Millie Stewart sintió que se le paraba el corazón cuando leyó la carta que había recibido del banco.
Un mes.
Solo tenía un mes para recoger las pertenencias que le quedaban y abandonar la casa en la que había vivido toda su vida. Y pensar que había sido una de las mujeres más acaudaladas del país. Pero entre noches de fiesta, lujo desmedido y otras excentricidades había derrochado toda su herencia. Y ahora estaba totalmente sola, sin apenas dinero y a un paso de acabar durmiendo en la calle.
Se enjugó las lágrimas y se sentó en el sofá, sujetando aún, con mano temblorosa la notificación del banco. Solo tenía una opción, dejar a un lado su orgullo y suplicar por primera vez en su vida. Suplicar al hombre que había firmado la carta y su destino. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?
Buscó dentro de su armario un traje elegante, se puso unos zarcillos de oro y comprobó su aspecto en el espejo. Lucía la imagen sobria que quería aparentar, pero también se había calzado unos tacones que realzaban sus largas piernas y vestía una blusa semitransparente, con la que dejaba entrever el sujetador de encaje que llevaba puesto. Sí, Millie era una mujer hermosa y sabía sacar partido de ello.
Cuando llegó a Surebank sintió que el estómago se le contraía en un puño, pero tomó una buena bocanada de aire, alzó la barbilla y se dirigió con pasos firmes hacia una de las empleadas.
—Buenos días, ¿está el señor… — echó un vistazo al nombre con el que venía firmada la carta y volvió a mirar a la chica— el señor Cooper?
—¿El director del banco? Sí, señorita, pero sin cita previa no creo que la pueda atender hoy.
—No importa, esperaré lo que haga falta. Solo dígame dónde se encuentra su despacho.
—En la segunda planta, tercer pasillo a la…
Antes de que pudiera terminar la frase, Millie ya se había dado la vuelta y se dirigía con pasos decididos hacia allí. La secretaria del señor Cooper frunció el ceño en cuanto la vio salir del ascensor. ¿Qué hacía allí una de las amantes de su jefe? Porque sin duda esa mujer tenía que ser una de ellas. No había más falta que fijarse en su cuerpo de maniquí francesa para saber que era el tipo de mujer con las que solía salir el dueño el banquero. Mujeres de piernas kilométricas, cinturas de avispas, pechos falsos y caras de rasgos angelicales. Mujeres operadas para aparentar la perfección.
Y sin duda sus sospechas se confirmaron cuando la bella joven se encaminó decidida a su mesa y clavó sus ojos azules en ella. Parecía bastante enfadada. Seguramente había descubierto que no era la única mujer en la vida de su jefe, que todas las promesas que le había hecho, eran palabras vacías con el único y perverso fin de llevarla a la cama.
El señor Bradox Cooper era un hombre galante y muy apuesto, pero tremendamente cabrón con las mujeres. Lo había visto en su papel de Don Juan infinidad de veces y sabía que era como un niño pequeño cuando se encaprichaba con un juguete. Al fin y al cabo, no era la primera vez que le hacía encargar todas las rosas de una floristería, montañas de cajas de bombones, e incluso joyas valiosísimas para alguna zorra.
—¿Está el señor Cooper en su despacho? —le preguntó la joven— Sé que no es correcto presentarse sin una cita previa, pero he recibido una notificación muy importante y me urge hablar con él —se justificó nerviosa.
—Así que es usted una cliente —comentó sorprendida la secretaria.
—Sí, ¿quién pensaba que era? —se quejó en un tono defensivo.
La secretaria la observó detenidamente mientras seguía asimilando su terrible error. La había visto tan seria y esa manera de caminar decidida, que la había tomado por una amante furiosa. Pero no, no era enfado lo que reflejaba su hermoso rostro, sino desesperación.
Realmente la chica parecía tener un gran problema, aunque no estaba segura de que pudiera ayudarla.
Puede que su jefe fuera un mujeriego, pero era un hombre muy ocupado y no le gustaba que lo interrumpieran. Y ella tenía órdenes expresas de no dejar pasar a nadie sin cita previa…
—Lo siento señorita, pero me temo que… —empezó a excusarse.
La joven de pronto le cogió de las manos.
—¡Por favor! —le suplicó— Si no hablo con él, puedo perder mi casa, y es lo único que me queda. ¿Comprende eso?
La secretaria contempló esos ojos azules nublados por la angustia y no pudo evitar conmoverse.
—Está bien, señorita…
—Millie, Millie Stewart—le señaló con una sonrisa nerviosa.
—Bien, señorita Stewart, hablaré con el señor Cooper y veré qué puedo hacer —le prometió.
Mientras esperaba, Millie echó un vistazo a la sala. A simple vista ofrecía la típica estampa de un lugar clásico; con un mobiliario elegante, cuadros de pintores famosos colgados en las paredes, suelos enmoquetados con alfombras lujosas.
Un carraspeo la sacó de sus pensamientos.
—Señorita, tiene usted suerte, al final el señor ha accedido a verla —le comunicó la secretaria con una sonrisa amable.
Millie se levantó de un salto y se alisó rápidamente las arrugas de la falda.
Por fin había llegado el momento, era todo o nada. Intentó controlar la bola angustiosa que atenazaba su garganta y entró en el despacho del hombreque tenía su destino en sus manos.
Pero cuando él levantó la vista de los documentos que estaba leyendo y sus ojos oscuros se posaron en los de.ella, ella sintió una sacudida de arriba abajo.
Ese hombre tenía que ser de otro mundo porque nunca había visto nada igual. Era tan hermoso como una escultura griega. Sus facciones eran duras y masculinas, con las cejas pobladas, la nariz un tanto grande y la nuez marcada. Pero tenía unos ojos marrones profundos y muy bonitos. Sus pómulos pronunciados hacían destacar su rostro, sus labios gruesos, su piel dorada. Definitivamente era un ser de otro mundo.
Además a Millie no le pasó inadvertido su aspecto elegante. Llevaba su cabellera oscura perfectamente peinada hacia atrás, un traje gris italiano y unos gemelos de diamantes. Era un hombre realmente muy atractivo y él dibujó una sonrisa traviesa. No le sería ningún problema seducirlo. Aunque también había algo más en el señor Cooper que le resultaba extrañamente familiar.
Familiar e inquietante, para ser exactos, pero no conseguía identificar qué era.
—Señorita Stewart, me halaga que las mujeres me contemplen con tanta fijación, pero tengo otros asuntos que atender y mi secretaria me ha dicho que a usted también le apremia el tiempo —la increpó con voz pausada pero firme.
Ella observó sus labios y pestañeó aturdida. Sentía la curiosidad, más bien la necesidad imperiosa de deslizar un dedo y probarlos. Y supo que tendría problemas para hablarle sin tartamudear. Esa sensación la dejó algo descolocada y la asustó al mismo tiempo. Estaba acostumbrada a que fuesen los hombres los que se quedaran pasmados frente a ella. Aun así trató de serenarse y se metió en su papel de mujer seductora.
—No sabe cuánto le agradezco que me haya recibido, señor Cooper. — Le habló con una sonrisa y en un tono delicado mientras se toqueteaba su melena rubia de manera sensual—. Pero me temo que me encuentro en un grave problema y solo usted me puede ayudar —añadió, tendiéndole la carta del desalojo
El señor Cooper se inclinó un poco, extendió uno de sus brazos largos para cogerla y la leyó con atención. Luego la dobló despacio y la miró con total fijeza.
—En esta carta se le notifica a usted que queda desahuciada por impago y que tiene un mes para recoger sus pertenencias y abandonar la propiedad.
Aunque él había empleado un tono suave, Millie percibió cierto burla en sus palabras y sintió como si le hubiera dado una bofetada.
No le gustaba que le recordaran que estaba a un paso de dormir en la calle y desde luego, no le gustaba que se lo restregaran por la cara.
—Ya lo sé, señor Cooper. Sé leer —replicó ella con altivez.
—¿Y entonces qué es lo que no ha entendido? —preguntó él encogiéndose de hombros.Millie se mordió el labio inferior y lo miró frustrada. Ahora ya sabía porque los banqueros tenían fama de ser tan retorcidos. Era evidente que comprendía el motivo por el que estaba allí, pero por lo visto disfrutaba poniéndoselo difícil. Se mordió la lengua y adoptó una postura tan despreocupada como la suya.—Verá, señor… —empezó a decir con voz aterciopelada—, como ha podido usted darse cuenta, podría perder mi casa en el plazo de un mes. Así que debo hacer algo pronto —determinó inclinándose disimuladamente para que él pudiera fijarse en su escote.Notó que, efectivamente, él centraba su mirada en su blusa semitransparente, pero lejos de notarlo nervioso o alterado (como solía ocurrir en la mayoría de hombres) se mantuvo frío y distante.—¿Hacer algo pronto? —replicó en un tono burlón— Usted lleva tiempo sin hacer frente a sus pagos y por eso ha sido desahuciada. No veo qué pueda hacer ahora para ev
El banquero le abrió la puerta del coche en un gesto galante y Millie se subió al Audi negro con altivez. Dentro olía a la tapicería de piel y a su almizcle personal, y de repente se sintió rodeada, envuelta y acorralada por él. —¿No se encuentra bien? —le preguntó él cuando vio que se había quedado paralizada. Ella parpadeó aturdida. —Sí, estoy bien —se disculpó algo avergonzada—. ¿Puedo saber dónde cenaremos? —añadió tratando de disimular sus nervios. —Hay un lugar a unas cuantas calles de aquí cerca de la avenida Fisherman’s Wharf, del que me han hablado muy bien. Dicen que es uno de los mejores restaurantes de San Francisco —le contestó por encima del hombro, mientras engranaba primera y giraba el volante a la derecha. —¿Vamos a cenar en el St.James? Pero ese sitio es demasiado elegante, ¿no? Ella había ido muchas veces allí (cuando se lo podía permitir) y conocía el ambiente. —Ya le dije que pagaría yo —le recordó sin apartar la mirada de la carretera. —No se trata de din
Millie empezó a transpirar por cada poro de su piel.—¡Conteste de una vez! —le ordenó dando un golpe en la mesa.—Sí —musitó cabizbaja.—Bien, pues yo tengo algo interesante que ofrecerle.—No entiendo…Exhibió una sonrisa perversa.—No se preocupe, con sumo gusto se lo explicaré. —Se regodeó—. Verá, como puede imaginar, soy un hombre con muchos compromisos que atender.Y me vendría bien contar con una mujer servicial que tenga disponibilidad absoluta y sea experta en las artes amatorias. Pero también me gustaría poder llevar a esa mujer del brazo a mis fiestas y reuniones sociales. Por lo que no me vale una puta cualquiera. Necesito a alguien con buena educación, que sea hermosa, que sonría, pero que no abra mucho la boca. No sé si me entiendes…—Deduzco que se refiere usted a una mujer florero —masculló ella, que volvía a notar como le bullía la sangre de rabia.—Supongo que es una de las muchas definiciones —alegó él con un gesto arrogante—. Pero cabe aclarar que no solo busco echa
La señora Preston sonrió al ver a la joven entrando por la puerta de su boutique después de tanto tiempo. Había sido una de sus principales clientas, hasta que un día, sin más, dejó de ir. Ahora que el señor Cooper le había explicado los motivos, no podía menos que compadecerla.—¡Querida, qué gusto verte de nuevo por aquí! —la saludó dándole un pequeño abrazo.Millie le sonrió incómoda. Era la segunda vez que tenía que poner un pie en uno de sus lugares favoritos antes de caer en la ruina. Y todo por culpa de ese banquero imbécil . Entonces se preguntó si quizás no lo estaba haciendo a drede para humillarla…—Sí, es que últimamente he estado muy ocupada viajando por el extranjero —mintió llevada por su orgullo. —¿Qué tiene para mí? —añadió deseando cambiar de tema.De repente notó que la señora Preston se mostraba incómoda y la sonrisa se le fue apagando en la cara.—¿Qué ocurre? —quiso saber.—Nada, es que el señor Cooper me avisó de que vendría usted por aquí y me pidió que le ases
Circularon por la Vía California, una de las principales arterias de la ciudad y se dirigieron a Pacific Heights, donde se encontraban las mansiones de los magnates financieros. Al parecer la fiesta se celebraba en casa de uno de os socios de Surebank.Cuando llegaron, el banquero le dejó las llaves al aparcacoches, le ofreció el brazo a Millie y la condujo hacia la entrada principal. Mientras se movían entre el tumulto de asistentes, la joven reconoció las caras de algunos invitados. Había coincidido con ellos en casinos y otras fiestas importantes.Incluso habían compartido grandes veladas entre risas, alcohol y una baraja de cartas. Pero ahora esos mismos compañeros de fiestas parecían no acordarse de ella. Su situación de quiebra había llegado a oídos de la alta sociedad y verla allí del brazo de un hombre poderoso, solo hacía avivar la llama de las habladurías, por lo que bajó la cabeza y trató de ocultarse tras el robusto cuerpo de su acompañante.Bradox también conocía a la may
—Y dime, ¿qué haces en San Francisco? Lo último que supe de ti es que te ibas a Europa.— preguntó ella. Él se encogió de hombros.—Sí, pero me aburrí de dar tumbos por ahí y regresé hace poco —le contestó con una enorme sonrisa —.Ahora he abierto un pequeño negocio de transporte y me va bien.—Así que por eso te han invitado a la fiesta. Tú también eres cliente de Surebank —concluyó ella.Anthony asintió sin dejar de observarla fijamente. Estaba muy hermosa.—Oye Mills, sé que te debo una explicación por lo que pasó…—Tranquilo —lo cortó enseguida—. No me debes nada. Es cierto que te odié cuando rompiste nuestro compromiso pero con el tiempo me di cuenta de que fue lo mejor. Los dos somos demasiado atolondrados. Ese matrimonio no habría funcionado. Por mucho que nuestros padres estuvieran empeñados—añadió con un gesto divertido.Anthony le acarició la mejilla con ternura.—Sí, somos iguales. De hecho nunca he conocido a una chica con la que congeniara tanto —admitió con sincero pesar
La condujo al último piso, siguió tirando de ella por corredores y cuando llegaron a la habitación más alejada de la casa, la soltó de un empujón y echó el pestillo de la puerta. Millie observó su alrededor y vio que había una mesa de billar, una máquina de pinball y una diana de dardos. Estaban en el salón de juegos.—Tú, sucia ramera —siseó él, colérico—. Me doy la vuelta un segundo y ya intentas follarte a cualquiera.Ella lo miró asustada pero no se amilanó.—Te equivocas, no es cualquiera. Íbamos a casarnos.—¿Qué? —murmuró sorprendióLa confesión de la chica le había sentado como una patada en la entrepierna. Ella también se dio cuenta de la expresión desencajada del banquero y se mostró más altanera.—Lo que oyes. Anthony era mi prometido y me ha ofrecido su ayuda —le aseguró con la barbilla erguida.Bradox recuperó la compostura y empezó a acorralarla lentamente.—¿Ah sí? ¿Y cómo es eso? —le preguntó en un tono burlón a la vez que la joven retrocedía algo intimidada.— Me ha
Cuando se separaron, Millie tuvo que recostarse de la pared, para no caer. Le temblaban las piernas y notaba todo su cuerpo adolorido. Entonces se dio la vuelta y sin pensárselo dos veces le soltó una bofetada en la cara.—¡Cerdo! ¡Al final me has convertido en una ramera! —le reprochó furiosa.Bradox se tocó la mejilla golpeada y le devolvió la bofetada.—No, querida, tú ya eras una puta antes de que yo te la metiera —le soltó con desprecio—. Y ahora, si me disculpas, voy abajo a coger tu abrigo.Millie lo fulminó con la mirada mientras lo veía salir por la puerta. Hasta que se dio cuenta de que estaba prácticamente desnuda y se cubrió con las manos.Ninguno de los dos se dirigió la palabra durante el trayecto a casa. Cada uno estaba inmerso en sus propios pensamientos. Ella seguía dándole vueltas a lo que su verdugo le hacía sentir y por más que intentó hallar una explicación lógica para todo aquel desenfreno, no la encontró. Era lo más irracional que había experimentado en su vid