Capítulo 3

Rosario recorrió todo el barrio preguntando, con vergüenza, si algún vecino podría haber visto a sus hijos. Cada tanto volvía a su casa, siempre por el mismo camino, pasando frente al almacén de Carlos. El hombre la miraba con sus treinta y largos años, al principio con sus ojos desafiantes. Sin embargo, con el pasar de las horas, entendía que esa mujer estaba desesperada.

    Al rededor de las 20 horas, tal vez en uno de los últimos recorridos que se cruzarían, decidió hablarle.

— Rosario, espera.— Intentó correr para cruzar la calle de barro, llena de cráteres.

-¿Qué quere?— Respondió seca, agresiva, creyendo que podía volver a atacarla con sus palabras.

-¿No sabe nada de lo nenes?— Sus parpados mostraron clemencia y tregua, aunque sea por ese instante.

— No.— Exclamó firme, pero con su voz entre cortada, propia de la angustia que crecía dentro de ella. – Necesito preguntarte algo. No me bardee.— Suplicó

— Decime.—  Se reivindicó con un tono de voz más ameno, comprensible.

— Cuando yo…— Titubeaba de la vergüenza.— Cuando yo me iba de gira…— Observaba las piedras del suelo, para no sentirse culpable ante sus ojos.— Cuando yo me iba de gira ¿Ello tardaban tanto en volver?— Finalizó, esta vez contempló la mirada de quien tenía en frente.

— Mira. La verdad que no.— Carlos fue directo pero suave. Cada tanto sabía manejar las charlas. Por lo menos, había sido el único que terminó el secundario en esa cuadra.

— Gracia Chancho.— Rosario golpeó su hombro y le regaló una sonrisa. Él se la devolvió, no porque disfrutara de su apodo de la infancia, sino, porque entendía que aquella chica estaba más débil y vulnerable.

— Rossy, espera un segundo— Carlos volvió rápido a su almacén y le dio un paquete de fideos y una salsa. – Toma, come algo. Voy a estar para lo que necesites.—

— No tene porque dármelo. Igualmente gracia.— Agachó su cabeza y se fue con las cosas en sus manos.

— Ro…— Levantó un poco la voz, casi gitando.— Por favor no caigas.— Su cabeza la inclinó hacia un lado. Sus ojos trataban de mostrarle ternura y esa dificultad para tragar saliva deseaba demostrarle que quizás realmente él estaba para lo que necesite. Le pedía que esta vez no se deje manipular por sus adicciones.

     Rosario no dijo una palabra, arrastraba sus pies del cansancio que tenía, pero también de la falta de energía. Ese cuerpo sólo había comido unas galletitas y posiblemente, antes de eso, estuvo varios días sin ingerir comida.

     Llegó, lanzó un suspiro y con él, unas lágrimas de dolor. Miró la cama de sus hijos y no sólo que ellos no estaban, sino que volvía a darse cuenta lo que había hecho. << ¿Estarán bien? ¿Me extrañaran?>> se preguntaba, internamente, esto y millones de dudas más, que nadie le contestaría.

     Abrió la garrafa, prendió el fuego y puso una precaria olla con agua para hervir los fideos. Su estómago, no distinguía si tenía dolor de panza o si la angustia la carcomía por dentro. Seguro eran ambas. Sus ojos se concentraban en la leve llama, a pesar de que estaba al máximo. Recordaba el nacimiento de Cachi y una sonrisa intentaba formarse en su rostro. Sabía que a pesar de su ausencia, él era quien los mantendría a salvo. Aquel hombrecito era duro para expresar sentimientos pero daría su vida para darles paz. Pensó en Ramiro y Bárbara, tenía la certeza que el negrito cuidaría de su hermana, como si fuese más su vida.

     Transcurrieron los minutos y sirvió su plato. Comió en el silencio. En un silencio tan ruidoso que sus pensamientos la perturbaban. Intentaba ignorarlos. A pesar de que lo estaba logrando, la abstinencia la volvía a atacar. Devoró los fideos. Miró el reloj y eran las nueve y media de la noche. No tenía sueño y si lo tenía, estaba tan alterada que su cabeza no permitiría que duerma.

      Se arrojó a la cama y comenzó a saltar. Parecía poseída .Su frente transpiraba frío, su lengua estaba seca y su cuerpo pedía consumir algo poco saludable. Al cabo de un tiempo, ya estaba agitada. Tomó las sabanas e hizo la cama. Un instante después, corrió las sillas y luego de un segundo, volvió a acomodarlas. Miró el reloj y no habían pasado ni siquiera diez minutos. -¿Qué hago? ¿Qué hago?— Repetía una y otra vez en su cabeza, pero también en voz alta. Se agarraba del pelo y se lo estiraba para reaccionar, aunque sea un momento. —Necesito paco ¡necesito paco!— Reiteraba, aumentando el tono de voz — ¡No! No, no, no. — Se interrumpía alejándose. —Pantalón, pantalón, ¡¿Dónde está el pantalón?!— Se alteraba más y más. Su cuerpo, continuaba agitado y sus manos comenzaban a temblar. Recogió todos sus precarios jeans. Buscaba en los bolsillos alguna dosis perdida. Sacaba papelitos, pero dentro no tenían nada. Estaba violenta y alterada.

      Salió de su casa a toda velocidad. Se tapó bien la cara y empezó su recorrido. Decidió ir hacia el lado contrario de donde fue durante todo el día. Cuadra a cuadra, se metía todavía más adentro de la villa. Los pasillos se hacían más pequeños y las casas, parecían tener en su interior más personas que metros cuadrado. Luego de unos quince minutos y doblar en varios pasillos, se paró frente a una pequeña casa de material. Los cables demostraban la ilegalidad de las conexiones y la luz que salía, evidenciaba que poseían un televisor led de 50 pulgadas. Posiblemente, no era obtenido de forma honesta.

     Golpeó sus palmas y luego de un instante, alguien salió del interior.

-¿Qué querés?— Era una señora, un tanto mayor.

— ¿Esta el Brian?— preguntó, posando su cara entre medio de la reja y sus manos apretándola fuerte.

— Si, ya sale.— Respondió y se metió enseguida a su casa.

— ¿Venis por “vitaminas”?— Sonrió de forma socarrona, un joven alto y flaco sin remera, que se acercaba a ella.

— No ando con billete.— Respondió muy alterada.

— Sabe que esta todo bien, muñeca.— Acariciaba su rostro.— Yo te puedo regalar astilla si entrá y hacé tu trabajo.— Ella se alejó ante la sonrisa sin varios dientes.

— No vengo a tomar nada, Brian. Necesito tu ayuda.— Contestó apartándose un poco más de la reja y mirando hacía todos lados.

— Yo guita no te doy y si queré paco, ya sabé lo que tené que hacer.— Respondió mafioso.

— Necesito encontrar a mi hijos.— Se acercó de golpe, llorando, poniéndose cara a cara con el vendedor de droga. – Por favor, vo tené gente por todo lado. Dame un dato.— Lo intentaba tomar de la nuca, pero éste se negaba.

— ¿Que te cree que soy, policía?— Levantaba la voz, exhibiendo un poco de ebriedad y alteración por el consumo de droga. – Yo vendo pendeja. No ando con otra gilada.— Exclamó tajante.— Ademá, loca ¿Cuanta guita hay para ese dato?—

    Brian además de ser el vendedor de droga del barrio, se creía comerciante. Sentía que lo respetaban imponiendo el miedo y  consiguiendo poder. Pensaba que era un gánster de los años 40, donde mandaba el que más favores daba.

— No tengo guita. Haceme lo que quiera, pero por favor decime donde están.— El llanto era intenso y desgarrador.

— ¡ja, ja!— Reía irónicamente. – Esto es por guita, sino tomatela.— Respondió gesticulando con sus manos, echándola.

— ¡Hijo de puta, ¿me cagá la vida con toda esta porquería y no me ayudá?!— Lo miraba odioso, violento.

— Vo solita te metite acá y si no queré quilombo, pega media vuelta y ándate. Sino, te meto un tiro ¡gila!— Situó su mano, en forma de arma, en la frente de Rosario.

— ¡Pegame un tiro gi!l No vale nada. ¡Basura!— Esperó unos segundos, los dos mantenían la respiración agitada. Estaban tan violentos, que ni el frío de la noche los tranquilizaba — ¡Tss!— Le escupió la cara — ¡Cagón!—

   Se alejó de allí, mientras Brian, el “dyler”, la amenazaba con matarla a ella y a sus hijos, si los llegaba a encontrar. Rosario no hizo caso y volvió a su casa. Se sentía alterada, pero presentía en su pecho una sensación gratificante de evitar consumir, aunque sea por un día, luchando contra ella misma.

                                         *  *  *

 

     

     Pasaron la noche, casi sin poder pegar un ojo. Ramiro y Walter se turnaban para cuidarse. Todos los ruidos eran nuevos y al no conocerlos, estaban más en alerta que nunca. Bárbara, era refugiada en los brazos de sus hermanos para que no se despierte.

     El sol inauguraba un nuevo día. Los pajaritos despertaban y la ciudad también. El movimiento, poco a poco comenzaba a ser constante y las amenazas parecían dispersarse entre la multitud. La hermana de ambos despertó.

— Necesito ir al baño.— Lloriqueaba todavía dormida.

— Hace acá al lado.— Respondió Cachi.

— No puedo. ¡Quiero al baño!— Levantaba la voz, encaprichada.

— Bueno nena, ¡pará!— Contestó alejándose. Se paró para pensar donde ir. La vida los volvía a enfrentar con la realidad.

— Cachi, vamo al bar de la esquina.— Respondió bostezando, Ramiro.

— Llevala vo.— Ordenó el hermano mayor.

     El negrito mufó y se paró tomándola de la mano a Bárbara. Le suplicaba que aguante, pero que también llore un poco para que los dejen pasar.

     Cruzaron la calle, abrieron la puerta y sintieron por primera vez el olor a café puro y facturas recién horneadas. El estómago de Ramiro se había despertado y murmuraba para que ingiera algo. Sin embargo, no podían hacerlo.

—Señor.— Le habló al mozo.

— ¿Qué querés nene?— Le respondió de cerca, pero lo suficientemente alejado para no sentir el feo olor que emanaban.

— ¿Puede dejar que mi hermana vaya al baño?— Consultó educadamente.

— Escuchame una cosa pendejo,— esta vez sí le hablo al oído con cara repulsiva,— toda esta gente que esta acá, gasta plata. Mucha. Si vos venís todo sucio, con olor a m****a encima, se van a ir y me van a echar, así que te lo pido bien, date media vuelta y llévatela si no querés que les pegue una patada en el culo a cada uno.— Se volvió a parar firme sonriendo, ignorando a los dos nenes.

    Ramiro se quedó perplejo, estaba enojado, furioso, pero no tardó mucho tiempo en arrastrar a su hermana para salir de allí. Carcomía su bronca pidiendo tener revancha, para poder darle una lección al mozo que lo había maltratado y humillado. No había tenido ni un poco de corazón para ayudar a su hermana. Se detuvo a mirarlo desde afuera, para recordar su rostro. Éste hablaba con la gente de las mesas y seguro lo hacía hablando mal de ellos.

— Negro.— Sintió a su hermana que lo tironeaba de la ropa. – Necesito ir al baño.—

Volvió a la tierra. Dio media vuelta, comenzó a correr con Bárbara hacía la estación. Cachi, estaba en la plaza y caminaba a su encuentro.

-¿Tan rápido hizo?— Le cuestionó.

— No nó dejaron entrar.— Respondió enojado.— Vamo a la estación.

    Tardaron menos de lo esperado. Se pusieron frente a los baños y le hacía señas a su hermana para que vaya al que estaba a la derecha, donde salían mujeres. Bárbara negaba con la cabeza y les pedía que la acompañen. Luego de un intercambio de miradas, Ramiro volvió a perder. La tomó de la mano y entró. Estaba vacío. Bárbara ingresó al cubículo. Luego de unos minutos, vociferó — ¡Terminé!— Salió un instante después. Cuando la tomó de su brazo, las mujeres que entraban pegaban gritos porque había un nene dentro. Ramiro pedía perdón y salió volando de la vergüenza.

     Corrieron y volvieron a la plaza, más precisamente al lugar donde habían dormido. Sus panzas les hablaban y el humor les jugaba una mala pasada. Bárbara y Ramiro atravesaron en diagonal a toda velocidad. Walter, se encontraba un poco más atrás, visualizando todas las personas que habían descansado allí y los observaba desafiante.

     Saltaron los pastizales y delante de su árbol, había dos jóvenes durmiendo con sus frazadas.

— ¿Qué hacen acá?— Los pateó Ramiro.

— ¡Qué hace, guacho!— Respondió uno que se paró ágilmente.

— Este e nuestro lugar, ¡salgan!— Retrucó el niño apartando hacía atrás de él a Bárbara, para protegerla.

— Nene, este lugar e nuestro. ¡Tomensela porque lo matamó!— Exclamó agresivo, haciéndose notar que estos dos tenían muchísimos más años de calle.

     Cachi llegó segundos después y al ver esta situación, agarró a sus dos hermanos de los pelos y los sacó al instante. Él sabía que no podían pelear y que debían sobrevivir lo más que podían. Además, debían guardar sus energías para encontrar un nuevo lugar para dormir, porque jamás ganarían.

     

      Transcurrieron las horas y el cielo comenzó a nublarse. La lluvia parecía llegar y ellos, daban vuelta por la ciudad. Ninguno hablaba. Se concentraban en mirar un sitio que los mantenga refugiados y lo más secos posibles, pero también observaban alguna posibilidad de comer. El recorrido fue arduo. Walter no podía soportar su hambre —Esperenme acá.— Les dijo y cruzó la vereda. Se puso al costado de una verdulería. Los clientes estaban adentro y quienes vendían también, salían sólo si le pedían algún producto que estaba afuera.

    Cachi, observaba detenidamente el accionar. Aspiró oxígeno. Ramiro sabía las intenciones e hizo lo mismo. Walter miró las bananas, mandarinas y tomates. Esperó que el empleado entrara al local y éste se abalanzó sobre las frutas. Tomó tres bananas, agarró algunas mandarinas pero el cajón colapsó y evidenció que estaba robándolas. Sus piernas volaban cuando escuchó el gritó de adentro -¡Deja eso pendejo!— Hablaba en un tono extraño, no parecía ser de Buenos Aires. Corrió y Ramiro, con su hermana de la mano, hizo lo mismo.

     Dieron vuelta a la esquina y continuaron a gran velocidad por dos cuadras más. El peligro parecía estar lejos de ellos. Se sentaron en la puerta de un edificio. Estaban agitados pero felices, aunque sabían que no estaba bien. Sin embargo, Ramiro entendía que sus vidas habían cambiado. Comieron todo en un momento. Sus panzas sentían un gran alivio y sus rostros, así lo reflejaban. Sonreían por la hazaña que habían conseguido

    Hicieron varias cuadras más, la lluvia comenzó a caer sobre sus frágiles cuerpos. A lo lejos, un edificio deteriorado y en construcción dejaba entrever una chapa abierta. No dudaron y se metieron allí.

-¡¿Qué hacen acá?!— La voz de un hombre mayor los atrapó por detrás.

— Nada, nada.— Contestó nervioso Walter, viendo la barba larga y desprolija del ocupante.

— Señor, no tenemo donde dormir, por favor ayúdenno y no no haga nada.— Suplicó arrodillado y entre lazando sus dedos Ramiro.

— Mmm…— El señor frotaba su pera y pensaba. Hizo una pausa larga para ellos, pero corta para el tiempo que había pasado. – Esta bien. Por esta noche pueden descansar en este lugar que es mi casa.—  Giró sobre su eje y les hizo señas para que lo siguieran. – Van a descansar en este sitio, es calentito y no tiene goteras. Mi cama esta en aquella punta. Sus necesidades háganlas en el baño.— Les señaló un pequeño balde, pero que les servía para la situación en la que estaban.

    Los chicos no hablaron durante todas esas horas. La noche cayó y la lluvia era tenue. Walter y Ramiro se turnaban para descansar, no querían perder de vista cada movimiento del hombre que estaba allí. Sabían los peligros que traía.

    El negrito fue el primero en custodiar. Abrazaba a su hermana con fuerza y le acariciaba la cabeza para que se relaje. Los minutos pasaban y su curiosidad le ganaba, necesitaba acercarse al señor. Se levantó e hizo unos pasos en puntas de pie. Estaba nervioso, pero la adrenalina era más fuerte. Cada tanto, miraba su retaguardia para saber si sus hermanos, en especial su hermana, seguían ahí, durmiendo.

— Disculpe.— susurró pidiéndole permiso a unos cuantos metros de distancia.

— ¿Qué necesita joven?— El hombre estaba con los ojos cerrados.

— Quiero hablar con usted, don.— Contestó sentándose de cierta forma demostrando que no le temía, pero que estaba preparado para salir corriendo.

— ¿Qué desea?— Le hablaba con un vocabulario extraño. Jamás había oído esas palabras.

— ¿Cómo se llama?— Preguntó intentando descontracturar el momento.

— Ramón, ¿y ustedes?— El hombre se incorporó y se sentó en su cama sin siquiera destaparse y abrir sus ojos.

— Yo soy Ramiro, pero me dicen negrito. Él…— Señalaba a su hermano que dormía.— Se llama Walter, pero le decimos Cachi. Y ella…— Apuntó a su hermana. --—Se llama Bárbara, pero le decimos Barbie.— Sonrió, porque la verdad el apodo no era el más sofisticado.

— Muy bien ¿Qué más desea saber?— Le cuestionó Ramón.

— ¿Podría darno permiso para vivir acá?— Los ojos de Ramiro contenían las lágrimas, imploraban piedad.

—mmm…—  El señor hizo una pausa. Se demoró unos instantes. – Puede ser. Debo observar como son ustedes y luego pensarlo. Ahora, debo dormir.— Contestó. Con su pelo tupido y desordenado se dio media vuelta.

   Ramiro volvió a su lugar. Se acurrucó junto a sus hermanos. Miró de nuevo a Bárbara y le sonreía, aunque ella no lo veía. La lluvia ya no se escuchaba y a pesar de todos sus contratiempos, quizás habían encontrado un nuevo comienzo para prosperar en la gran ciudad.

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