Y entonces, se levantó de la cama y la obligó a ponerse en pie.
—¿Qué? –preguntó ella, alarmada.
—No pienso besarte a través del vestido –ella se echó a reír, y permitió que él la girara para bajarle el cierre. Cuando él se quedó quieto a su espalda, Diana se giró a mirarlo con una sonrisa.
—¿Ya te arrepentiste? –él la miró con una indescifrable expresión. Estaba pálido, y tenía la respiración agitada—. ¿Dan? –lo llamó ella, asustada.
—Tú… —él señaló su espalda, y Diana cerró sus ojos comprendiendo. Él había visto el tatuaje.
—Lo siento.
—¿Qué? –exclamó él. Cuando ella guardó silencio, él cerró sus ojos con fue
Para que él no viera la angustia en su rostro si acaso abría los ojos, Diana se inclinó y lo besó a través de la ropa, como si en vez de besarlo le estuviera diciendo algo que era muy importante para ella. Pero no contó con que él ya estaba en el límite.Daniel gimió largamente, y se corrió vergonzosamente. Joder, no era un adolescente. ¿Qué le pasaba? Pero no pudo parar, puso su mano sobre la de ella usando un poco más de fuerza en su toque, y, sin poder detenerse, aunque eso le bajara de su categoría de amante atento, se ocupó de llegar al final.Luego, cuando ya no hubo nada más que pudiera salir de él por dentro de sus pantalones, se tiró de espaldas sobre el colchón de la cama, poniendo ambos brazos sobre su rostro. Su respiración volvió a la normalidad poco a poco, y sintió a Diana acostarse a su lado.&m
Diana despertó sintiéndose extraña, liviana, libre.Había sacado fuera su pesada cruz anoche, recordó. Ya Daniel sabía toda la verdad, y él, en vez de despreciarla, seguía atesorándola.Lo encontró mirándola fijamente, con sus ojos que le recordaban las hojas en verano, tan verdes y puros, y sonrió feliz. Esta escena era más de lo que ella jamás había soñado.—Buenos días, señora Santos –saludó él.—Es cierto –se quejó ella—. He dejado de ser Alcázar. Echaré de menos mi apellido.—Qué mala –ella sonrió y lo abrazó feliz, suspirando.—Buenos días –contestó ella a su saludo al fin—. Debo estar horrible, anoche no me quité el maquillaje, y lloré mucho.—Sí, es
Se encontró con Marissa en una tienda de lencería fina. Ella estaba juntando lo que sería su ajuar, pero sospechaba que todas esas prendas que ahora tenía, las usaría antes de la luna de miel.La miró con sentimientos confusos; la comprendía, la admiraba, la envidiaba. Ella podía tener una vida sexual plena con su novio sin temor al dolor.—Deberías comprarte algo y sorprender a tu esposo –le aconsejó Marissa enseñándole un conjunto púrpura. Diana hizo una mueca.—Sí, pero ese color me desanima.—El secreto, querida, no es pensar en lo que te anima a ti, sino en lo que lo anima a él. Si quieres volverlo loco, vas a tener que perder un poquito la vergüenza.—En este momento –contestó ella con voz apagada— lo que menos quiero es volver loco a Daniel. Controlado está mejor&m
Daniel entró a las oficinas del GEA en horas de la tarde. Había pasado la mañana y el mediodía con Hugh poniéndose al día en todo lo referente a los traspasos. Había llamado a Diana, pero ella estaba con Marissa, así que decidió pasar la tarde adelantando algo de trabajo. Quería planear un viaje, aunque fuera corto, con Diana. Quería su luna de miel.Amy, al verlo, se puso en pie y lo siguió en silencio. Ya dentro de su despacho, se giró a mirarla.—¿Sucede algo, Amy?—Felicitaciones por su boda, señor.—Ah. Gracias.—Pero imaginé que estaría en su luna de miel.—Bueno, no lo estoy ahora por algunas circunstancias –contestó él con una media sonrisa y sentándose en su sillón—, pero justo a eso vengo. Planearé primero con mi esposa, pero lo más
Marissa llegó con David a su apartamento abrazándolo y recibiendo los besos que desde hacía unos minutos venían siendo los preliminares de una fabulosa noche. Pero entonces los dos se quedaron como estatuas cuando vieron en el lobby del edificio a Nina.—¿Le pasa algo? –le preguntó David a Marissa en un susurro, y ella sólo sacudió su cabello en una negación.—Espérame arriba, cariño.—Vale. Intenta no tardar –ella le sonrió y le dio un último beso. Lo vio alejarse suspirando y se centró en su amiga, que se puso en pie al verla y se le acercó. Miró también a David que se alejaba y le hizo una mueca.—No quería arruinarte la noche.—No te preocupes. ¿Me necesitas, Nina? –Nina sonrió con tristeza al sentir que Marissa le estaba hablando de manera un po
Diana sintió de nuevo todas esas sensaciones invadirla mientras Daniel la besaba y paseaba las manos por su cuerpo. Él se estaba deleitando recorriéndola con sus manos y con su boca, y tuvo que agradecer al cielo toda la experiencia que él había recogido a lo largo de su vida, pues toda la estaba disfrutando ella ahora.Si Daniel fuera menos experimentado, o más ansioso, ya habría dado algún paso en falso, pero llevaban cinco días casados y hasta ahora, él había sabido controlarse.Sólo cinco días casados, pensó; les faltaba el resto de la vida. Y eso la asustaba.Daniel le besó los labios y ella respondió con ansias. Lo abrazó con sus piernas y él tuvo que separarse para mirarla a los ojos.Ella estaba elevando sus caderas y rozándolo, sabiendo que lo que tenía entre las piernas era una erección tormentosa.
“Sal de la oficina un momento, por favor. Es importante.”, leyó Daniel en su teléfono. Diana era la remitente del mensaje, y se extrañó. Marcó su número y la llamó.—Ah, hola, Marissa –contestó ella, y Daniel se echó a reír.—Cariño, soy yo.—Claro que sí –la voz de ella sonó nerviosa, y eso lo preocupó.—¿Estás bien? ¿Por qué estás en una situación donde no puedes hablar?—¿Recibiste mi mensaje? –preguntó ella en vez de responder. Aún más extrañado, él miró su teléfono.—Sí, ¿por qué quieres que salga? –Diana miró a su lado al hombre que aún no había dicho su nombre, pero que indudablemente era el progenitor de su marido,
Stephen Ramsay empezó a temblar. Daniel lo vio llevarse de nuevo la mano a la sien, pero los dedos temblaban tanto que se preguntó si acaso el anciano estaba sufriendo un colapso nervioso aquí y ahora. Pero no fue así. Él se sentó de nuevo, y con la cabeza entre las manos, guardó silencio un largo momento.No le preguntó si estaba bien. No le preguntó si necesitaba una pastilla, un médico o tal vez una ambulancia. Sólo lo miró en silencio. Claro estaba, si el viejo caía al suelo, haría el alboroto correspondiente.—Yo conozco a tu madre –susurró Stephen.—No, señor. Conocía. Mi madre murió hace trece años –Stephen lo miró con los ojos abiertos como platos—. Del corazón –contestó Daniel a su silenciosa pregunta—. Una afección que, si hubiese sido tratada con tiemp