DEBBY
¡Feliz cumpleaños!
Sonrío cada vez que me felicitan de nuevo. Juro que si me recuerdan de nuevo que soy mortal y que cada día estoy más cerca de morir, envenenaré el maldito pastel; el cianuro no sería una mala idea. Bebo una nueva copa de champán, permitiendo que mi cuerpo se relaje poco a poco. La música de fondo es suave y delicada.
—¡Ahí estás! —exclama América.
—Me encontraste —sonrío.
—¿Acaso te estabas escondiendo de mí? —frunce el ceño, con las manos en jarras.
—Jamás —niego con la cabeza, ensanchando aún más mi sonrisa.
Miento; no es por ella, es por todo. Odio las fiestas de cumpleaños por una razón que jamás pienso revelar. Sin embargo, cuando América investigó y descubrió la fecha de mi cumpleaños real, hizo todo lo posible para organizar esta fiesta. Creo que en el fondo solo buscaba una distracción, utilizando esto como excusa para que Bryce ya no la folle. Por eso, rentó un piso en el hotel más lujoso de San Francisco y aquí estamos.
—Vamos, tienes mala cara —coloca su mano en mi frente—. ¿Estarás enferma?
—No —río—. Solo un poco ebria.
Miro por encima de su hombro.
—Y si yo fuera tú, no me separaría de mi marido, mucho menos con dos mujeres acosándolo —arguyo con cierto aire malicioso.
América abre los ojos como platos, se da la vuelta y observa cómo dos modelos de agencia coquetean con Bryce, quien las ignora por completo.
—Malditas zorras, solo lo dejé hace dos minutos.
—Anda, ve —insisto.
—Bueno, pero luego vendré por ti; tienes cara de funeral en lugar de felicidad.
—Vale, vale.
América se marcha y, de inmediato, tomo una bocanada de aire. Dejo el champán de lado y estoy a punto de alejarme al balcón cuando alguien tira de mi brazo con tanta fuerza que, por un segundo, creo que su intención es arrancármelo.
—Oye...
Palidezco al darme cuenta de quién es la persona que me arrastra hasta una habitación, cerrando la puerta con pestillo, lejos del escrutinio de los invitados de mi fiesta. El aire se vuelve denso, mis pulmones se comprimen y mi cuerpo se sacude con una descarga de electricidad. Desde que llegamos a San Francisco, el abogado más temido y yo hemos iniciado un juego peligroso, sin reglas; ni siquiera sé cómo comenzó. Simplemente sucedió.
—Rupert —trago grueso—. ¿Qué haces?
Sus ojos verdes me miran de manera acusatoria.
—Ese vestido —sisea con cara de póker—. Es demasiado entallado.
Desciendo la mirada, comprobando lo que me acaba de decir.
—Bueno, la idea es encontrar una polla que me perfore; no veo cuál es el problema si ese es su propósito —bromeo.
Pero mi alma se desploma al darme cuenta de que él no lo toma de esa manera. Mi sonrisa tambalea, al igual que mis piernas.
—Bueno... será mejor que regrese a la fiesta —mi voz se convierte en un susurro débil.
No obtengo respuesta. Retrocedo un paso; con él, siempre me siento la presa de un cruel depredador. Entonces, se me ocurre la idea más descabellada del mundo, con más fallos que cualquiera.
—Ahora que lo recuerdo, no me has dado mi regalo de cumpleaños.
—No tendrás nada de mí —espeta con dureza.
Bufo.
—Vamos, no seas aguafiestas; seré buena.
En cuanto las palabras se deslizan de mis labios, me arrepiento. Sellé mis labios al ver el brillo de su mirada; sus pupilas se dilatan y sus ojos se oscurecen.
—Repite eso —demanda con un tono no negociable—. Ahora.
Creo que he perdido toda capacidad de respirar.
—Seré... buena —musito por lo bajo, sin romper el contacto visual con él.
En menos de un parpadeo, lo tengo encima de mí. Rupert rodea mi cintura como lo ha hecho miles de veces, me atrae hacia su cuerpo y aplasta sus labios contra los míos con una ferocidad que nunca había mostrado.
—Rupert —intento apartarlo.
No me presta atención; solo me obliga a abrir la boca y me introduce la lengua hasta la garganta, mientras sus manos se aferran a mis caderas con demasiada posesividad. Rupert me acorrala contra una de las esquinas de la cama y se coloca en medio de mis piernas, haciendo que la tela de mi vestido se suba por encima de mis muslos.
Con el paso de los segundos, al notar que intensifica el beso, dejo de luchar. Su lengua es un vaivén de lujuria contra la mía.
—Quiero follarte —gruñe, rompiendo el beso.
Esa palabra me regresa a la realidad. Hasta ahora, no hemos follado; solo me ha tocado, masturbado y le he hecho mamadas. Pero follar, no. Y tengo una razón por la que se lo impido.
—No —mi voz toma fuerza.
Su mirada asesina se detiene en mí. Me observa como si estuviera pensando en todas las maneras que existen para aplastarme.
—He esperado demasiado, Debby —se burla de mi nombre—. No soy un puto crío como los que sueles salir; soy un jodido hombre.
Se afloja la corbata. Cierro los puños y me pongo de pie, alisando mi vestido.
—Felicidades por tu descubrimiento —ironizo—. Me voy.
Paso de largo, con la intención de marcharme, volver a mi fiesta y dejar este mal trago olvidado cuando tira de mi cabello. Mi espalda choca contra su pecho y su aliento, con un ligero toque de vodka, roza mi oreja.
—Te dije que no soy un crío —brama.
Sus manos presionan mis pechos de manera brutal, empujando sus caderas. Me paralizo al sentir su dura erección golpeando mis nalgas.
—Rupert...
—Shhh —rodea mi cuello con su mano.
Me lleva hasta la cama.
—En cuatro —demanda, obligándome a hacerlo.
—No lo hagas —mi voz tiembla.
Escucho el sonido del cierre de sus pantalones. Trago grueso; un escalofrío recorre mi espina dorsal al sentir que rompe mis bragas. Suelto un gemido de sorpresa. Rupert jamás me ha visto desnuda. En las ocasiones en que comenzamos con este retorcido juego, nunca quiso quitarme la ropa. Una vez lo intenté, pero me detuvo enfadado y dejó de hablarme por tres días.
Tengo dos razones para no haber dejado que me follara: una, porque me estoy enamorando de él; y dos, porque soy virgen. Así es, la imagen que él tiene de mí es errónea, y presiento que se dará cuenta enseguida. Sabiendo lo que está a punto de suceder, intento quitarme el vestido; no obstante, él me detiene.
—¿Qué crees que haces?
—Quitarme el vestido...
—¿Por qué?
—Vamos a follar, ¿no? —me siento como una idiota al decirlo.
—No te quiero ver desnuda —dice en un tono gélido que me deja sin aliento—. Para follar, se puede hacer con ropa.
Estoy a punto de protestar cuando siento cómo pasea su polla en mi canal.
—Estás mojada.
Escucho el sonido del condón al sacarlo de su empaque, pero luego, lo tira al suelo.
—Oye... hay algo que tengo que decirte...
—Nada de qué hablar; no me interesa lo que tengas que decir.
—Pero...
Mis palabras quedan suspendidas en el aire cuando empuja con una dura y profunda estocada. Su miembro me atraviesa. Mis ojos se llenan de lágrimas con el doloroso impacto; la intrusión de su polla se siente como si me abrieran por dentro. Mi grito hace eco por toda la habitación, y enseguida se queda quieto, con sus manos firmes en mis caderas.
—Tú —habla en un tono molesto—. Eres virgen.
Poco a poco, abro los ojos. Me duele demasiado; no hace falta que se mueva. Duele horrores. América no me dijo que dolía tanto.
—Al parecer ya no —mi voz se convierte en un hilo.
Tirando de mi cabello, me obliga a incorporarme.
—Es tu primera vez, ¿por qué yo? No follo a vírgenes —el tono cruel de su voz me paraliza.
—No lo sé...
«Porque estoy enamorada de ti».
—Maldita sea —me suelta.
Siento cómo sale de mi interior, hasta que el vacío me aplasta el pecho. ¿Eso fue todo? ¿Así será mi primera vez? Trato de alejarme una vez más, sintiendo un líquido caliente recorrer mis muslos y piernas.
—¿Qué haces?
Me empuja de nuevo.
—Yo... me voy...
—No.
Abro los ojos como platos.
—Qué...
—Voy sin condón —se aferra a mis caderas, manteniéndome en una posición de cuatro—. Jamás lo hago, pero...
Espero que siga hablando. El silencio entre nosotros es denso, abrumador. Intento voltearme para verlo, deseo hacer contacto visual con él, pero no me deja.
—Quiero verte...
—No.
Y con esto, me penetra de nuevo. Chillo fuerte porque, esta vez, está tan profundo que siento sus bolas chocando contra mi periné.
—¡Ah! —duele, duele demasiado.
—Mentirosa.
Rupert no se lo toma con calma. Comienza un entra y sale cargado de barbarie y brutalidad. No es lindo, tierno ni amable; él solo me está follando buscando su propio placer.
—Tanta jodida sangre —sus embestidas son crueles—. Estás tan apretada.
Empuje.
—Estás estrangulando mi polla, Debby.
Esta es mi primera vez; no es como la soñé por años. No es tierno ni romántico, aunque hay algo retorcido en todo esto que me excita y me hace perder la cabeza. Sus penetraciones aumentan, al igual que el dolor que me provocan. Poco a poco, el dolor se mezcla con chispas de placer que me hacen jadear, pero me callo. Si no puedo verlo, no obtendrá mis gemidos.
Da varios empellones hasta que se corre dentro de mí.
—¡Maldita sea!
Sale por completo de mi interior. Me duele el cuerpo, el coño; al no sentir su presencia, me incorporo, girando y poniéndome de pie, viendo el desastre de sangre en las sábanas y entre mis piernas. Cuando lo miro, él se está limpiando el miembro cubierto de mi sangre.
—Rupert...
—Cállate —exclama furioso.
—¿Por qué estás tan enfadado?
—Mentiste; no, mejor dicho, nunca mencionaste que eras una m*****a virgen.
—Sigo sin entender por qué estás tan enfadado.
—Jamás he follado a una virgen; es mi regla.
Cierro los puños.
—Bueno, pues acabas de romper tu regla de oro, idiota.
Sus ojos verdes me fulminan. Rupert se queda sopesando mis palabras en silencio. Parece que me va a matar en cualquier momento. No sé por qué lo hago; puede que sea a causa del alcohol que he estado bebiendo, pero me armo de valor y digo lo que he estado sintiendo desde que lo conozco. Las palabras brotan de mi garganta sin que pueda detenerlas.
—Creo que estoy enamorada de ti.
Un rostro de pocos amigos es lo que obtengo, y su silencio como respuesta. Los segundos pasan; le doy el tiempo suficiente para que me diga algo.
—¿No piensas decir algo? —inquiero con cautela.
—Estoy pensando que debes ingresar en un centro psiquiátrico.
Mi pecho se aplasta.
—Lo que digo es que...
Se da media vuelta en dirección a la puerta.
—Me parece que la champán que bebiste te ha dejado un poco delirante; no sabes lo que dices —se alista el saco y ajusta su corbata.
—¿Por qué huyes? Te estoy diciendo que estoy enamorada de ti —mermo el espacio entre nosotros.
—Mencionaste que crees —me mira por encima del hombro para luego girarse—. Repito una última vez: no digas estupideces. Si esta es una cuestión de vírgenes...
No lo soporto más. La palma de mi mano choca contra su mejilla. Sus ojos se oscurecen tanto que dejan de ser verdes, el color que tanto me hipnotiza.
—Jamás vuelvas a tocarme, Debby Hill —rodea mi cuello con una mano, ajustando tanto que me corta la respiración—. Nunca saldría con alguien como tú; no eres una mujer madura, solo una caprichosa.
Mis ojos arden, queman en lágrimas que me niego a derramar. Cuando me suelta, se da la vuelta.
—¿Por qué no me puedes ver como una mujer?
Se detiene bajo el umbral de la puerta abierta. El sonido de la música y las voces inconexas hacen eco entre nosotros.
—Porque me voy a casar pronto con una mujer de verdad.
Y, diciendo esto, sale de la habitación, dejándome más vacía que nunca. Desciendo la mirada; la sangre derramada entre mis muslos es la prueba que necesito para saber que esto es real. Las lágrimas se derraman por mis mejillas. Entonces, me prometo dos cosas: jamás entregarle mi corazón a nadie, no volveré a ser la muñeca usable de nadie y... arrancar de mi alma al maldito Rupert Jones.
Tomando mi decisión, luego de asearme, salgo a mi fiesta con una sonrisa falsa y renovada, sabiendo una cosa: voy a poner un mundo entero entre Rupert y yo. De cualquier manera, nunca más nos volveremos a ver, y de eso me encargaré yo.
DEBBYObservo mi reflejo en el espejo del cuarto de baño. Nunca he sido una persona vanidosa; sin embargo, no puedo evitar pensar que esta vez me gusta el resultado que veo. Han pasado dos meses desde mi cumpleaños, dos meses en los que he estado haciendo todo lo posible por evitar al innombrable. Solo de pensar en lo desafortunada que fui esa noche me da escalofríos.—¿Estás lista? —La voz de América, del otro lado de la puerta, me saca de mi ensimismamiento.—¡Claro que sí! —exclamo.Echo un último vistazo y apruebo lo que veo.—Tardas demasiado —refunfuña mi amiga.—No hagas tanto drama; mejor dime, ¿te has encargado de Madeline? Porque si quieres, puedes ir sola en representación de ambas y yo me quedo a cuidar de ella —propongo con un atisbo de esperanza.—Ni lo pienses —frunce el ceño—. ¿Qué ocurre? Últimamente llevas un tiempo buscando excusas para no asistir a los eventos de nuestra empresa de maquillaje.Tenso el cuerpo.—No es cierto —miento, evitando su mirada.América no s
DEBBY—La mesa cinco necesita más café. —Enseguida. Muevo el cuello con estrés. Llevo más café para los comensales, un matrimonio joven con un bebé en brazos. La chica le lanza una mirada de desprecio al chico, que no deja de fijarse en mis tetas. Maldición. —Debby, ¿verdad? —él se inclina hacia adelante, con la falsa intención de mirar y leer mi nombre en la placa que llevo a un costado del pecho. —¿Gustan ordenar otra cosa? —inquiero, mostrando la sonrisa falsa que suelo usar en estos casos. —Sí, la verdad es que sí —responde, lamiéndose los labios. Mis ojos se enfocan en la chica que carga al bebé; ella baja la mirada, tragando grueso. Por un segundo, pensé que le diría algo a su marido; me dio la impresión de que quería arrancarme los ojos, pero ahora parece todo lo contrario. —¿Qué desean ordenar? —insisto. No es mi asunto. He sobrevivido porque trato de no meterme en problemas. —Quisiera tu número —expresa el chico, poniéndose de pie. Me congelo al ver que re
RUPERTEl mal genio no se me quita; de hecho, se me pudre más. Muevo el cuello con estrés; odio estar rodeado de gente en eventos que son una farsa como este. Han pasado seis meses desde que me comprometí y, ahora, hace dos horas que salí del maldito Ayuntamiento con documentos legales que me avalan como esposo de Débora Hill, la prima de Debby. Qué ironía.Cuando me presentaron a todas las posibles candidatas, ella era la última en mi lista; sin embargo, ninguna tenía lo que necesitaba: sangre fría y cabeza estable. Ambos sabemos que esto solo es un acuerdo común; no hay amor entre nosotros, nada. Tardé algunos días en descubrir el secreto que ocultaba Debby: es millonaria. Sin embargo, lo que aún no logro entender es por qué escapa de su familia y se hace pasar por pobre; incluso usó otro apellido por un tiempo.De cualquier manera, no me importa. Todo lo relacionado con ella es cosa del pasado, un simple juego de niños que terminó con mi polla bañada en su sangre en su cumpleaños n
DEBBYEl débil impacto de una bola de papel en mi nariz me saca de mi ensimismamiento y me regresa a la realidad.—Veo que estás distraída de nuevo.Levanto la mirada; el hombre de cabello castaño y ojos azules ladea una sonrisa de media luna que hace que todas las mujeres se derritan, menos a mí.—No es verdad —frunzo el ceño, bostezando—. Además, terminé antes; tengo tiempo de sobra.—¿Así es como le hablas a tu jefe? —ríe—. Debería pensar en despedirte.—Puede ser, pero no lo harás —me pongo de pie y estiro los brazos—. Me necesitas, Sebas.Han pasado dos años desde que mi vida dio un giro de ciento ochenta grados, desde que perdí lo que más añoraba y me rompí en mil pedazos, sin dejar espacio en mi vida para alguien más. Dos años desde que Sebastián Winston apareció en mi camino como un maldito ángel.No solo me ofreció su ayuda sin nada a cambio; además, me dio alojamiento, trabajo y comida. Es un buen amigo, el mejor, después de América, claro. Es un abogado reconocido y famoso
RUPERT—¡Ah!Odio escuchar los gemidos falsos de mi maldita esposa; su actuación comienza a fastidiarme. Hace dos años que me casé con la víbora más poderosa de todo San Francisco. La única razón por la cual me uní a esta farsa es porque necesitaba incrementar mi fortuna y obtener el apoyo social y prestigio de Alejandro Hill, el magistrado, político y millonario, tío de Débora.Jamás he tenido fallos en mis planes, solo uno que se me fue de las manos y en el que he estado trabajando durante dos años.—Ah —suelta un suave gemido cuando me derramo en su interior.Un hijo es todo lo que me falta para sellar mi alianza con los Hill; un jodido hijo. Puede que piense con la cabeza fría y sin corazón, pero cuando Débora salga embarazada, ese niño me dará lo que más quiero: poder, prestigio y las armas para derribar a mis rivales. ¿Qué puedo decir? Soy demasiado competitivo.Una vez que obtenga todo lo que deseo, me divorciaré y me haré cargo del niño, pero jamás perteneceré a sus vidas. Des
DEBBYVer el rostro de mi hijo es algo que me llena de paz; lo amo como nunca amaré a nadie. El problema radica en que, desde que acepté regresar al infierno del que he estado escapando, no puedo evitar ver al diablo en su mirada verde. Ana tiene razón: mi bebé tiene el mismo ceño fruncido que el innombrable.—Pareciera que sabe que no estarás a su lado —observa Ana, acercándose y mirando con admiración a mi bebé.—Insisto, su mirada a veces es un poco... —dice, mientras respiro hondo.—Promete que vas a cuidar de él como nunca —la interrumpo. Seguir pensando en a quién no deseo ver hace que me den aguijonazos en el estómago—. Es todo lo que tengo, mi mundo entero.Abrazo a Mateo, quien descansa su cabecita en la curvatura de mi cuello.—Lo juro, niña, no tienes nada de qué preocuparte. Verás cómo esas dos semanas se pasan rápido —me asegura, dibujando una suave sonrisa cálida que me deja un poco tranquila.Podría rechazar a Sebastián; de hecho, toda la noche he pensado en los pros y
DEBBYNo puedo evitar maldecir para mis adentros; a veces, la vida tiene una forma extraña de jugar con mis emociones. El destino se burla una vez más de mí. Mis pensamientos están atrapados en un torbellino de recuerdos de un pasado que me he esforzado por mantener enterrado, pero ahora que me encuentro frente a él, todo se va por la borda. Justo cuando creía que podía relajarme, aparece con su aire despreocupado y su traje negro, que solo resalta el verde intenso de sus ojos, los cuales siguen anclados en mí, estudiando cada uno de mis movimientos como si yo fuera un mono de circo, una atracción extraña. Maldito.Mis pasos se detuvieron al llegar al círculo de hombres que me desnudaban con la mirada; la mayoría de ellos veía mis pechos. «Enfermos».—Un placer conocerlos —rompo el breve contacto visual con él y me enfoco en los demás.—Dios, ¿eres real? —ríe uno de ellos—. Soy Steve Dunts, abogado en Manhattan. Un placer conocerte.—Deberías dejar a este imbécil; yo te pagaría el tri
RUPERTEs interesante cómo las personas tratan de sostener las mentiras durante tanto tiempo. Eso es lo que le ocurre a la rubia que palidece frente a mí. Por el modo y las palabras que empleó hace un momento, pensando que se trataba de Sebastián Winston, llego a la conclusión de que ellos mantienen más que una relación de asistente a jefe.—¿Te comieron la lengua los ratones? —ladeo la cabeza, mirándola con la misma fascinación que el primer día.No me responde, retrocede e intenta darme con la puerta en las narices, pero soy más rápido y lo impido, empujando la puerta y entrando a la habitación.—¿Qué haces? —recupera el habla—. Vete.—Cuánta rabia hay en esos ojos, rubia —siseo—. Y cuánto miedo.Me encargo de asegurar con pestillo la puerta a mis espaldas, mientras ella hace un mediocre intento por parecer una mujer fuerte, pero yo sé quién es en realidad.—¿Qué haces al lado de Winston? —inquiero, metiendo ambas manos en mis bolsillos—. ¿Y por qué has regresado a San Francisco?—N