Capítulo 1

LA MUJER DE LA BOLSA

El Tren se acercaba a gran velocidad hacia aquella antigua estación abandonada en antaño, donde desde lejos se apreciaba el tumulto de tambores de bastimentos vacíos que fueron abandonados por los usuarios de las bodegas. Quedaban cercanos el viejo almacén y la casucha de la estación con sus tablones destartalados por la inclemencia del sol y del viento.

De pronto, a lo lejos se desdibujó una figura de mujer en medio de aquel desierto. Me asaltó un halo de miedo y me persigné sentándome en mi asiento a la vez que escuché la algarabía del maquinista y los otros operadores que sobresalió por encima del rugir infernal del motor del tren. Eché una mirada al reloj y constaté que eran las Once y quince minutos, casi mediodía. Me extrañó que hubiéramos llegado tan rápido a esta parte de la vía. Habíamos adelantado, por lo menos, unos cincuenta minutos.

En breve, el ruido producido por el silencio de voces, pensamiento de los pasajeros, rugir de motor y el roce de las ruedas del tren contra los rieles, fue roto cuando se escuchó el silbato repetido de la locomotora y el estridente sonido del sistema de frenado contra el metal de los rieles. El tren nos bamboleó hacia adelante y hacia atrás a medida que disminuyó la velocidad para irse a detener poco a poco en el viejo andén de muchos años sin visitantes.

El Conductor o Capitán del tren, un viejo corpulento y tozudo vino avanzando desde la cola y pasó por mi lado en unas zancadas apremiantes desapareciendo de mi vista, le seguía muy de cerca un ayudante. Me dejé llevar por la curiosidad y me incorporé para seguirles los pasos y encarar a la viajera que había osado detener el tren en tan remota estación. Mientras caminaba me pregunté acerca de donde había salido y cómo había hecho para llegar a ese lugar y cada vez que tenía la oportunidad de pasar por alguna de las ventanas me asomaba para atisbar alrededor de la estación y no veía vehículos ni otro medio de transporte, tampoco lograba observar a la mujer.

Cuando llegué a las escaleras ya habían bajado del tren el maquinista, el conductor y algunos de los ayudantes, quienes estaban reunidos alrededor de una bolsa de tela de color gris con un amarre en mecate grueso. Se veía que la misma, por lo menos, debía tener en ese lugar unos veinte años. Todos estaban extrañados y manifestaban haber visto a una mujer en ese lugar haciendo ademanes para que el tren se detuviera, como los viajeros de otros tiempos.

La sorpresa aumentaba por cuanto al bajar del tren y buscar, en la estación y en su contorno no había señales de alma viviente, sólo se habían encontrado con esa bolsa de más o menos  un metro de altura por cuarenta centímetros de diámetro, conteniendo “No sé qué” en su interior y en ese lugar tan visible del andén. Las características de la bolsa hacían presumir que tenía muchos años a la intemperie y en ese mismo lugar. Esto se podía deducir por las marcas en el piso y las telarañas a su alrededor, sin embargo, esto parecía imposible por cuanto el tren pasaba por allí todos los días cerca de la una de la tarde y jamás la habían visto.

De pronto todos dirigieron sus miradas a sus respectivos relojes, constatando que eran las once y veinte minutos, cercano al mediodía. Se vieron a las caras unos a otros sin argumentar palabras. Alarmados el maquinista, operadores y ayudantes, subieron al tren, mientras que el conductor y su ayudante se quedaron parados muy cerca de mí viendo a su alrededor,  como tratando de identificar el lugar.

Estábamos en la Estación 27, sector La Cañada. En la parte superior  del quicio de la puerta de lo que fuera la oficina postal aún permanecía el letrero donde se leía “E – ESE – TE  - PUNTO - ENE – O – PUNTO - DOS – SIETE (Est. No. 27)”. A la distancia se observaba el viejo almacén y depósito donde un letrero en su pared, en letras mayúsculas, casi borradas, permitía leer la palabra “CAÑADA”.  Quise percibir algo más que no fuera aquel pesado silencio y el calor aplastante del lugar. La brisa no se movía.

El Conductor comenzó a mascullar entre dientes algo que para mi era inaudible y el ayudante espantado dejó escuchar sus pasos presurosos  sobre las tablas que conformaban el piso del lugar, elevando un fino polvo gris que se me hizo pegajoso al contacto con la humedad de mis fosas nasales, escapándoseme un estornudo que me hizo cubrir el rostro con las manos y al levantar la mirada ya el conductor no estaba, tampoco estaba el tren, sólo la bolsa gris, misteriosa frente a mí.

Intenté salir corriendo pero no supe hacia donde, apenas alcancé a dar unos pasos hacia atrás y tropecé con alguien a mis espaldas. Giré rápido sobre mis talones para enfrentarme con una mujer que llevaba un vestido largo, de aspecto sencillo, de color rosado, de falda ancha cuya parte superior o lo que sería la blusa iba muy ceñida al cuerpo, terminando su parte superior en un cuello alto con apliques en forma de encajes y las mangas largas terminadas en un adorno similar al del cuello a una usanza antigua.

La mujer estaba de pie, espaldas a mí, pero tan cerca que podía sentir el contacto de su cabellera castaña y el olor de su piel. ¡Oh no había olor! No pude expresar ninguna palabra, ningún gesto, el pánico me había invadido. Creí que me iba a desmayar, pero algo dentro de mí me advertía que si lo hacía sería mi fin.

De nuevo intenté correr, pero tropecé contra el voluminoso saco cuyas amarras cedieron  desparramándose a mi lado y sobre mí una sustancia similar a la harina de trigo sucia, parecida mas bien a cenizas, donde había pedazos de huesos, y de  cráneos; también observé pedazos de carne putrefacta y gusanos saliendo por todas partes,  envolviéndome una fetidez impresionante.

Comencé a gritar a medida que sentía que los latidos de mi propio corazón se incrementaban brotando por mis poros, por mi propia boca y una gran punzada se apoderaba de mis sienes perdiéndome en la nada. Me incorporé bañado en sudor y observé el preciso momento en que el tren se desplazaba a toda velocidad por el antiguo andén de la Estación 27,  distinguiendo a lo lejos la figura de una mujer parada al lado de una bolsa, imágenes éstas que se perdieron en la distancia.

Me persigné y con mi mano derecha recorrí mi pecho a la altura del corazón que palpitaba dislocado, persuadiéndome que no lograba tocar el crucifijo que siempre llevaba como dije en mi cadena de oro prendida al cuello. Busqué por todas partes y no la conseguí. Caminé entre el resto de pasajeros y me conseguí de frente al Conductor, quien se me quedó mirando con un dejo de alegría, luego argumentó: ¡Gracias a Dios ya pasamos La Cañada y todos estamos completos! Le pregunté a que se refería y me contó la historia de un demonio con forma de mujer que salía en la estación con un enorme talego y fue la causa de muchos accidentes de avalanzamientos a los rieles por parte de pasajeros obligando a que se cerrara la estación y sin embargo, de vez en cuando desaparecen viajeros del tren.

El Conductor me dijo entre tantos relatos, que en una ocasión estuvo a punto de perder la vida al bajar para recoger a la siniestra pasajera, pero se había salvado por cuanto al bajar y darse cuenta que no era la hora en que debía pasar por allí,  comenzó a rezar y logró subirse al tren, mientras que uno de los pasajeros que se bajó detrás de él nunca volvió a subir.

Han pasado más de treinta años de aquella horrible experiencia. Nunca me volví a interesar en escuchar otros relatos acerca de “La Mujer de la Bolsa”. Sin embargo aquí en la ciudad, una vez viajando solo, cerca de las once y media de la noche en la estación del Metro de la Hoyada,  se subió una joven mujer con un  morral de tamaño mediano, sentándose dos asientos más adelante, para luego bajarse en la Estación de Agua Salud.

Al quedarme sólo en el vagón me recorrió un escalofrío, pensé que era una corriente de aire o que el aíre acondicionado estaba muy fuerte, por lo que opté por cambiarme de puesto y caminar hasta el final del vagón y a medida que comencé a caminar sentí un fuerte vahído y que la temperatura subió hasta el grado de sentirme acalorado, por lo que decidí sentarme y en forma brusca el efecto desapareció.

Lo extraño de toda la situación es que justo donde me senté encontré un crucifico idéntico al que perdí en aquella experiencia en el tren, además que al persuadirme de la situación real me había sentado en el mismo lugar donde estuvo sentada minutos antes la mujer con el morral. Por eso, cada vez que viajo ya sea en tren o en metro rezo, rezo mucho para no volvérmela a encontrar y para que ese espectro no siga llenando su bolsa con los viajeros que extravía de sus caminos. 

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