolencias hasta la puerta de mi abuela. Mi abuela incluso le siguió el juego un poco y las aceptó con lágrimas en los ojos. Y no hablo de dus condolencias, sino a las cinco tartas de cereza que el hombre llevó para consolar a mi abuela.

No me salvo de un sermón, pero mi abuela adoraba las tartas así que me perdonó un poco por la pequeña mentira. Sobre todo cuando le dije que gracias a la última de sus ideas quería esconderme en un agujero.

-Tengo una ligera sospecha de que tiene algo que ver con tu abuela ¿Qué es lo que pasa ahora como para que quieras morir junto a la basura?- Preguntó divertido.- No puede ser peor que lo del año pasado.

Era un punto discutible.

El año pasado mandó invitaciones a todos los solteros del pueblo para una fiesta “temática” para mi cumpleaños. ¿El tema? Vaqueros del medio Oeste. Semidesnudos. Falté al trabajo por al menos dos semanas hasta que Megan me dijo que los chicos en el Were café ya no se reían de eso.

Mi abuela se defendió diciendo que viéndolos casi desnudos podíamos tachar algunos nombres de mi lista.

Ni siquiera sabía que tenía una lista.

Me levanté de mi escondite y fui a la parte trasera de la cafetería. Ahí era donde almacenábamos los periódicos locales; eran buenos productos para limpieza cuando no teníamos ganas de mojarnos las manos.

Regresé con Dustin y le extendí el periódico con los ojos cerrados.

Tardó un minuto en leer y luego tardó diez minutos en tranquilizarse.

-¡Para ya! Se te saldrá un pulmón si te sigues riendo así. – Dije atendiendo momentáneamente su plancha.

-Lo siento, Stella. Es que…

-Lo sé, pero créeme que para mí no es divertido. – Dije con un puchero mientras él se limpiaba las lágrimas. - Casi le derramo la cafetera encima a un cliente cuando estaba leyendo ESA sección del periódico.

Me dio una mirada de lástima antes de tomar su espátula de vuelta.

-¿Sabes? Podría reportarme enfermo uno o dos días para que cerremos el lugar. – Dijo comenzando a emplatar.

-No. Necesitas el dinero y, por más que odie admitirlo, yo también. Nunca podré abrir mi pastelería si sigo faltando al trabajo. – Entonces dije un poco más animada. - Estoy cerca de conseguirlo.

-Entonces sal de aquí y entrega los platos. En una hora estaremos llenos y te necesito con tu mejor cara. – Dijo señalando la puerta.

Suspiré, cuadré los hombros y tomé mi charola. El dinero de mi salario y las propinas no llegarían solas a mi cuenta. Había que joderse.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo