Doble juego: Entre el amor y la venganza
Doble juego: Entre el amor y la venganza
Por: Elena del Mar
Límites rotos

La lluvia caía con fuerza aquella noche, golpeando las ventanas del majestuoso pero frío hogar de los Lombardi. Valeria de la Vega observaba cómo las gotas resbalaban por el cristal mientras sujetaba una copa de vino con manos temblorosas. Aquella mansión, que para muchos simbolizaba el éxito y la perfección, para ella no era más que una cárcel con lujos. Habían pasado cinco años desde que Renato la obligó a casarse con él, cinco años de vivir bajo su control, de soportar sus desprecios y de fingir una sonrisa ante el mundo.

Valeria no podía evitar ver los detalles de la vida que una vez pensó que deseaba. Los candelabros de cristal tallado, los sofás de terciopelo y las alfombras persas daban un aire de lujo a cada rincón, pero todo eso no significaba nada para ella. Nada podía llenar el vacío que sentía dentro de sí. A pesar de tener todo el dinero y la comodidad del mundo, se sentía vacía, atrapada en una vida que no había elegido. Sus ojos, de un verde intenso, se reflejaban en el cristal, pero en su mirada había una sombra que delataba lo que había perdido. En sus labios, el rojo vibrante del pintalabios parecía una farsa que no podía ocultar la tristeza que la consumía.

Unos pasos firmes resonaron en el pasillo. Valeria se giró rápidamente, tratando de recomponerse antes de que él entrara. El sonido de aquellos pasos, tan calculados y precisos, la hacía temblar. No importaba cuán segura intentara parecer, siempre había algo en la presencia de Renato que la hacía sentirse pequeña, diminuta. La puerta se abrió lentamente, y él apareció en el umbral.

Renato Lombardi era, sin duda, un hombre imponente. Su figura alta y esbelta parecía esculpida a mano, con una mandíbula perfecta que solo acentuaba su atractivo. Sus ojos, de un azul gélido, brillaban con una intensidad que hacía que cualquiera que los mirara se sintiera intimidado. Su rostro, tan perfecto que parecía salido de una portada de revista, tenía la capacidad de congelar el tiempo. Cada rasgo de su rostro, desde sus pómulos marcados hasta su nariz recta, parecía estar diseñado para cautivar. Llevaba un traje oscuro perfectamente ajustado, que resaltaba su figura atlética y su abdomen marcado, el resultado de años de dedicación al gimnasio. Incluso sus manos, grandes y fuertes, parecían como si estuviera destinado a ser el centro de atención en cualquier habitación en la que entrara.

Su porte era imponente, su presencia abrumadora. Cuando hablaba, su voz grave y profunda dominaba cualquier espacio, y aunque siempre tenía una sonrisa en los labios, rara vez sus ojos reflejaban algo genuino. Era como si estuviera siempre en control, como si todo lo que sucediera a su alrededor estuviera bajo su dominio. Y esa superioridad, esa mirada distante y despectiva, era lo que más hería a Valeria. En sus ojos nunca había amor, solo una frialdad calculadora.

—¿Qué haces aquí sola? —preguntó Renato, su tono impregnado de autoridad, como si cada palabra fuera un mandato.

Valeria levantó la vista lentamente, forzando una sonrisa que no llegaba a sus ojos. —Solo estaba contemplando la lluvia. Es relajante.

Renato no respondió de inmediato. En lugar de eso, caminó hacia el mueble bar con pasos largos y decididos. Valeria no podía evitar fijarse en la perfección de su cuerpo, en cómo su traje se ceñía a su torso, dejando entrever sus músculos firmes. Su mirada se desvió hacia el cristal de la ventana, preguntándose si alguna vez podría encontrar una salida de esta vida.

Renato sirvió un vaso de whisky con una destreza que denotaba años de práctica, y luego se giró lentamente para mirarla. Sus ojos fríos y calculadores la escrutaban, como si estuviera evaluando cada una de sus emociones, cada uno de sus movimientos.

—¿Es relajante? —repitió él con una sonrisa burlona mientras bebía un sorbo de su vaso. —Quizá deberías relajarte menos y ocuparte más de lo que importa, Valeria.

El comentario era mordaz, como una daga bien afilada. Sus palabras no eran solo una crítica, sino un recordatorio constante de su posición. De su falta de poder.

Antes de que Valeria pudiera responder, Renato continuó, su tono aún más cortante, como si cada palabra fuera una sentencia.

—Por cierto, he decidido que no asistirás a la gala de caridad este fin de semana. Tu presencia no es necesaria.

Valeria sintió un nudo en la garganta. Aquella gala había sido una de las pocas ocasiones en las que podía salir de la mansión y escapar, aunque fuera brevemente, de su encierro. Pero Renato siempre encontraba formas de recordarle que no tenía control alguno sobre su propia vida.

—Entendido —susurró ella, bajando la mirada, como si no tuviera más que decir. En realidad, no sabía si podía más. Cada día, sus fuerzas se desvanecían un poco más, y a veces se preguntaba si alguna vez volvería a ser la mujer fuerte y decidida que había sido antes de conocerlo.

Renato no dijo nada más. En lugar de eso, dio un paso atrás y salió de la habitación, dejando tras de sí el eco de sus pasos y el aroma de su costoso perfume. Valeria escuchó la puerta cerrarse con suavidad, y por un momento, el silencio se apoderó del lugar.

Se dejó caer en el sofá, agotada. Apretó la copa de vino entre sus dedos hasta que sintió que el cristal amenazaba con romperse. Lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas, pero no eran solo de tristeza, sino de frustración, de impotencia. Había soportado tantas humillaciones que ya había perdido la cuenta. Pero aquella decisión arbitraria de Renato era la gota que derramaba el vaso. No solo le había robado su libertad, sino también cualquier rastro de dignidad.

La sensación de estar atrapada la invadió de nuevo, y se dio cuenta de que no podía seguir viviendo así. Pero no podía hacer nada. Renato tenía control de todo, incluso de su vida. Era él quien decidía su destino, quien le imponía las reglas.

Más tarde, mientras cenaban en el comedor iluminado por un candelabro de cristal, Renato lanzó otro comentario hiriente, uno más de esos que siempre lograban hacerla sentir más pequeña de lo que ya se sentía.

—Por cierto, contraté a alguien para que supervise tus gastos. Tus caprichos están empezando a ser un problema.

Valeria levantó la vista de su plato, sorprendida. Nunca había gastado más de lo necesario, pero sabía que aquello no tenía nada que ver con dinero. Era otra forma de control. Era una forma más de recordarle que no tenía derecho a tomar decisiones por sí misma.

—No creí que fuera necesario —dijo ella con voz calmada, intentando contener las emociones que amenazaban con desbordarse.

Renato dejó su copa sobre la mesa con un golpe seco. —No me importa lo que creas. Lo que importa es lo que yo decido. ¿Entendido?

Ella asintió lentamente, sintiendo cómo cada palabra de él la hundía más en un abismo del que parecía imposible salir. Esa noche, encerrada en su habitación, abrazó la almohada y lloró en silencio, preguntándose cuántas noches más podría soportar. Mientras las sombras de la habitación la envolvían, una idea comenzó a germinar en su mente: si su vida estaba destinada a ser un infierno, al menos debía encontrar una manera de sobrevivir a las llamas.

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