𝐏𝐑𝐈𝐌𝐄𝐑𝐀 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄:
𝐄𝐥 𝐩𝐞𝐜𝐚𝐝𝐨.
𝐃𝐞 𝐨𝐜𝐭𝐮𝐛𝐫𝐞 𝐚 𝐝𝐢𝐜𝐢𝐞𝐦𝐛𝐫𝐞 𝐝𝐞 𝟏𝟗𝟔𝟕.
𝟷𝟸 𝚍𝚎 𝚘𝚌𝚝𝚞𝚋𝚛𝚎 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟼𝟽
É𝚕
Si antes se hubiera acercado a mí un hombre de aspecto confiable ofreciéndome reproducir la película de lo que viviría en los siguientes días con pelos y detalles, y luego me preguntara si cambiaría algo para que eso no sucediera, estoy seguro que diría que no.
No me malinterpretes, soy un romántico después de todo. Creo en el destino y en un amor tan fuerte que es capaz de atravesar remordimientos. Todo esto viene a que, en mi hombro, cargaré uno que guardaré celoso en mi memoria, al lado del suéter de lana que ella tejió para navidad.
Pero hoy no hablaré de eso. Sino que recordaré con ternura la tarde siguiente a mi cumpleaños. Más concretamente, de los acontecimientos que me llevaron a mi muerte.
Para ponerte en contexto, no existía la salvación ni redención. Solo quedábamos ella, el jodido humo de cigarrillo que salía de sus labios y yo.
También están sus ojos claros, como el agua que roza la orilla de una bahía y su piel, pálida como el cielo que nos envuelve a ambos después de una de las peores tormentas del año. Podrían llamarle un aviso, una advertencia e incluso un mal presagio. Pero ninguno le hizo caso a pesar de saber que, con eso, no lograríamos que nuestra consciencia descansara. Sabemos que caminamos en una tierra sin Dios, donde la única salvación es la muerte.
Ella está quieta, aparentemente tranquila, y no supe si debía sentirme aliviado por su inesperada conducta ensimismada.
El viento gélido azota su piel blanca y le deja un radiante sonrojo natural en las mejillas. Pero a ella no le preocupa eso, cosas superficiales como si tiene el cabello arreglado o no. Sigue siendo hermosa, de todas las maneras que la he podido imaginar, en sueños y fantasías. Lo sabía, porque no había persona que no lo resaltara, y lo detestaba. Bromeábamos todo el tiempo diciendo que era "como un poema hecho por alcohólicos", real, pero ligeramente descuidado. Nadie más lo entendía. Porque nadie más la conoce como yo.
Eso me hace sentir único, como si fuera la única persona en el planeta que puede ver a una flor cálida crecer en el invierno.
Ella no separa sus ojos de la puerta. Tampoco se atreve a moverse y mucho menos a pronunciar una sola palabra. Solo está ahí, como si su alma hace rato se hubiera desprendido de su cuerpo y vaga por el lugar a sus anchas mientras grita: ¡Finalmente soy libre! ¡Escapé!
Observé el mismo punto, aquellos tablones color caoba. La rígida madera que separa su mundo del real, uno con el que sueñan todos, pero pocos son capaces de alcanzar. La misma puerta que fue espectadora de una ligera charla mientras observábamos las estrellas, buscando constelaciones y formas donde no las había para nosotros. Ambos, apoyados sobre el capó de su Mercedes-Benz plateado.
«Se vuelve imposible ignorar el montón de pensamientos y sensaciones que aparecen cada vez que paso esa puerta» señaló, apartando un mechón de su rostro y haciendo una pausa, como si estuviera hablando sola.
Continuó narrando en voz alta como ese fue uno de los múltiples regalos a su familia mucho antes de que ella naciera o incluso que su madre llorara por primera vez. Cuando recién construían la enorme mansión, ladrillo a ladrillo.
«¿Cuánto pudo haber presenciado en todos estos años?», se preguntaba.
Algunos espejos, muebles, cortinas y edredones también. Pero ellos nunca dieron las gracias, tampoco era como si hiciera falta.
Antes, en 1914, cuando se escondían como ratas en la Gran Guerra. Su familia anunció su retiro de la política de un país que lloraba la pérdida de sus hijos y esposos. Así, emigraron después de la Segunda Guerra a Castle Combe. Un pueblo cerca a la abarrotada Londres, con el propósito de implementar el nuevo negocio que habían desarrollado y perfeccionado en Francia.
El invierno golpeaba con fuerza en el oeste de la vieja Europa donde, por supuesto, la mano de obra era menos costosa. Porque se vivía, no, se sobrevivía por días. Ellos lo vieron como una oportunidad.
Es gracioso ver como los comerciantes y los extranjeros más pobres retirados del centro del pueblo con un legado de analfabetas (porque la guerra también entorpece la educación), los reconocen. Los ven con sus ojos rebosados de admiración, algunos de envidia y otros, un poco más atrevidos, de avaricia.
Sin embargo, nadie ha decidido hacer algo al respecto. Ni los más jóvenes o los más resentidos. Solo veían desde las sombras como caminaban aplastando sus cabezas, y pretendían no darse cuenta, algunos, a causa del miedo y otros, por pasividad. Aun así, fueron inteligentes, ya que en tiempos de desesperanza y hambre una oferta de trabajo estable era más que suficiente para reestablecer la esperanza que perdieron seis años atrás.
Me removí incómodo. Siento como un millar de hormigas trepan por mi espina dorsal.
Me pregunto qué le pasará a ella por la cabeza.
Cuando la vi, con el cigarrillo gastado entre sus dedos después de expulsar el aire con lentitud, me di cuenta que su mirada ya no estaba perdida, sino que se mostraba llameante, como la punta del cigarro. Eso sobró como respuesta.
—Pensaba que iba a sentir vergüenza —admitió. Tiró el cigarrillo y lo aplastó con la punta de su botín antes de continuar—, odio o incluso alivio. Me planteé muchos escenarios. Juro que lo hice. Pero de todos los sensaciones e imágenes que ahora rodean mi cabeza solo puedo decir que tengo muchas ganas de vomitar.
Me miró con sus ojos expectantes. Esperó que dijera algo ingenioso, algo heroico que aclare su ánimo. Pero de mi boca solo salió un:
—Hazlo.
No pude ver su expresión porque, en ese mismo instante, caminó en dirección contraria. Lentamente, aplastando las hojas que cayeron por el otoño en un ritmo que causa un frenesí inexplicable en mi corazón. No es la forma de caminar tan hechizante que tiene, sino mi mente desenfrenada que imagina que, cuando estuviera lo suficientemente lejos de mi agarre, se lanzaría a correr lo más lejos que pudiera, conseguiría una nueva identidad y se mudaría a las Bahamas.
Imaginé diez escenas iguales a esa en su trayecto, una y otra vez. Pero en ninguna de ellas yo corría para alcanzarla, aunque podía.
Debo estar loco.
A pesar de todo, no lo hizo. Ella no es así. Solo se acercó a un árbol, se recostó sobre él y vomitó. Desgarrando su garganta con los incoloros jugos gastricos que se escapan entre sus dientes.
Miré al suelo, a mi costado, a cualquier lado, en realidad. Hasta observé el cigarro que aún destellaba unos ligeros tonos naranja. Presencié como la llama de este se desvanecía, mientras ella seguía retorciéndose en la lejanía.
Odio verla fumar, lo admito. No es propio de ella y, ¿para qué? Si todo lo que rodea su vida le hace más daño que bien.
Pero nunca dije nada al respecto. Entonces, ¿qué me da derecho a seguir quejándome?
Sé que tiene problemas más graves que solo fumar. Además, eso relaja su ansiedad cuando está sola, observando la luna, porque la noche es el único momento que no comparte con nadie ya que aclara su mente. Así, aprendí a respetarlo con el tiempo, a verlo como una especie de analgésico.
Pero hoy no tenía mucha paciencia, entonces lo pisé con tanta fuerza contra el asfalto que su llama se apagó de golpe y su contenido se regó por todo el suelo.
Ahora yo tengo ganas de vomitar.
—¿Terminaste? —Grité, escuchando como las hojas crujen bajo su suela— ¿Te sientes un poco mejor?
Se acercó a mi lado, al mismo lugar que estuvo desde un principio. Conservando unos metros de distancia entre su aliento y el mío.
—No —contestó. Desató su trenza y las puntas de sus rizos cayeron sobre sus hombros desnudos—. Bueno, es cierto que me siento un poco bien, lo cual es, de muchísimas maneras, moralmente incorrecto. Pero no hay otra cosa en mi cabeza que no haya dicho ya... Eso me frustra, porque no puedo dejar de preguntarme si lo que hicimos debería sentirse así.
No se atrevió a mirarme.
Repasé sus palabras, las cuales no eran cuestiones exclusivas de ella y, supongo que con esa esperanza fue que se atrevió a decirlo en voz alta. Probablemente imagina que todo lo bueno y puro que restaba en su interior ya fue expulsado, con brusquedad.
Entonces, se me ocurrió decir que la moral es un tanto moldeable.
Esperé su reacción. Ella soltó una risa amarga y escupió en el suelo, dirigiéndose de nuevo a mí con un pequeño matiz de superioridad.
—No. Por supuesto que no. En ningún lugar esto está bien.
Debatió. Con esos ojos que retomaron la viveza que, segundos atrás, habían perdido.
—Pero sabes que estamos juntos en esto.
Hizo una mueca.
—Eso no responde nada.
Tiene razón.
Estoy en la misma situación de ella, comparto su dolor, su pasión e incluso su alma. La amo, más de lo que llegué a querer a cualquier mujer. La siento y la comprendo. Entonces, ¿por qué no siente empatía con mi dolor?, ¿por qué desea más de lo que le puedo dar?
Prefiero guardarme la duda.
—También tengo muchas preguntas en mi cabeza sobre qué pasará después, no soy un idiota como para no temer. Pero, aún estamos en un estado de shock —le propuse, acercándome con cuidado. Observándola, mientras ella ve al suelo y niega—. También podemos terminar con todo... De una vez.
—¡No!
Gritó y me abofeteó, con sus ojos inyectados en sangre.
Yo no la perdí de vista cuando nuestros alientos chocaron entre sí y formaban una bruma que parecía sólida. Que lucía real y palpable.
—Lo lamento, lo siento. Mira lo que te hice. Perdóname...
Admiré sus manos. Como tiemblan sus dedos a centímetros de mi rostro mientras la brisa acaricia su piel desnuda y pálida. Frágil, como una fina porcelana.
Está al borde de las lágrimas.
Mi primer instinto fue generar algo tangible entre nosotros y por eso conduje su palma a mi mejilla.
—No te vayas. Por favor.
—Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.
La abracé, con fuerza. Con una intimidad que no merece ser compartida, y ella sollozó.
—¿En qué momento dejamos atrás nuestra humanidad? ¿Será que ya no tenemos derecho a reír? ¿Es que nos volvimos monstruos en nuestro afán por ser héroes?
Acaricié su cabello. Se siente seco y quebradizo.
—Seguimos siendo humanos y esto, para mí, lo comprueba aún más. Porque continuamos cometiendo errores justificados por nuestra vanidad.
—Pero —ella puso sus antebrazos sobre mi pecho buscando libertad para secar sus lágrimas—... Yo no siento que cometimos un error. No quiero mezclar nuestras acciones con una eventualidad o un desliz.
Las manos de ella, pegadas a su pecho, aprietan su collar.
—¿Tu sí?
Preguntó, en un arrebato.
De repente entendí que todo lo que aprendí desde pequeño no sirvió mucho. Es una cuestión concluyente y una respuesta difícil de pronunciar. La más complicada que jamás me han hecho.
Aquí estoy, aferrándome al último e inestable hilo que me queda antes de caer al vacío y nunca regresar.
Ella ya tomó su decisión, solo espera que yo lo haga también. Entre salvar lo que falta de un pobre diablo o hundirme, para un bien que parece mayor. Pero, ¿a costa de qué?, ¿con la justificación de quién?
Siento como mi cabeza bombea. Admiro lo valiente que fue al tomar una decisión que, probablemente, condenaría su alma, (si es que aún gozamos de una). Lo cual me hace ver un idiota por seguir dándole vueltas.
Ella se quedó en silencio, expectante. Sabe que es una pregunta complicada.
—No, Sol.
Como si me liberara del peso del mundo entero, siento ganas de caer derrotado ante ella.
Entonces, una masa negra voló sobre nosotros y soltó un desgarrador graznido que provocó que su piel se erizara y sus hombros se encorvaran. Ahí recordé esa vieja conversación con mi abuela, la que creía perdida, bajo el calor del fuego en noviembre.
«... "Escucharás cantar a los cuervos su melodía del infierno cuando te encuentres entre la vida y la muerte". Eso repetían las personas, hace muchos años. Incluso, existen varias leyendas donde estas aves son la campana de la tragedia... Dios, solo espero que nunca se pose uno sobre tu ventana. Al menos no, mientras yo viva».
El estremecimiento de su cuerpo me recordó que esa fue la misma reacción que tuve cuando la abuela concluyó su cuento. Tal vez el temor me hizo recordarla, y preservarla hasta este momento tan importante. El instante donde se firma mi sentencia de muerte.
𝟷𝟼 𝚍𝚎 𝚘𝚌𝚝𝚞𝚋𝚛𝚎 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟼𝟽𝙳𝚊𝚙𝚑𝚗𝚎(𝙿𝚛𝚎𝚜𝚎𝚗𝚝𝚎)Dije que tenía hambre y mentí. Caminé hasta la cafetería solo para zafarme del grupo de personas que comenzaban a amontonarse frente la puerta de su habitación. Podría, incluso, compararlos con buitres volando sobre un cuerpo moribundo. Peleando por quien iba a arrancarle la piel primero.«¡Cómo me gustaría callarlos de una vez por todas, como lo hice contigo!», se me ocurrió. Pero no me atreví ni siquiera a murmurarlo. Estaban muy cerca.Conocía sus motivos: para venir a derramar lágrimas y a escupir sus palabras sin sentido hacía falta sed de poder,lo que todos anhelan, el mismo que deshumaniza y no perdona. Personas así no me sirven.Caminé sin rumbo por los pasillos del hospital, donde tengo
𝟸𝟶 𝚍𝚎 𝚘𝚌𝚝𝚞𝚋𝚛𝚎 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟼𝟽𝙰𝚗𝚜𝚎𝚕«—Deja de mentirte —me confrontó. Con unos ojos que me llevaron al mismo otoño que la conocí a ella—. Detente de una vez, antes que le causes daño a alguien más».El recuerdo de esa noche con él ha estado volando por mi cabeza todo el día. Aun no comprendo el porqué.—Glenn, ¿me estas escuchando?Charles parecía molesto con mi distanciamiento, el que notó a pesar de que no se atrevía a mirarme. Solo se concentró en su vaso de cerveza que rebosaba de espuma y a su vez, descendía delicadamente hasta tocar la mesa de madera y resultaba en ese singular semicírculo. Aparentemente ensimismado, como yo, en su propia cabeza y problemas.El tono que empleaba era autoritario como siempre, pero a la vez, difus
𝟶𝟿 𝚍𝚎 𝚊𝚋𝚛𝚒𝚕 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟻𝟸𝙰𝚕𝚎𝚝𝚑𝚒𝚊(𝙿𝚊𝚜𝚊𝚍𝚘)El tren viaja a gran velocidad y nos aleja de la ciudad principal, para llevarnos al campo. Lo sabía, porque con cada minuto que pasaba, los edificios se podían contar con los dedos, las personas con autos elegantes también desaparecían y todo era reemplazado por un paisaje lleno de árboles grandes que acompañaban las parcelas donde se cultiva.Nos transporta a un lugar que parece más calmado y sé que no tardaré en apreciarlo. Mi mente no para de imaginar todas las aventuras que tendré recorriendo campos llenos de dientes de león, pero algo me aprieta el pecho. Desde que tomamos este tren en la mañana con tanta urgencia, en el momento que me avisaron con un día de anticipación que arreglara mis vestidos para ir de visita a otra mansión, sin saber
𝟸𝟷 𝚍𝚎 𝚘𝚌𝚝𝚞𝚋𝚛𝚎 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟼𝟽𝙰𝚗𝚜𝚎𝚕(𝙿𝚛𝚎𝚜𝚎𝚗𝚝𝚎)Apenas alcancé el umbral de la puerta cuando un zumbido chillón me puso los pelos de punta.—¡No está respirando! —Un hombre vociferó. Llamando la atención de la enfermera que caminaba afuera— ¡Traedme eso!Con prisa, la mujer entró súbitamente en la habitación golpeando mi hombro para conducir una caja extraña llena de cables al lado del hombre con bata. No fui capaz de ver lo siguiente luego de que la puerta se cerró en mi cara.Qué alivio que pude volver a agarrar equilibrio en poco tiempo. Aunque ni una disculpa recibí.Los segundos siguientes se convirtieron en interminables minutos hasta que el tiempo se confundía en años desde que Alethia había sufrido una falla respirator
𝟸𝟸 𝚍𝚎 𝚘𝚌𝚝𝚞𝚋𝚛𝚎 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟼𝟽𝙲𝚑𝚊𝚛𝚒𝚜"No quiere más la sílaba tardía, lo que trae y retrae el arrecife de mis recuerdos, la irritada espuma, no quiere más sino escribir tu nombre. Y aunque lo calle mi sombrío amor más tarde lo dirá la primavera".—Pablo Neruda. Soneto XCVIII.¡Déjame ir! ¡Suéltame! ¡No me toques!Me levanté de un salto, con el cuerpo desnudo bañado en sudor. Recordando poco a poco los fragmentos de esa terrible pesadilla que tuve que vivir en ese abismo, mirando a cada extremo y verificando que ninguno es mejor que el otro.«Todo comienza y termina con las personas deseando el poder y sin él, prefieren morir antes de vivir en otra realidad». No olvido sus palabras. Las escucho mientras dormía y al despertar, ator
𝙰𝚕𝚎𝚝𝚑𝚒𝚊—Alethia. Despierta, pequeña.Esa voz suena tan cálida, tan dulce, ¡qué provoca que mi corazón salte en mi pecho de la emoción! Mi primer instinto fue ir tras ella, buscarla. Pero en cuanto abrí los ojos lo que menos me preocupó fue el murmullo.Estoy en un bosque.Hay árboles tan altos que besan al cielo, un río que luce como una delgada serpiente dormida y salvaje, hongos que brotan sobre las rocas mojadas allá, entre el musgo y el agua que interrumpe su ritmo, y las azucenas blancas florecen en ese hábitat frondoso a su lado. También, las aves baten sus alas y cantan todo tipo de melodías que arrullan, volando rumbo al sol que está en su mejor momento, brillando, sin fastidiar los ojos.Estoy descalza, pero las plantas de mis pies no sienten dolor cuando piso las ramas o alguna que
𝟸𝟺 𝚍𝚎 𝚘𝚌𝚝𝚞𝚋𝚛𝚎 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟼𝟽𝙰𝚗𝚜𝚎𝚕Alethia despertó cuatro días después de mi última visita. Pero seguro se arrepintió en el mismo instante que abrió sus ojos.—¡Es increíble que este periódico publique artículos tan amarillistas! —Evander vociferó, poseído por el coraje. Su mandíbula está pronunciada y sus brazos se extienden y mueven a conciencia propia, amenazando con lastimar a alguien con sus movimientos bruscos y torpes—. Y eso no es lo peor, ¿quién se atreve a escribir una columna pretendiendo que eres culpable del choque?Casi de inmediato, lanzó el periódico sobre la mesa.Nadie me miró. ¡Qué alivio! Pero es mejor alejarse, para prevenir.—Me gustaría saber —continuó su madre—, ¿
𝟸𝟻 𝚍𝚎 𝚘𝚌𝚝𝚞𝚋𝚛𝚎 𝚍𝚎 𝟷𝟿𝟼𝟽𝙰𝚋𝚎𝚕Es tan fácil engañar a alguien cuando está desesperado por una respuesta, ¡que da pena!—¡Pero si es nuestro detective favorito! —intervine rumbo a la mesa más alejada del local, donde el señor Glenn disfruta de una taza de café. Luego, nos dimos un fuerte apretón a pesar del disgusto que no se molestó en ocultar—. ¿Dónde dejaste a Watson?Reí para aliviar el ambiente. Aproveché para observar los movimientos de Ansel en busca de un punto flaco, pero no me dio nada. Solo asintió con lentitud y me enseñó la silla de enfrente, con los modales propios de un caballero.Parece que ya se acostumbró a mi humor. Que hombre tan aburrido.—Por favor, siéntese, Abel.Tomé una postura tranquila, imitan