Capítulo 4: Tensión

Había pasado un día después de haberlo visto revolcándose con otra mujer, y ella estaba decidida en hablar con él respecto a eso. 

No planeaba mencionar lo del embarazo todavía. Estaba guardando esa carta para la reunión con sus suegros. 

Buscó a David y lo encontró en su despacho. Él solía trabajar desde allí y pocas veces tenía que ir a la empresa. 

No estaba solo. 

Se quedó detrás de la puerta para escuchar la conversación. 

—R-Rafael… Esta vez prometo pagarte, solo necesito un tiempo más —titubeó—. Ten, esto puede apaciguar las cosas. 

Mónica no podía ver, ya que la puerta estaba cerrada, pero David le había entregado una pequeña cantidad de dinero en efectivo a su enemigo. 

Rafael tenía un semblante serio y despreocupado. Agarró los billetes de mala gana. 

—No me agrada esto de estar recibiendo tu pago en pequeñas cantidades, Lambert —resopló—. Si sigues así, pronto tendré que cobrarme con otras cosas… Tu dedo, por ejemplo. 

El rubio se horrorizó ante tal amenaza, sabía que Rafael era conocido por no perdonar y dejar en la ruina a los que no cumplían con su parte del trato, pero todo el dinero que le debía… Era lo suficiente para quitarle la vida. 

—¡Vale! Ya entendí. Prometo que cuando regreses tendré una cantidad más grande —Lo empujó para que se fuera. 

Rafael sonrió con diversión, adoraba ver a sus víctimas suplicar piedad de una forma indirecta. Él seguiría esperando, porque mientras más tiempo pasaba, más se incrementaba la deuda. 

—Vendré pronto. 

David se sentó en su escritorio, cabizbajo y con el corazón a mil por el miedo que le tenía a ese hombre. Quería destruirlo, pero todavía no conseguía el poder suficiente. 

Rafael abrió la puerta y una Mónica asustada yacía del otro lado. Abrió los ojos, sin poder moverse por haber sido descubierta. 

Ella se quedó con la boca abierta al ver al enemigo de su esposo. Sus miradas se conectaron por un instante que bastó para retumbar sus corazones. Rafael sintió que la había visto antes, en el pasado. Y Mónica se quedó embelesada al detallarlo. 

Un apuesto y alto hombre de cabello castaño claro y bien peinado. Sus azulados ojos se oscurecieron por su mirada seria, eso no evitó que no lo apreciara. 

—Con permiso —dijo Rafael, pasando por su lado. 

Sin dudas, fue una leve conexión extraña la que sintió Mónica. Inhaló hondo para calmarse y enfrentar a su marido como estaba previsto. 

—Cariño, ¿podemos hablar? —preguntó su esposa, entrando con lentitud. 

—Ahora no, Mónica. Estoy muy ocupado —respondió, tecleando en su computadora con un estrés palpable. 

Los puños de Mónica se apretaron al lado de sus caderas y no pudo aguantar más. Tenía que expulsar esa rabia que sentía por haber sido engañada. 

—¡Sé que te acuestas con otra mujer! —exclamó. 

David dejó lo que estaba haciendo. Alzó el mentón para ver a su mujer con indignación después de una acusación seria como esa. 

—¿De qué carajos hablas? ¿Te has vuelto loca? —interrogó, arrugando todo el rostro—. Deja de pasar tiempo con Delia. Esa mujer te está lavando el cerebro. 

—Yo misma te vi, David. Ayer estabas con una pelirroja —masculló—. ¡Los vi teniendo sexo! 

La voz de Mónica se mantuvo firme. Su prioridad era salvar su matrimonio, pero primero necesitaba la confesión de su marido. 

El hombre rodó el sillón para levantarse y caminar hasta la ubicación de su esposa. Acarició sus hombros, viéndola con ese deseo que hace mucho no le demostraba. 

—Amor, tú sabes que no sería capaz de hacerte daño —Trató de convencerla—. Estamos casados. 

Besó a Mónica en los labios, pero ella sabía que se estaba engañando a sí misma si lo perdonaba sin obtener explicaciones. 

Ese beso supo amargo, tan amargo que el estómago de Mónica se revolvió y le dieron ganas de vomitar. Separó a David con un empujón. 

—No me veas como una tonta, porque no lo soy —Lo amenazó con el dedo—. Soy tu esposa, exijo el respeto que me prometiste en el altar. 

Él se carcajeó. 

Le pareció gracioso ver a su mujer armar un drama por celos. Jamás la había visto con esa expresión decidida, como si quisiera dejarlo. 

Sabía que esa mujer estaba tan obsesionada, que no era capaz de pedirle el divorcio. Pero él pronto lo haría, porque estaba harto y asqueado. 

—¿Quieres que te respete? ¿Hablas en serio? —inquirió, divertido—. Pues bien. Sí tengo una amante, ¿cuál es el problema? Ella sabe mover mucho mejor el trasero, y no sabes lo rica que es su… 

¡Bam! 

El sonido de una fuerte cachetada volvió el ambiente incómodo y silencioso. Mónica tenía su mano estirada, había golpeado a David por primera vez. Se sintió ofendida.

Aun así, algo en su corazón le decía que David la tomaría en serio al enterarse de que esperaban un hijo.  

—¿Acabas de darme una cachetada? —Sobó su mejilla enrojecida. 

El hombre se enojó tanto, que jaló el corto cabello de Mónica para darle a entender que el que mandaba en la relación era él. 

—¡Ah! ¡Suéltame! 

Le dolía el cuero cabelludo. No le importó el sufrimiento de Mónica, ¿en verdad ese era su esposo?

—Tú no eres nadie, Mónica. Una simple mujer infértil no me puede dar órdenes y mucho menos exigir que le sea fiel. 

Su mandíbula estaba tan apretada, que iba a romperse. Los ojos de Mónica se llenaron de temor al ver de lo que David era capaz. 

La pegó contra un estante, tumbando todos los libros y haciendo que Mónica sintiera un impacto desgarrador en todo su cuerpo. Se quedó sin aliento después de eso. 

Ella se preocupó por el bebé. 

—¡David! ¡Estoy embarazada! ¡No lo hagas, por favor! —chilló. 

No le quedó de otra más que confesarlo, ya que temía por la vida de su hijo. David se echó a reír como si fuera un chiste y agarró el cuello de Mónica con presión. 

—¿Embarazada? ¿En verdad vas a usar esa excusa para manipularme? —No le creyó—. ¡No me mientas, mujer! 

La lanzó al suelo. Mónica se cubrió el abdomen para evitar cualquier daño, su prioridad era la vida que llevaba dentro. Tosió unos segundos por el ardor en su garganta. 

Necesitaba darle las pruebas tanto a él como a su familia. Estaba decidida en mostrar la ecografía en la reunión, eso iba a callar bocas. 

—¡Vete de aquí! ¡Perra mentirosa! —ordenó David, señalando la puerta—. ¡No quiero verte! 

Se levantó como pudo, con dificultad porque le dolía la espalda. Las lágrimas adornaban su rostro por la agonía. 

David había cambiado, ni siquiera era capaz de dormir en la misma habitación que ella. Estaba aún más destrozada porque sería muy difícil hacerlo cambiar de opinión. 

¿De verdad un hijo lo haría feliz? ¿O solo empeoraría las cosas? 

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