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Michaela se subió a la taza del inodoro y miró a través de las rendijas de una pequeña ventana metálica hacia afuera. No era mucho lo que podía ver, sólo el cielo plomizo de un día lluvioso. Metió los dedos entre las rendijas e intentó moverla, encontrando que, gracias al óxido y la humedad, los tornillos que la sujetaban a la pared estaban flojos.

Aquí tenía trabajo, pero igualmente, no tenía otra cosa que hacer, así que empezó a tirar con todas sus fuerzas. Entonces sintió voces fuera que se acercaban y salió del baño tirando de la cadena fingiendo que había estado haciendo sus necesidades. La puerta estaba abierta, y por ella entraba un hombre, un hombre de cabellos y ojos tan negros como el ala de un cuervo.

—¡Usted! –exclamó Michaela al reconocerlo. Era el mismo hombre al que le había devuelto l

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