DEBBY
—La mesa cinco necesita más café.
—Enseguida.
Muevo el cuello con estrés. Llevo más café para los comensales, un matrimonio joven con un bebé en brazos. La chica le lanza una mirada de desprecio al chico, que no deja de fijarse en mis tetas. Maldición.
—Debby, ¿verdad? —él se inclina hacia adelante, con la falsa intención de mirar y leer mi nombre en la placa que llevo a un costado del pecho.
—¿Gustan ordenar otra cosa? —inquiero, mostrando la sonrisa falsa que suelo usar en estos casos.
—Sí, la verdad es que sí —responde, lamiéndose los labios.
Mis ojos se enfocan en la chica que carga al bebé; ella baja la mirada, tragando grueso. Por un segundo, pensé que le diría algo a su marido; me dio la impresión de que quería arrancarme los ojos, pero ahora parece todo lo contrario.
—¿Qué desean ordenar? —insisto.
No es mi asunto. He sobrevivido porque trato de no meterme en problemas.
—Quisiera tu número —expresa el chico, poniéndose de pie.
Me congelo al ver que reduce la distancia entre nosotros. Volteo a mirar a la chica, que sigue con la misma mirada perdida en algún punto invisible del suelo.
—¿Disculpa? —finjo ignorancia, mirándolo y luego a su esposa con el bebé.
—Me parece que me has escuchado bien —su cercanía pica en mi piel—. Debby. Qué hermoso nombre.
Toca un mechón de mi cabello, rizándolo con su dedo de manera vulgar.
—No lo veo correcto, señor —le doy un manotazo y guardo la libreta donde anoto los pedidos—. Me parece que su esposa está incómoda.
La mirada del chico cambia fugazmente; ahora parece más molesto que antes.
—¿Hablas de esa perra? No te preocupes, esa puta y ese bastardo no nos molestarán —ríe, mostrando sus asquerosos dientes.
Tomo una bocanada de aire, intentando mantener la calma. Llevo dos semanas en este trabajo y no puedo darme el lujo de perderlo. Seguir como socia en la empresa de maquillaje que fundamos América y yo sería un radar para que mi familia me encontrara y que el innombrable supiera tarde o temprano la verdad.
—Con permiso, enseguida les traeré la cuenta —giro sobre mis talones.
—¡No te he pedido la cuenta, zorra! —tira de mi brazo con fuerza.
El dolor se dispara hasta mi hombro. En cuestión de segundos, veo que la palma de su mano se acerca a mi rostro. Cierro los ojos, esperando el impacto, que no llega. Enseguida, los gritos y exclamaciones de los demás comensales me hacen darme cuenta de que el chico está tirado en el suelo, con la nariz ensangrentada.
—Me parece que esa no es la manera de tratar a una dama.
Esa voz... Levanto la mirada. Un chico castaño, de ojos azules y con un traje impecable, se afloja la corbata como si se estuviera preparando para una nueva pelea.
—¡Malnacido!
—Inténtalo y juro que pasarás cinco años en la cárcel, como mucho.
Esas palabras hacen que el idiota marido de la chica palidezca y salga corriendo de mala gana. Lo que me molesta, porque eso significa que lo que consumió me lo descontará el jefe.
—¿Estás bien?
Frunzo el ceño.
—Sí, gracias, pero no debiste hacerlo —murmuro.
La chica con el bebé me pide una débil disculpa mientras sale corriendo tras el imbécil, dejando un par de dólares.
—¡Debby, limpia este desastre y quiero que estés en mi oficina cuando termines! —grita el gerente desde el otro lado de la barra de cocina.
—Joder, joder —rechino los molares.
—Debby Hill.
Tenso el cuerpo y miro a mi rescatista. Él es el tipo de hombre que roba suspiros: apuesto, millonario y, por lo que parece, bueno en la cama. El problema es que ya no me interesan los hombres por el momento, y para ser honesta, hay algo en su aura que me recuerda mucho al imbécil del innombrable.
—¿Cómo sabes mi nombre? —inquiero con cautela.
—Eres la empresaria de la famosa marca de maquillaje, Deluxeth. Te conozco porque el año pasado fui a una de sus presentaciones en Noruega; acompañé a una amiga —explica.
Dejo de respirar. No, no quiero que nadie se entere de dónde estoy. Dejé ese trabajo por mi bien y el de los demás. Estar aquí, en Texas, trabajando en un sitio de mala muerte por dinero que es una muy mala paga, es lo mejor que he conseguido. Llevo una vida tranquila y pretendo que siga siendo así. Joder.
—Perdona, qué desconsiderado. Soy Sebastián Winston, dueño fundador y abogado del bufete jurídico Winston Corp —extiende la mano en mi dirección—. Es un placer conocerte de cerca.
Me quedo mirándolo un par de segundos. Su sonrisa parece sincera. Si no estuviera embarazada del diablo, juro que le abriría las piernas... Bueno, no exactamente eso, pero saldría con él si me lo pidiera. No obstante, me han hecho daño y ahora no confío en ningún hombre.
—Gracias por la ayuda —no presto atención a su gesto—. Pero creo que es mejor que me dejes hacer mi trabajo.
—¿Trabajo? Eres millonaria... es decir, eres la socia mayoritaria de la empresa...
—Adiós —refuto.
Me alejo del tipo guapo y sigo con mi trabajo, que consiste en soportar a más idiotas que quieren meterme la polla, agarrar el trasero, verme los pechos y fantasear conmigo abierta de piernas. Al final de mi jornada, estoy exhausta. Sé que en unos meses tendré que dejar este trabajo por los cuidados del embarazo. Maldición, solo pensar en que una vida se esté gestando dentro de mí parece irreal. Nunca fui de las que soñaban con una vida como esta.
Ser madre no estaba en mis planes; ahora, no imagino no tener a este bebé.
—Mañana te quiero temprano, y te descontaré de tu paga el desastre que provocaste hoy —argumenta Tom, mi obeso jefe.
—Como quieras —ruedo los ojos—. Idiota.
Al salir, cruzo la calle y paso por uno de los callejones más angostos. Me detengo en seco; odio pasar por aquí. Cada vez que lo hago, siento que un asesino en serie me va a perseguir.
—Vamos, bebé —susurro, tocando mi vientre.
Camino rápido, disfrutando de la victoria diaria. Estoy a punto de llegar al otro lado cuando un tirón fuerte de mi cabello me detiene en seco. Mi mejilla choca contra la pared de ladrillo, y el impacto hace que mi visión se torne borrosa por unos segundos.
—Hola, m*****a puta. ¿Creíste que te saldrías con la tuya?
Reconozco esa voz... Es la misma del chico que intentaba acosarme. Su asquerosa lengua recorre mi mejilla y el ácido estomacal se me sube a la garganta. El miedo me paraliza.
—Joder, mira este trasero —sus manos estrujan mis nalgas—. Estoy seguro de que follas como una campeona. Me muero por verte rebotar en mi polla.
—No... suéltame... —logro balbucear con dificultad.
El aire se comprime en mis pulmones. Al verme acorralada, pienso lo peor, hasta que en dos segundos no lo tengo encima de mí. Solo escucho su quejido de dolor. Mis piernas se debilitan y mis rodillas impactan contra el suelo.
—¡Auxilio! —grita el tipo.
Tomo una bocanada de aire y, al voltear, veo que se trata del mismo castaño de ojos azules que me salvó en la mañana.
—Así no se trata a una dama, te lo dije.
Lo golpea fuertemente un par de veces. Me quedo anonadada al ver cómo sus puños se bañan con la sangre del tipo, lo que me provoca náuseas. Toco mi vientre; todo está bien, mi bebé y yo estamos a salvo de nuevo.
—¿Te encuentras bien?
Sebastián, si no mal recuerdo su nombre, corre a mi ayuda, poniéndose de cuclillas delante de mí.
—Yo...
—Estás helada —me interrumpe.
Se quita el saco y me lo coloca sobre los hombros. Abro los ojos como platos; nunca nadie había sido tan amable conmigo, al menos, no un hombre.
—Gracias —susurro en un tono débil que apenas es audible.
—Vamos, te ayudo. Tienes que ponerte de pie.
Y es ahí cuando me doy cuenta de algo: estoy temblando. Sus fuertes brazos me levantan sin esfuerzo, como si fuera una muñeca sin vida. Se me borra la capacidad de hablar. Sebastián me arrastra fuera del callejón y me lleva hasta un auto de lujo.
—¿Qué haces?
—Tranquila, solo intento ayudar. No soy un violador —ladea una sonrisa de media luna que seguro conquista a todas, menos a mí.
No menciona nada más. Subo al auto, me abrocha el cinturón de seguridad y enseguida arranca. Me tomo un par de segundos para procesar lo que acaba de ocurrir. Si no hubiese sido por este hombre... solo pensar en lo que iba a hacerme el idiota aquel me da escalofríos.
—Hemos llegado —anuncia luego de un viaje de media hora.
Sí, conté los minutos exactos. Me asomo y trago grueso; una enorme mansión aparece delante de mí, rodeada de un espeso bosque y hectáreas de campo verde.
—Es hermoso, ¿no te parece?
—Sí —me limito a responder.
Bajo del auto. Mis piernas siguen temblando y no me siento bien. Sebastián rodea el auto y es quien me ayuda.
—Tranquila, entremos para que descanses.
No me fío de él, de nadie, aunque hay algo en su mirada que me tranquiliza. Por eso dejo que me conduzca hasta el interior, que es cálido.
—Buenas noches, señor Winston —le saluda una anciana de ojos marrones.
—Ana, prepara una habitación, por favor. La señorita Hill se quedará esta noche.
—Enseguida.
Quiero decirle que no es necesario, pero la verdad es que no tengo fuerzas para rechazar su oferta, contando que me sigue sosteniendo con los brazos.
—Tranquila, todo estará bien —arguye con tanta seguridad que me aterra.
Me lleva hasta la sala de estar, donde me siento en un sofá extremadamente amplio y de buena calidad.
—Espera aquí, te traeré agua.
Sebastián se aleja y cierro los ojos, respirando hondo, tratando de calmar mi corazón acelerado. Mis ojos se llenan de lágrimas. M*****a sea, el embarazo me está volviendo una llorona.
—Estamos bien —toco mi vientre—. No nos pasó nada, bebé.
Sebastián no tarda en regresar con un vaso de agua y unas pastillas.
—Son analgésicos para el dolor —me dice al ver la incertidumbre en mi mirada.
Asiento lentamente, pero al tomarlas con la mano, un fuerte dolor me invade en el vientre. Me quejo; es como un calambre que recorre mi cuerpo.
—¿Debby? ¿Estás bien?
—No, no me siento... bien...
Me quejo al doblarme del dolor; las pastillas se caen al suelo. Sebastián grita algo que no logro comprender, porque mi visión se enfoca en la sangre que se desliza por mis piernas. Mis ojos se llenan de lágrimas.
—¡Llama a una ambulancia! —exclama él.
Me sostengo de sus brazos. No quiero perder a mi bebé, no quiero. Entre sollozos, confieso lo que tanto me ha aterrado decirle al mundo entero:
—Estoy embarazada.
Acto seguido, pierdo el conocimiento.
RUPERTEl mal genio no se me quita; de hecho, se me pudre más. Muevo el cuello con estrés; odio estar rodeado de gente en eventos que son una farsa como este. Han pasado seis meses desde que me comprometí y, ahora, hace dos horas que salí del maldito Ayuntamiento con documentos legales que me avalan como esposo de Débora Hill, la prima de Debby. Qué ironía.Cuando me presentaron a todas las posibles candidatas, ella era la última en mi lista; sin embargo, ninguna tenía lo que necesitaba: sangre fría y cabeza estable. Ambos sabemos que esto solo es un acuerdo común; no hay amor entre nosotros, nada. Tardé algunos días en descubrir el secreto que ocultaba Debby: es millonaria. Sin embargo, lo que aún no logro entender es por qué escapa de su familia y se hace pasar por pobre; incluso usó otro apellido por un tiempo.De cualquier manera, no me importa. Todo lo relacionado con ella es cosa del pasado, un simple juego de niños que terminó con mi polla bañada en su sangre en su cumpleaños n
DEBBYEl débil impacto de una bola de papel en mi nariz me saca de mi ensimismamiento y me regresa a la realidad.—Veo que estás distraída de nuevo.Levanto la mirada; el hombre de cabello castaño y ojos azules ladea una sonrisa de media luna que hace que todas las mujeres se derritan, menos a mí.—No es verdad —frunzo el ceño, bostezando—. Además, terminé antes; tengo tiempo de sobra.—¿Así es como le hablas a tu jefe? —ríe—. Debería pensar en despedirte.—Puede ser, pero no lo harás —me pongo de pie y estiro los brazos—. Me necesitas, Sebas.Han pasado dos años desde que mi vida dio un giro de ciento ochenta grados, desde que perdí lo que más añoraba y me rompí en mil pedazos, sin dejar espacio en mi vida para alguien más. Dos años desde que Sebastián Winston apareció en mi camino como un maldito ángel.No solo me ofreció su ayuda sin nada a cambio; además, me dio alojamiento, trabajo y comida. Es un buen amigo, el mejor, después de América, claro. Es un abogado reconocido y famoso
RUPERT—¡Ah!Odio escuchar los gemidos falsos de mi maldita esposa; su actuación comienza a fastidiarme. Hace dos años que me casé con la víbora más poderosa de todo San Francisco. La única razón por la cual me uní a esta farsa es porque necesitaba incrementar mi fortuna y obtener el apoyo social y prestigio de Alejandro Hill, el magistrado, político y millonario, tío de Débora.Jamás he tenido fallos en mis planes, solo uno que se me fue de las manos y en el que he estado trabajando durante dos años.—Ah —suelta un suave gemido cuando me derramo en su interior.Un hijo es todo lo que me falta para sellar mi alianza con los Hill; un jodido hijo. Puede que piense con la cabeza fría y sin corazón, pero cuando Débora salga embarazada, ese niño me dará lo que más quiero: poder, prestigio y las armas para derribar a mis rivales. ¿Qué puedo decir? Soy demasiado competitivo.Una vez que obtenga todo lo que deseo, me divorciaré y me haré cargo del niño, pero jamás perteneceré a sus vidas. Des
DEBBYVer el rostro de mi hijo es algo que me llena de paz; lo amo como nunca amaré a nadie. El problema radica en que, desde que acepté regresar al infierno del que he estado escapando, no puedo evitar ver al diablo en su mirada verde. Ana tiene razón: mi bebé tiene el mismo ceño fruncido que el innombrable.—Pareciera que sabe que no estarás a su lado —observa Ana, acercándose y mirando con admiración a mi bebé.—Insisto, su mirada a veces es un poco... —dice, mientras respiro hondo.—Promete que vas a cuidar de él como nunca —la interrumpo. Seguir pensando en a quién no deseo ver hace que me den aguijonazos en el estómago—. Es todo lo que tengo, mi mundo entero.Abrazo a Mateo, quien descansa su cabecita en la curvatura de mi cuello.—Lo juro, niña, no tienes nada de qué preocuparte. Verás cómo esas dos semanas se pasan rápido —me asegura, dibujando una suave sonrisa cálida que me deja un poco tranquila.Podría rechazar a Sebastián; de hecho, toda la noche he pensado en los pros y
DEBBYNo puedo evitar maldecir para mis adentros; a veces, la vida tiene una forma extraña de jugar con mis emociones. El destino se burla una vez más de mí. Mis pensamientos están atrapados en un torbellino de recuerdos de un pasado que me he esforzado por mantener enterrado, pero ahora que me encuentro frente a él, todo se va por la borda. Justo cuando creía que podía relajarme, aparece con su aire despreocupado y su traje negro, que solo resalta el verde intenso de sus ojos, los cuales siguen anclados en mí, estudiando cada uno de mis movimientos como si yo fuera un mono de circo, una atracción extraña. Maldito.Mis pasos se detuvieron al llegar al círculo de hombres que me desnudaban con la mirada; la mayoría de ellos veía mis pechos. «Enfermos».—Un placer conocerlos —rompo el breve contacto visual con él y me enfoco en los demás.—Dios, ¿eres real? —ríe uno de ellos—. Soy Steve Dunts, abogado en Manhattan. Un placer conocerte.—Deberías dejar a este imbécil; yo te pagaría el tri
RUPERTEs interesante cómo las personas tratan de sostener las mentiras durante tanto tiempo. Eso es lo que le ocurre a la rubia que palidece frente a mí. Por el modo y las palabras que empleó hace un momento, pensando que se trataba de Sebastián Winston, llego a la conclusión de que ellos mantienen más que una relación de asistente a jefe.—¿Te comieron la lengua los ratones? —ladeo la cabeza, mirándola con la misma fascinación que el primer día.No me responde, retrocede e intenta darme con la puerta en las narices, pero soy más rápido y lo impido, empujando la puerta y entrando a la habitación.—¿Qué haces? —recupera el habla—. Vete.—Cuánta rabia hay en esos ojos, rubia —siseo—. Y cuánto miedo.Me encargo de asegurar con pestillo la puerta a mis espaldas, mientras ella hace un mediocre intento por parecer una mujer fuerte, pero yo sé quién es en realidad.—¿Qué haces al lado de Winston? —inquiero, metiendo ambas manos en mis bolsillos—. ¿Y por qué has regresado a San Francisco?—N
DEBBYNo he podido dormir; mi encuentro con el que no debe ser nombrado me dejó paralizada de miedo. Sin embargo, me empujé a enfrentar la situación; ya no puedo ser aquella chica enamorada y débil que era antes, especialmente ahora que soy madre. Mateo es mi mundo, uno qué pienso defender, aun cuando se trate de luchar en contra de su propio padre. El sonido de la alarma tampoco ayuda demasiado. ¿Esa es la alarma? No... espera... Abro los ojos lentamente, procesando todo, hasta que me doy cuenta de que es mi móvil el que suena.—Maldición.Me pongo de pie a tumbos y llego hasta la mesilla de noche sin verificar el número entrante, ya que el sueño matutino me golpea con fuerza.—Bueno...—¡¿Por qué no me dijiste que eras la hija perdida de los Hill?! —exclama América.Abro los ojos como platos al reconocer su voz; sus palabras me recorren con un escalofrío desde la punta de los pies hasta la cabeza.—¿Qué has dicho? —inquiero con cautela, sintiendo que mi corazón está a punto de salir
RUPERTTenso el cuerpo, cansado de maquinar mis siguientes pasos. La rubia no debió haber vuelto; debió haberse quedado en la cueva donde se escondió por dos años. Hace tres horas que llegué al bufete, el hecho de no poder dormir acelera mi pulso y me pone de mal humor. Sin embargo, lo que más rabia me da es que la culpable sea la rubia de ojos grises; jamás me di cuenta de que usaba lentillas para ocultar el verdadero color de sus pupilas.Observo todo desde el enorme ventanal de mi oficina. En poco tiempo darán las siete de la mañana. La ciudad es un mosaico de luces tenues y edificios, una jungla de concreto y acero. El sol apenas empieza a despuntar en el horizonte, proyectando sombras alargadas sobre las calles desiertas.Sigo ardido. Me siento en mi escritorio; el aroma del café recién hecho impregna el aire. Por un momento, me dejo llevar por la calma que precede a la tormenta, pensando en qué haré con el regreso de la rubia. La paz es efímera; ya que la puerta se abre de golpe