Deuda de amor
Deuda de amor
Por: Krissñtall
#1:

Millie Stewart sintió que se le paraba el corazón cuando leyó la carta que había recibido del banco.

Un mes.

Solo tenía un mes para recoger las pertenencias que le quedaban y abandonar la casa en la que había vivido toda su vida. Y pensar que había sido una de las mujeres más acaudaladas del país. Pero entre noches de fiesta, lujo desmedido y otras excentricidades había derrochado toda su herencia. Y ahora estaba totalmente sola, sin apenas dinero y a un paso de acabar durmiendo en la calle.

Se enjugó las lágrimas y se sentó en el sofá, sujetando aún, con mano temblorosa la notificación del banco. Solo tenía una opción, dejar a un lado su orgullo y suplicar por primera vez en su vida. Suplicar al hombre que había firmado la carta y su destino. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?

Buscó dentro de su armario un traje elegante, se puso unos zarcillos de oro y comprobó su aspecto en el espejo. Lucía la imagen sobria que quería aparentar, pero también se había calzado unos tacones que realzaban sus largas piernas y vestía una blusa semitransparente, con la que dejaba entrever el sujetador de encaje que llevaba puesto. Sí, Millie era una mujer hermosa y sabía sacar partido de ello.

Cuando llegó a Surebank sintió que el estómago se le contraía en un puño, pero tomó una buena bocanada de aire, alzó la barbilla y se dirigió con pasos firmes hacia una de las empleadas.

—Buenos días, ¿está el señor… — echó un vistazo al nombre con el que venía firmada la carta y volvió a mirar a la chica— el señor Cooper?

—¿El director del banco? Sí, señorita, pero sin cita previa no creo que la pueda atender hoy.

—No importa, esperaré lo que haga falta. Solo dígame dónde se encuentra su despacho.

—En la segunda planta, tercer pasillo a la…

Antes de que pudiera terminar la frase, Millie ya se había dado la vuelta y se dirigía con pasos decididos hacia allí. La secretaria del señor Cooper frunció el ceño en cuanto la vio salir del ascensor. ¿Qué hacía allí una de las amantes de su jefe? Porque sin duda esa mujer tenía que ser una de ellas. No había más falta que fijarse en su cuerpo de maniquí francesa para saber que era el tipo de mujer con las que solía salir el dueño el banquero. Mujeres de piernas kilométricas, cinturas de avispas, pechos falsos y caras de rasgos angelicales. Mujeres operadas para aparentar la perfección.

Y sin duda sus sospechas se confirmaron cuando la bella joven se encaminó decidida a su mesa y clavó sus ojos azules en ella. Parecía bastante enfadada. Seguramente había descubierto que no era la única mujer en la vida de su jefe, que todas las promesas que le había hecho, eran palabras vacías con el único y perverso fin de llevarla a la cama.

El señor Bradox Cooper era un hombre galante y muy apuesto, pero tremendamente cabrón con las mujeres. Lo había visto en su papel de Don Juan infinidad de veces y sabía que era como un niño pequeño cuando se encaprichaba con un juguete. Al fin y al cabo, no era la primera vez que le hacía encargar todas las rosas de una floristería, montañas de cajas de bombones, e incluso joyas valiosísimas para alguna zorra.

—¿Está el señor Cooper en su despacho? —le preguntó la joven— Sé que no es correcto presentarse sin una cita previa, pero he recibido una notificación muy importante y me urge hablar con él —se justificó nerviosa.

—Así que es usted una cliente —comentó sorprendida la secretaria.

—Sí, ¿quién pensaba que era? —se quejó en un tono defensivo.

La secretaria la observó detenidamente mientras seguía asimilando su terrible error. La había visto tan seria y esa manera de caminar decidida, que la había tomado por una amante furiosa. Pero no, no era enfado lo que reflejaba su hermoso rostro, sino desesperación.

Realmente la chica parecía tener un gran problema, aunque no estaba segura de que pudiera ayudarla.

Puede que su jefe fuera un mujeriego, pero era un hombre muy ocupado y no le gustaba que lo interrumpieran. Y ella tenía órdenes expresas de no dejar pasar a nadie sin cita previa…

—Lo siento señorita, pero me temo que… —empezó a excusarse.

La joven de pronto le cogió de las manos.

—¡Por favor! —le suplicó— Si no hablo con él, puedo perder mi casa, y es lo único que me queda. ¿Comprende eso?

La secretaria contempló esos ojos azules nublados por la angustia y no pudo evitar conmoverse.

—Está bien, señorita…

—Millie, Millie Stewart—le señaló con una sonrisa nerviosa.

—Bien, señorita Stewart, hablaré con el señor Cooper y veré qué puedo hacer —le prometió.

Mientras esperaba, Millie echó un vistazo a la sala. A simple vista ofrecía la típica estampa de un lugar clásico; con un mobiliario elegante, cuadros de pintores famosos colgados en las paredes, suelos enmoquetados con alfombras lujosas.

Un carraspeo la sacó de sus pensamientos.

—Señorita, tiene usted suerte, al final el señor ha accedido a verla —le comunicó la secretaria con una sonrisa amable.

Millie se levantó de un salto y se alisó rápidamente las arrugas de la falda.

Por fin había llegado el momento, era todo o nada. Intentó controlar la bola angustiosa que atenazaba su garganta y entró en el despacho del hombreque tenía su destino en sus manos.

Pero cuando él levantó la vista de los documentos que estaba leyendo y sus ojos oscuros se posaron en los de.ella, ella sintió una sacudida de arriba abajo.

Ese hombre tenía que ser de otro mundo porque nunca había visto nada igual. Era tan hermoso como una escultura griega. Sus facciones eran duras y masculinas, con las cejas pobladas, la nariz un tanto grande y la nuez marcada. Pero tenía unos ojos marrones profundos y muy bonitos. Sus pómulos pronunciados hacían destacar su rostro, sus labios gruesos, su piel dorada. Definitivamente era un ser de otro mundo.

Además a Millie no le pasó inadvertido su aspecto elegante. Llevaba su cabellera oscura perfectamente peinada hacia atrás, un traje gris italiano y unos gemelos de diamantes. Era un hombre realmente muy atractivo y él dibujó una sonrisa traviesa. No le sería ningún problema seducirlo. Aunque también había algo más en el señor Cooper que le resultaba extrañamente familiar.

Familiar e inquietante, para ser exactos, pero no conseguía identificar qué era.

—Señorita  Stewart, me halaga que las mujeres me contemplen con tanta fijación, pero tengo otros asuntos que atender y mi secretaria me ha dicho que a usted también le apremia el tiempo —la increpó con voz pausada pero firme.

Ella observó sus labios y pestañeó aturdida. Sentía la curiosidad, más bien la necesidad imperiosa de deslizar un dedo y probarlos. Y supo que tendría problemas para hablarle sin tartamudear. Esa sensación la dejó algo descolocada y la asustó al mismo tiempo. Estaba acostumbrada a que fuesen los hombres los que se quedaran pasmados frente a ella. Aun así trató de serenarse y se metió en su papel de mujer seductora.

—No sabe cuánto le agradezco que me haya recibido, señor Cooper. — Le habló con una sonrisa y en un tono delicado mientras se toqueteaba su melena rubia de manera sensual—. Pero me temo que me encuentro en un grave problema y solo usted me puede ayudar —añadió, tendiéndole la carta del desalojo

El señor Cooper se inclinó un poco, extendió uno de sus brazos largos para cogerla y la leyó con atención. Luego la dobló despacio y la miró con total fijeza.

—En esta carta se le notifica a usted que queda desahuciada por impago y que tiene un mes para recoger sus pertenencias y abandonar la propiedad.

Aunque él había empleado un tono suave, Millie percibió cierto burla en sus palabras y sintió como si le hubiera dado una bofetada.

No le gustaba que le recordaran que estaba a un paso de dormir en la calle y desde luego, no le gustaba que se lo restregaran por la cara.

—Ya lo sé, señor Cooper. Sé leer —replicó ella con altivez.

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