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Diana despertó sintiéndose extraña, liviana, libre.

Había sacado fuera su pesada cruz anoche, recordó. Ya Daniel sabía toda la verdad, y él, en vez de despreciarla, seguía atesorándola.

Lo encontró mirándola fijamente, con sus ojos que le recordaban las hojas en verano, tan verdes y puros, y sonrió feliz. Esta escena era más de lo que ella jamás había soñado.

—Buenos días, señora Santos –saludó él.

—Es cierto –se quejó ella—. He dejado de ser Alcázar. Echaré de menos mi apellido.

—Qué mala –ella sonrió y lo abrazó feliz, suspirando.

—Buenos días –contestó ella a su saludo al fin—. Debo estar horrible, anoche no me quité el maquillaje, y lloré mucho.

—Sí, es

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