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¿Si no soy tan valiente para que he venido? Me lo pregunto mientras hurgo en mi pequeño bolso buscando las llaves del coche. Encima me estoy congelando, ¿por qué he dejado el abrigo en el coche? Refunfuño.

—Oye, espera.

Finjo no escucharle. Encuentro las llaves por fin, tintinean entre mis dedos y como mi chatarra no tiene mando a distancia tengo que acercarme (aunque quiero correr) y meter la llave en la puerta y abrirla.

—Eh, espera —me repite—. Maya.

Levanto la cabeza y el viento me quita el pelo de la cara. Alex tiene las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de cuero aunque saca una para apartarse los rizos castaños de la frente. ¿Y este qué quiere ahora?

—¿Qué quieres? Tengo que irme.

—¿Tienes o estás huyendo?

—Llevo conduciendo todo el día, quiero irme.

Hago el amago de refugiarme en mi coche pero su mano se cierne en mi codo, me da escalofríos pero antes de poder reprocharle, da un paso atrás. Ni yo entiendo por qué acaba de hacer eso ni seguramente él tampoco. Por primera vez en toda mi vida veo a Alex inquieto, sin saber qué decir. Se balancea en sus talones con la mirada fija en la punta de sus zapatillas, relucientes como las recordaba. ¿Ahora no puede ni mirarme?

—¿Puedo hablar contigo? —murmura.

Frunzo el ceño. No tengo muy claro si está avergonzado o si está haciendo esto por compromiso. O porque prepara una broma. O porque su hermano y la mía están liados y no quiere que me vuelva loco con el mini-él.

—No tengo nada que hablar contigo.

—Yo contigo sí. —Se rasca la nuca, veo que no puede mirarme ni dejar las manos quietas—. Quiero pedirte perdón.

La risa que me corre por la garganta es incontrolable. ¿Perdón? Pero si él es como Jane, cuando pide perdón nunca lo espera de verdad porque no creen haber hecho nada que merezca perdonarse.

—Sí, ya. Seguro.

—Lo digo enserio. No estuvo bien lo que hice, ni lo que hicimos ninguno de nosotros. Siento mucho todo—. Casi parece que realmente lo siente—. ¿Por qué no vuelves dentro y hablamos?

Lo escudriño bien. Alex nunca me pidió perdón en su momento que es cuando mejor me iba, cuando no necesitaba sus tonterías en mi vida para hacerme sentir cada día más miserable. De echo es que no necesitaba que se disculparan, solo quería que cesaran.

—Porque te repito que no tengo nada de qué hablar contigo, Alex. ¿Puedes alejarte? Tengo que salir con el coche.

Me monto tras el volante y azoto la puerta tan fuerte que el coche entero se sacude. Le cuesta arrancar medio gripado y el volante está ligeramente sensible hacia la derecha. Mientras me alejo, me reafirmo en lo que temía: mi valentía en la universidad, en Seattle, no sirve de mucho aquí porque mientras veo que Alex sigue parado en mitad del aparcamiento con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta, su presencia todavía despierta una mezcla de emociones en mí. Es abrumador.

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No le he dicho a mi madre que venía, se hubiera puesto como una loca si supiera que he asistido a una nefasta reunión con antiguos acosadores que nos hicieron la vida imposible. Han pasado años pero cuando camino desde la acera hasta la puerta principal, si lo escrutara mejor con la mirada, vería que quedan rastros de pintura roja en la valla que colinda con la casa de los vecinos de la vez en que Alex y Jane vinieron a pintar una gamba gigante con spray. Estuve toda la noche histérica intentando lavarlo porque no quería que mi madre viera que había llevado mis problemas a casa; al final se enteró y pintamos la valla de verde.

—¡Maya! —exclama cuando me ve tras la puerta—. Pensaba que vendrías el fin de semana que viene. Mary no está, ha salido. Pasa, pasa —. Su mano delgaducha se aferra al asa de mi maleta y la devuelve a mi habitación.

—He adelantado un poco la fecha, espero que no te importe.

Me parezco a ella, a ratos. Físicamente somos muy parecidas pero mi madre tiene un carácter fuerte, es valiente y una luchadora; madre soltera desde que mi padre murió. No recuerdo mucho de él, murió poco antes de que Mary naciera y yo era una cría de siete años a la que no se le ocurrió memorizar cosas de su padre: cómo se reía, cómo jugaba conmigo, algún apelativo cariñoso... No podía acordarme de nada, pero viendo a mi madre y viéndome a mi, creo que he sacado el carácter de mi padre: tenía que ser más tranquilo, apaciguado y tímido. Quizás por eso se enamoró de mi madre, porque ella llama la atención con su actitud, como lo hace Mary.

—¡Por supuesto que no! ¿Cuánto te vas a quedar?

—No lo sé, una semana supongo, tengo que entregar un trabajo en clase para primeros de Octubre pero hasta entonces no tengo prisa. Tampoco le he dicho a Mary que venía. —Estoy a punto de preguntarle si tiene idea de que Mary tiene novio y quién es él, pero me muerdo la lengua—. Será sorpresa.

Hace frío, el viento silva por las ventanas y estoy tomándome un café bien caliente para cuando mi hermana llega. Trae el frío de la calle y juraría que cuando se sacude en la entrada el abrigo tira copos de nieve al suelo. Carraspeo. Mary levanta la cabeza y los ojos oscuros como los míos se le abren a lo grande, igual de grande que la sonrisa que le sale antes de abrazarme.

Somos buenas hermanas, quiero a Mary y me preocupo cada día por ella, por lo que le pasa en el instituto.

Espero que se pegue una ducha para coger temperatura y la espero en la habitación que compartíamos antes de que me fuera. Antes teníamos una cama pequeña cada una, la suya siempre más colorida que la mía y ha transformado el cuarto en uno muy de adolescente con posters y un olor a zapatos y colonia bastante rancio. Compartimos las cama las veces que vengo de visita.

—No sabía que tenías novio —comento.

La pillo desprevenida, casi se le cae el cepillo de pelo de las manos.

—¿Eh?

Me río.

—No te hagas la tonta, sé que estás saliendo con un Peyffer.

Se asegura de que la puerta esté cerrada y baja la voz.

—Mamá lo sabe también. —Vale, eso sí me sorprende—. No te lo quería decir porque mamá me contó lo que te pasó en el instituto con su hermano... —Se gira y se acerca veloz a la cama—. Denver es un buen chico, me gusta mucho mucho mucho, y me trata bien. Mamá lo tuvo que conocer para darle el visto bueno y hasta a ella le cae bien.

Me siento un poco policía interrogándola por su relación adolescente cuando debería alegrarme por ella. Está teniendo una adolescencia de lo más normal. Y si nuestra madre ha aprobado esto es que ese chico es bueno.

—Que no pasa nada. Me alegro por ti.

—¿De verdad? —Espera que asienta, y cuando lo hago se le relajan los hombros—. Te caerá bien, como no pensaba que estuvieras aquí lo he invitado a cenar.

El chico es un adolescente de lo más normal, cuando llega a casa y llama al timbre, me asomo por la mirilla para ver un clon de Alex más bajito y con el pelo rubio y liso que no para de acicalarse con nerviosismo. Me cae al momento. Me sonríe y levanta la mano.

—Hola —saluda aunque sus ojos buscan detrás de mi espalda a Mary para sentirse refugiado en ella—. Soy...

—Denver, lo sé. Yo soy Maya, la hermana mayor de Mary.

Aprieta los labios y se pasa las manos por los pantalones vaqueros. Tiene el mismo tic nervioso que su hermano.

—Umm... Oye, perdón por cómo es mi hermano...

—No no —le corto. No quiero oír hablar de Alex, la verdad—. No te preocupes por lo que pasara entre tu hermano y yo —le sonrío porque creo que eso nos alivia a los dos—. Pasa, Mary está en la cocina poniendo la mesa. Me muero por ver si se vuelve una tontita cursi contigo.

Cada vez que miro a Denver durante la cena me imagino a Alex; claro que si este hubiera tenido el pelo rubio y una actitud mucho más amigable. Pero son muy parecidos, los gestos, la forma de quitarse el pelo de la cara, la nariz algo puntiaguda y la mandíbula muy marcada como si la entrenaran. Y su ropa, siempre limpia e impoluta, las últimas marcas compradas con el dinero de papi y mami.

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