Capítulo 5
Diana permaneció en completo silencio, y después de un rato, cansada de seguir con esta farsa, anunció:

—Es muy tarde, me voy.

Nicolás se levantó para acompañarla, pero sus amigos lo detuvieron al instante:

—¡Diana necesita descansar porque no se siente del todo bien, pero nosotros que llevamos tanto sin vernos no podemos dejarte ir!

—Sí, deja que Diana vaya a dormir y quédate a divertirte con nosotros.

Diana liberó con suavidad su mano del agarre de Nicolás y dijo con calma:

—El chofer me llevará a casa, quédate.

Se marchó tan rápido que Nicolás ni siquiera tuvo tiempo de detenerla.

Al cabo de un rato después que el auto arrancara, Diana encontró en el bolsillo de la chaqueta un teléfono que no era suyo. Era el de Nicolás, con su característica funda negra.

Pidió al chofer dar la vuelta. Apenas se detuvo frente al bar, vio a Mariana bajando de un taxi.

Esta iba revisando cuidadosa su maquillaje en el teléfono sin prestar atención al camino mientras se dirigía hacia el área de los reservados. Diana, apretando furiosa el teléfono en su mano, la siguió.

Tal como sospechaba, Mariana se detuvo justo frente al reservado donde estaba Nicolás. Apenas entró, se lanzó a sus brazos.

Él la recibió rodeando su cintura y, acariciando su cabello con ternura, preguntó:

—¿Cómo llegaste tan rápido?

Mariana, recostada en su hombro, respondió con un tono de voz cariñoso:

—¡Te extrañaba! Vine corriendo apenas recibí tu llamada.

Nicolás se rio con suavidad:

—Eso merece una buena recompensa.

La besó apasionadamente en los labios, profundizando el beso con gran intensidad.

—¡Ya, ya, dejen de presumir aquí! —sus amigos, lejos de sorprenderse, bromeaban con una señal de complicidad.

Diana, observando todo desde la rendija de la puerta, sintió que se le helaba la sangre. Así que todos sabían lo de Mariana. Todos simplemente actuaban frente a ella.

—Nicolás, ahora que llegó Mariana, ¿podemos jugar algo más atrevido?

Sus amigos sonrieron de manera pícara mientras aplaudían, llamando a las chicas que habían estado antes. Pronto, casi todos tenían una mujer en su regazo.

El juego era simple: girar una botella y quien fuera señalado debía elegir entre verdad o reto. Después de varios giros, finalmente le tocó a Nicolás.

Todos aclamaban una y otra vez, elevando cada vez más la atmósfera.

—Nicolás, ¿cuándo fue la última vez? —preguntó alguien con una sonrisa atractiva. Todos entendieron rápidamente la insinuación.

Nicolás arqueó una ceja y respondió con indiferencia:

—Ayer, en el auto.

La revelación causó conmoción en los presentes.

—¡Carajo, qué crack! ¿Qué tal estuvo?

Mariana, completamente sonrojada, escondió el rostro en su pecho. Él sonrió y respondió de manera pausada:

—Me atendió muy bien, fue increíble.

—¡Jajaja, te lo dije! ¡Las amantes siempre son mejor que la esposa!

—Exacto, Nicolás. ¿Quién de nuestra posición no tiene algunas mujeres por ahí escondidas?

—Mientras lo mantengas en secreto, puedes disfrutar toda la vida. Diana nunca lo sabrá.

Los amigos besaban y manoseaban a sus acompañantes mientras hablaban lascivamente.

Al escuchar el nombre de Diana, la sonrisa de Nicolás se congeló al instante. Su expresión se tornó muy seria:

—No dejen que Diana se entere. Si no... ya saben las consecuencias.

—¡Sí, sí! ¡Diana nunca lo sabrá!

Cada palabra se clavaba en los oídos de Diana. Las risas continuaban en el interior, pero ella sentía su cuerpo dormido por el frío. Como un zombi, comenzó a alejarse sin rumbo alguno.

El chofer, notando que algo andaba mal, se acercó para ayudarla e intentó avisarle a Nicolás, pero ella lo detuvo:

—No me acompañe, quiero caminar sola. Y no le diga a Nicolás que regrese.

Diana dejó que el chofer se marchara mientras ella deambulaba por las calles desiertas. De repente, comenzó a llover torrencialmente, pero pareció no notarlo.

La fría lluvia solo la ayudó a ver todo con más claridad.

Caminó durante lo que pareció ser toda una eternidad, más tiempo incluso que aquella noche nevada cuando tenía diecisiete años y Nicolás la cargó en su espalda hasta casa porque se había torcido el tobillo...

Así que era cierto: el amor verdadero podía cambiar en un instante.

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