Capítulo 4

EL INQUILINO

 (Parte I)


La primera vez que lo percibí tendría a lo sumo entre siete y ocho años. Para  entonces había una continua relación entre mi mamá y mi madrina de bautizo, Mercedes. Ella vivía con mis primos a los que denominábamos “Los Blancos”, aunque en realidad ese era su apellido. Estaban residenciados en un edificio de nombre Santa Rosa, en el sector del mismo nombre de lo que se conoce como Quebrada Honda, paralelo a la avenida Libertador, quedando muy cerca del Parque Los Caobos. Tanto este edificio como todas las demás construcciones de esa área de la ciudad fueron demolidos para darle cabida al modernismo y en la actualidad en ese lugar quedan el Teatro “Casa del Artista” y la Estación del Metro Colegio de Ingenieros.

 Los visitábamos con bastante frecuencia y, en tiempos de vacaciones escolares me quedaba en su casa. Para mí ellos eran mis primos ricos. Admiraba el tipo de ropa que usaban. Por lo general era ropa de tela muy fina y de colores claros. Mi tío, el papá de mis primos era un señor muy delgado y alto que con frecuencia usaba un “liquiliqui”  blanco o trajes claros. Cuando pasaban por mi lado me dejaban una agradable estela de fragancias. En ese apartamento comencé a escuchar por primera vez las palabras lino y seda.

Los más cariñosos conmigo eran mis primos Carmen, Luis, mi madrina Mercedes y la muchacha de servicio de quien no recuerdo el nombre, pero si que tenía seis dedos en cada pié. Los demás me parecían tan ocupados que no les daba tiempo de conversar conmigo. Llegaban en la tarde o comenzada la noche y se iban muy temprano por la mañana, salvo sábados y domingos que, por lo general, no estaban en la casa. Así que, como Luis estudiaba, Carmen y mi madrina trabajaban, compartía más tiempo con la muchacha del servicio, quien casi siempre estaba ocupada en sus quehaceres, cuyo mayor tiempo consistía en lavar o cocinar.

Aunque el resto de la casa me hacía sentir muy solo, me fascinaba quedarme en la residencia de mi madrina porque allí se respiraba a limpio, a bueno y a privado. Era mi mayor distracción, en vez de ver la televisión, buscarle conversación a la muchacha del servicio o salir de compras con ella y ayudarla a acomodar los víveres en la nevera y en la alacena.

Un día en que la muchacha de servicio me dejó sólo en la cocina mientras atendía una llamada telefónica en la sala, percibí un ruido que me llamó la atención. El sonido venía del apartamento de arriba y podría describirlo como cuando se lanza una metra o canica, es decir, esas pequeñas bolitas de colores, en vidrio, de piedra tallada o en metal, las cuales se agarran entre los dedos y se impulsan para que recorran un espacio o para que choquen con otras similares. Pues bien, el sonido era como el rodar de una de estas piezas, la cual se iba a estrellar contra la pared del fondo del lavadero de ropa del piso superior y rebotaba de nuevo hacia la cocina realizándose unas cortas pausas entre un lanzamiento y otro.

Traté de reparar en el número de supuestos jugadores de metras y hubo un pequeño silencio que fue roto por una especie de martilleo para continuar el sonido de la metra pero de manera diferente, ya que esta vez la dejaban caer y rebotaba varias veces para luego desplazarse en un rodar que era consumido por un nuevo caer de otra metra. Lo curioso del caso es que el sonido sucedía entre el área que debía corresponder a la cocina y al lavadero.

Después de haber percibido el sonido por primera vez, se me hizo una costumbre escucharlo a cualquier hora del día. En ciertas ocasiones el sonido era suspendido por un continuo arrastrar de cosas como muebles o mesas, quizás cajones muy pesados  y por martilleos consecutivos. Me imaginaba que en el piso de arriba había un niño como yo que jugaba con metras y otros objetos con los que hacía los ruidos detrás de la muchacha de mantenimiento y que a veces esta mujer arrastraba la lavadora o algún otro mueble pesado.

Año tras año fue pasando el tiempo y se sucedieron las vacaciones, pero también para que yo pudiera percibir que desde el cuarto que ocupaba para dormir y a veces desde el cuarto de baño, escuchaba los mismos sonidos. Cuando tenía como trece años, mientras paseaba con la muchacha de mantenimiento por el Parque Los Caobos, le dije acerca de los sonidos en el piso de arriba  que siempre había percibido, ya que me parecía ridículo que un muchacho de doce o trece años aún jugara con metras en la cocina o en el lavadero de un apartamento. Ella me respondió que también  oía los ruidos, pero que allí no vivía nadie. Me dijo  que ese apartamento tenía varios años desocupado. Pensé que era una broma suya y no le toqué más el tema.

Cuando regresé a las siguientes vacaciones, me encontré con otra muchacha de servicio y apenas percibí el ruido le pregunté que de qué se trataba. Sólo pude apreciar que puso cara de miedo pero no me respondió. Ese día como era sábado, apenas llegó mi primo Luis, le dije que fuéramos con la muchacha de mantenimiento al piso superior, que yo quería verificar algo. El levantando los hombros y haciendo una mueca en la cara como señal de extrañeza se me quedó mirando en silencio.

Al cabo de un rato le recordé el deseo que tenía de ir al apartamento de arriba y sólo me contestó “vamos”. Salimos del apartamento y apenas comenzamos a subir las escaleras empecé a percibir gran cantidad de polvo en el suelo de escalones y pasillos. Al llegar al frente del apartamento que tenía por piso lo que sería el techo del apartamento de mi madrina y de donde provenían los ruidos, observé que el mismo no tenía puertas. Fue entonces cuando le dije a Luis lo que yo escuchaba y el me contestó que podían ser las ratas ya que ese apartamento, como algunos pisos superiores, tenían mas de cinco años desocupados.

Me quedé pensando que mi primo tenía razón, eran las ratas. A partir de ese momento en adelante o los ruidos se hicieron más tenues y esporádicos o dejé de ponerle atención. Es decir, sólo a veces los escuchaba. Creo que les resté importancia. Al fin mi madrina se mudó para La California y el edificio fue demolido.

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