Inicio / Romance / Destruidos #2 / Episodio 2: Miedo
Episodio 2: Miedo

DEBBY

—La mesa cinco necesita más café.  

—Enseguida.  

Muevo el cuello con estrés. Llevo más café para los comensales, un matrimonio joven con un bebé en brazos. La chica le lanza una mirada de desprecio al chico, que no deja de fijarse en mis tetas. Maldición.  

—Debby, ¿verdad? —él se inclina hacia adelante, con la falsa intención de mirar y leer mi nombre en la placa que llevo a un costado del pecho.  

—¿Gustan ordenar otra cosa? —inquiero, mostrando la sonrisa falsa que suelo usar en estos casos.  

—Sí, la verdad es que sí —responde, lamiéndose los labios.  

Mis ojos se enfocan en la chica que carga al bebé; ella baja la mirada, tragando grueso. Por un segundo, pensé que le diría algo a su marido; me dio la impresión de que quería arrancarme los ojos, pero ahora parece todo lo contrario.  

—¿Qué desean ordenar? —insisto.  

No es mi asunto. He sobrevivido porque trato de no meterme en problemas.  

—Quisiera tu número —expresa el chico, poniéndose de pie.  

Me congelo al ver que reduce la distancia entre nosotros. Volteo a mirar a la chica, que sigue con la misma mirada perdida en algún punto invisible del suelo.  

—¿Disculpa? —finjo ignorancia, mirándolo y luego a su esposa con el bebé.  

—Me parece que me has escuchado bien —su cercanía pica en mi piel—. Debby. Qué hermoso nombre.  

Toca un mechón de mi cabello, rizándolo con su dedo de manera vulgar.  

—No lo veo correcto, señor —le doy un manotazo y guardo la libreta donde anoto los pedidos—. Me parece que su esposa está incómoda.  

La mirada del chico cambia fugazmente; ahora parece más molesto que antes.  

—¿Hablas de esa perra? No te preocupes, esa puta y ese bastardo no nos molestarán —ríe, mostrando sus asquerosos dientes.  

Tomo una bocanada de aire, intentando mantener la calma. Llevo dos semanas en este trabajo y no puedo darme el lujo de perderlo. Seguir como socia en la empresa de maquillaje que fundamos América y yo sería un radar para que mi familia me encontrara y que el innombrable supiera tarde o temprano la verdad.  

—Con permiso, enseguida les traeré la cuenta —giro sobre mis talones.  

—¡No te he pedido la cuenta, zorra! —tira de mi brazo con fuerza.  

El dolor se dispara hasta mi hombro. En cuestión de segundos, veo que la palma de su mano se acerca a mi rostro. Cierro los ojos, esperando el impacto, que no llega. Enseguida, los gritos y exclamaciones de los demás comensales me hacen darme cuenta de que el chico está tirado en el suelo, con la nariz ensangrentada.  

—Me parece que esa no es la manera de tratar a una dama.  

Esa voz... Levanto la mirada. Un chico castaño, de ojos azules y con un traje impecable, se afloja la corbata como si se estuviera preparando para una nueva pelea.  

—¡Malnacido!  

—Inténtalo y juro que pasarás cinco años en la cárcel, como mucho.  

Esas palabras hacen que el idiota marido de la chica palidezca y salga corriendo de mala gana. Lo que me molesta, porque eso significa que lo que consumió me lo descontará el jefe.  

—¿Estás bien?  

Frunzo el ceño.  

—Sí, gracias, pero no debiste hacerlo —murmuro.  

La chica con el bebé me pide una débil disculpa mientras sale corriendo tras el imbécil, dejando un par de dólares.  

—¡Debby, limpia este desastre y quiero que estés en mi oficina cuando termines! —grita el gerente desde el otro lado de la barra de cocina.  

—Joder, joder —rechino los molares.  

—Debby Hill.  

Tenso el cuerpo y miro a mi rescatista. Él es el tipo de hombre que roba suspiros: apuesto, millonario y, por lo que parece, bueno en la cama. El problema es que ya no me interesan los hombres por el momento, y para ser honesta, hay algo en su aura que me recuerda mucho al imbécil del innombrable.  

—¿Cómo sabes mi nombre? —inquiero con cautela.  

—Eres la empresaria de la famosa marca de maquillaje, Deluxeth. Te conozco porque el año pasado fui a una de sus presentaciones en Noruega; acompañé a una amiga —explica.  

Dejo de respirar. No, no quiero que nadie se entere de dónde estoy. Dejé ese trabajo por mi bien y el de los demás. Estar aquí, en Texas, trabajando en un sitio de mala muerte por dinero que es una muy mala paga, es lo mejor que he conseguido. Llevo una vida tranquila y pretendo que siga siendo así. Joder.  

—Perdona, qué desconsiderado. Soy Sebastián Winston, dueño fundador y abogado del bufete jurídico Winston Corp —extiende la mano en mi dirección—. Es un placer conocerte de cerca.  

Me quedo mirándolo un par de segundos. Su sonrisa parece sincera. Si no estuviera embarazada del diablo, juro que le abriría las piernas... Bueno, no exactamente eso, pero saldría con él si me lo pidiera. No obstante, me han hecho daño y ahora no confío en ningún hombre.  

—Gracias por la ayuda —no presto atención a su gesto—. Pero creo que es mejor que me dejes hacer mi trabajo.  

—¿Trabajo? Eres millonaria... es decir, eres la socia mayoritaria de la empresa...  

—Adiós —refuto.  

Me alejo del tipo guapo y sigo con mi trabajo, que consiste en soportar a más idiotas que quieren meterme la polla, agarrar el trasero, verme los pechos y fantasear conmigo abierta de piernas. Al final de mi jornada, estoy exhausta. Sé que en unos meses tendré que dejar este trabajo por los cuidados del embarazo. Maldición, solo pensar en que una vida se esté gestando dentro de mí parece irreal. Nunca fui de las que soñaban con una vida como esta.  

Ser madre no estaba en mis planes; ahora, no imagino no tener a este bebé.  

—Mañana te quiero temprano, y te descontaré de tu paga el desastre que provocaste hoy —argumenta Tom, mi obeso jefe.  

—Como quieras —ruedo los ojos—. Idiota.  

Al salir, cruzo la calle y paso por uno de los callejones más angostos. Me detengo en seco; odio pasar por aquí. Cada vez que lo hago, siento que un asesino en serie me va a perseguir.  

—Vamos, bebé —susurro, tocando mi vientre.  

Camino rápido, disfrutando de la victoria diaria. Estoy a punto de llegar al otro lado cuando un tirón fuerte de mi cabello me detiene en seco. Mi mejilla choca contra la pared de ladrillo, y el impacto hace que mi visión se torne borrosa por unos segundos.  

—Hola, m*****a puta. ¿Creíste que te saldrías con la tuya?

Reconozco esa voz... Es la misma del chico que intentaba acosarme. Su asquerosa lengua recorre mi mejilla y el ácido estomacal se me sube a la garganta. El miedo me paraliza.  

—Joder, mira este trasero —sus manos estrujan mis nalgas—. Estoy seguro de que follas como una campeona. Me muero por verte rebotar en mi polla.  

—No... suéltame... —logro balbucear con dificultad.  

El aire se comprime en mis pulmones. Al verme acorralada, pienso lo peor, hasta que en dos segundos no lo tengo encima de mí. Solo escucho su quejido de dolor. Mis piernas se debilitan y mis rodillas impactan contra el suelo.  

—¡Auxilio! —grita el tipo.  

Tomo una bocanada de aire y, al voltear, veo que se trata del mismo castaño de ojos azules que me salvó en la mañana.  

—Así no se trata a una dama, te lo dije.  

Lo golpea fuertemente un par de veces. Me quedo anonadada al ver cómo sus puños se bañan con la sangre del tipo, lo que me provoca náuseas. Toco mi vientre; todo está bien, mi bebé y yo estamos a salvo de nuevo.  

—¿Te encuentras bien?  

Sebastián, si no mal recuerdo su nombre, corre a mi ayuda, poniéndose de cuclillas delante de mí.  

—Yo...  

—Estás helada —me interrumpe.  

Se quita el saco y me lo coloca sobre los hombros. Abro los ojos como platos; nunca nadie había sido tan amable conmigo, al menos, no un hombre.  

—Gracias —susurro en un tono débil que apenas es audible.  

—Vamos, te ayudo. Tienes que ponerte de pie.  

Y es ahí cuando me doy cuenta de algo: estoy temblando. Sus fuertes brazos me levantan sin esfuerzo, como si fuera una muñeca sin vida. Se me borra la capacidad de hablar. Sebastián me arrastra fuera del callejón y me lleva hasta un auto de lujo.  

—¿Qué haces?  

—Tranquila, solo intento ayudar. No soy un violador —ladea una sonrisa de media luna que seguro conquista a todas, menos a mí.  

No menciona nada más. Subo al auto, me abrocha el cinturón de seguridad y enseguida arranca. Me tomo un par de segundos para procesar lo que acaba de ocurrir. Si no hubiese sido por este hombre... solo pensar en lo que iba a hacerme el idiota aquel me da escalofríos.  

—Hemos llegado —anuncia luego de un viaje de media hora.  

Sí, conté los minutos exactos. Me asomo y trago grueso; una enorme mansión aparece delante de mí, rodeada de un espeso bosque y hectáreas de campo verde.  

—Es hermoso, ¿no te parece?  

—Sí —me limito a responder.  

Bajo del auto. Mis piernas siguen temblando y no me siento bien. Sebastián rodea el auto y es quien me ayuda.  

—Tranquila, entremos para que descanses.  

No me fío de él, de nadie, aunque hay algo en su mirada que me tranquiliza. Por eso dejo que me conduzca hasta el interior, que es cálido.  

—Buenas noches, señor Winston —le saluda una anciana de ojos marrones.  

—Ana, prepara una habitación, por favor. La señorita Hill se quedará esta noche.  

—Enseguida.  

Quiero decirle que no es necesario, pero la verdad es que no tengo fuerzas para rechazar su oferta, contando que me sigue sosteniendo con los brazos.  

—Tranquila, todo estará bien —arguye con tanta seguridad que me aterra.  

Me lleva hasta la sala de estar, donde me siento en un sofá extremadamente amplio y de buena calidad.  

—Espera aquí, te traeré agua.  

Sebastián se aleja y cierro los ojos, respirando hondo, tratando de calmar mi corazón acelerado. Mis ojos se llenan de lágrimas. M*****a sea, el embarazo me está volviendo una llorona.

—Estamos bien —toco mi vientre—. No nos pasó nada, bebé.  

Sebastián no tarda en regresar con un vaso de agua y unas pastillas.  

—Son analgésicos para el dolor —me dice al ver la incertidumbre en mi mirada.  

Asiento lentamente, pero al tomarlas con la mano, un fuerte dolor me invade en el vientre. Me quejo; es como un calambre que recorre mi cuerpo.  

—¿Debby? ¿Estás bien?  

—No, no me siento... bien...  

Me quejo al doblarme del dolor; las pastillas se caen al suelo. Sebastián grita algo que no logro comprender, porque mi visión se enfoca en la sangre que se desliza por mis piernas. Mis ojos se llenan de lágrimas.  

—¡Llama a una ambulancia! —exclama él.  

Me sostengo de sus brazos. No quiero perder a mi bebé, no quiero. Entre sollozos, confieso lo que tanto me ha aterrado decirle al mundo entero:  

—Estoy embarazada.  

Acto seguido, pierdo el conocimiento.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP