5

ALEX

La idea de ni siquiera acordarme de la mitad de cosas que ha dicho me hace sentir raro gran parte del día.

—Suéltalo.

Levanto la cabeza de mi cerveza.

—¿Qué?

Finch se ríe y no es por las tres cervezas que lleva. Esta rutina de venir al bar después del trabajo es tan habitual que ni cinco cervezas del tirón nos afectan como deberían.

—Estás empanado, ni siquiera has mirado a Jane, ¿has visto el escote que trae hoy? Te ha puesto las tetas en la cara y nada. ¿Qué te pasa? Llevas días raro.

Considero a Finch mi mejor amigo, se toma las cosas serias enserio y las tonterías a broma. Y que Jane me ponga las tetas en la cara es una mala broma. Tuvimos lo que tuvimos en el instituto y durante el siguiente año ya sólo follábamos, nada de salidas ni de que viniera a cenar a casa. Dejamos de ser populares que era lo único que teníamos en común.

—Ya lo sé, tío. Es que...

—¿Es por esa tía a la que le vas a arreglar el coche gratis?

—Sí.

—¿Y es porque piensas en tu hermano?

—En parte, sí.

Yo estaba medio bien antes de verla, con mis cargos de conciencia y esas cosas pero sin el peso tan grande de ser consciente de las consecuencias de mis actos. Nunca he pedido perdón. Nunca he sentido que fuera tan necesario hasta ahora.

—Pídele perdón, no puede ser tan difícil. Ahora no eres tan capullo, de echo, eres uno de los mejores tíos que conozco. —Sé que Finch lo dice enserio, pero no conoce a muchas más personas como tampoco me conocía a mi cuando hacía las gamberradas de idiota—. Eso de ayudar a una drogadicta el mes pasado todavía me tiene loco.

De vez en cuando hago mis buenas acciones.

Unas horas después ya estoy de vuelta en casa y solo ronda mi madre por ahí con una copa de vino en la mano. Son las siete de la tarde. No me molesto en decirle nada. Normalmente en casa cada uno va a su bola, solo estuvimos unidos cuando decidieron cambiar a Denver de instituto hará cosa de un año. Fue el único momento en el que se preocuparon como padres y yo cómo hermano; la diferencia es que ellos se relajaron una vez todo se solucionó y yo aún pienso en ello. Cada día.

Cuando vuelve de los entrenamientos de fútbol se pasa por mi altillo. Suelta la mochila por el suelo junto a una máquina recreativa del Street Fighter que tengo y se pone a jugar.

—¿Qué tal? —Cada vez le pregunto me preocupo por su respuesta.

Siempre es la misma:

—Guay. Tengo partido el viernes por la noche, ¿estarás?

—Sí, claro.

Levanto el libro para seguir leyendo pero con Denver aquí arriba apretando botones como loco no puedo juntar más de un párrafo. Me gusta el silencio, lo disfruto demasiado.

—¿Ha pasado Maya por el taller? —pregunta—. ¿Le has vuelto a pedir perdón?

—No ha servido de nada. ¿Por qué no la conocías de antes?

—¿Eh? —duda. Sigue aporreando botones—. Oh. No vive aquí. Mary me contó que está viviendo en Seattle por la universidad.

Asiento. No hago mucho con esa información.

—¿Crees que arreglándola el coche gratis hago algo?

Se ríe.

—Sí, arreglarla el coche gratis. Pensaba que eras más lanzado con las chicas, se te dan bien.

Sí, las chicas, los coches y el fútbol se me dan bien. Soy típico. Un hombre básico. Puede que por eso no esté llegando lejos en la vida. No he tenido metas. Y no voy a decirle a mi hermano que intenté ligar con Maya sin saber que era ella.

—¿A ti te servirían unas disculpas?

No me gusta hablar de esto con él. A Denver tampoco.

—No quiero hablar de esto —dice.

Así que le dejo tranquilo jugando a la maquinita hasta que se aburre. Cuando vuelvo a estar solo puedo empujar la ventana redonda del altillo lo suficiente como para que el aire frío entre y se lleve el olor al porro que me enciendo.

---

Mi vida no es interesante y por eso tengo tiempo para pensar. Sé lo que hice, lo mucho que incordiaba a la gente, pero también sé lo que no hice. Y me parece injusto cargar con lo mío y lo de otros.

El miércoles saco su teléfono de su registro en el taller; no me contesta las dos veces que intento contactarla y tampoco devuelve la llamada. Está diluviando y sé que ha estado haciendo de taxi para Denver y su hermana, por eso me sorprende un poco que me llamen a mi para ir a buscarlos.

—Tengo que irme.

Finch resopla pero se termina la cerveza de un trago. Del bar a taller no hay más de dos calles, le llevo en coche a que recoja el suyo y cada uno por su lado. Son las seis de la tarde, seis y media cuando llego al instituto y dos quinceañeros corren bajo sus mochilas hasta lanzarse a los asientos traseros de mi coche. Me escuece un poco que mojen la tapicería de cuero pero no digo nada.

—Gracias por venir —dice mi hermano.

Por el retrovisor veo a su novia, casi nunca me habla.

—Hola, Mary. Pensaba que tu hermana os estaba acercando a casa.

Se sacude el pelo mojado de la cara y me mira. Me reta con la mirada.

—Está haciendo cosas —responde sin más.

Visto lo visto decido mejor no preguntarle si puedo saber dónde encontrarla. La dejo en su casa y Denver se queda con ella.

—Me quedo a cenar.

—Vale, llámame para que venga a buscarte.

Me palmea el hombro y desliza por los asientos restregando más lo mojado. Le tengo envidia porque a parte de ser feliz a él le acogen en una casa tranquila para pasar algunas horas al día. Mary le hace bien y si a su hermana le debo el pedir perdón, a ella le debo dar las gracias por hacer feliz a mi hermano y sacarlo de casa.

Arranco el coche, mi idea principal es volver a llamar a Finch para beber cervezas otra vez o bien podría encerrarme en mi cuarto a fumar y leer un rato. Mientras me debato en qué hacer o no, doy vueltas con el coche, sigue lloviendo sin parar.

Entonces la encuentro. La lluvia le ha hecho refugiarse en una parada de autobús y apenas la veo.

—¡Maya! Sube.

No sé si tiembla o si niega con la cabeza.

—¡Venga ya! Te acerco a casa. No va a parar de llover en toda la noche y estás esperando un autobús que va en dirección contraria.

Lo duda, se levanta del banco metálico y ojea la ruta plastificada.

—Joder —escucho que dice—. Llamaré a un taxi. —Vuelve a decir—: Joder.

A sabiendas de que se me va a calar el coche, estiro el brazo y abro la puerta.

—Sube.

Se sienta de copiloto y subo la calefacción. El pelo oscuro se le pega a la cara, se lo aparta y resopla, cuando lo hace le tiemblan los mofletes.

—Llévame a casa, por favor.

—¿Voy a poder hablar ahora?

Mira hacia la ventana. Aun empapada de lluvia sigue oliendo a fresas.

—Estoy teniendo un día de m****a, Alex, no lo empeores.

—Solo quiero pedirte perdón una y otra vez, Maya. No soy el mismo gilipollas de antes y de verdad que me arrepiento, no te haces una idea de cuanto. Perdón.

La escucho suspirar, su abrigo de plumas sube y baja con su pecho. Le he visto el escote: tiene buenas tetas. ¿Y por qué coño estoy pensando en esto ahora?

—¿Tienes hierba? —Como si no me hubiera enterado, repite—: María o lo que sea...

No giro en ninguna parte, sigo recto hasta las afueras de la ciudad dónde conozco un sitio. Me rebusco en el bolsillo del abrigo y le doy mi cajetilla.

—Los más oscuros son porros.

—Ya, ya sé cómo son.

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